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La insignia
25 de febrero del 2002


¿Cultura de paz?


Marcelo Colussi


La paz no es fácil. Suele asociársela con ausencia de guerra. Es esta una primera aproximación, correcta, pero muy limitada. La paz es algo más que eso; una comunidad, un país, sin atravesar un período bélico, pueden no estar en paz. El contrario de paz sería, más correctamente, no tanto la guerra sino la violencia.

Tendemos a identificarla con un estado, algo a alcanzar. Pero más bien es un proceso; por tanto, nunca está dada de antemano ni es posible encontrarla al final de un recorrido. La paz es, específicamente, un anhelo, una aspiración. Se la está construyendo/buscando perpetuamente.

Qué y cómo la aseguran es algo casi misterioso. Desde que tenemos noción de la existencia de sociedades humanas, la búsqueda de la paz ha sido una constante permanente - como también lo fue, y sigue siendo, su contrario: la presencia de la violencia. Esto hace a la condición humana misma. Pero ello no debe llevar a una aceptación resignada y pesimista del ciclo armonía-conflicto, y a ver la violencia como un destino inexorable. Sin creer ingenuamente en pacifismos ni paraísos perdidos, debe seguir aspirándose a la no violencia; o a la menor cantidad de violencia posible, en todo caso.

Si la paz es una construcción, puede hablarse - y aspirarse - a una cultura de paz, o más precisamente: a una cultura de no violencia. Como cultura, como formación humana que implica trabajo, esfuerzo, realización, está siempre en equilibrio inestable, sufriendo avances y retrocesos, haciéndose, rehaciéndose.

¿Pero qué entender por "cultura de paz"? Es una forma de vivir en que, sin prescindir de la violencia, se pone el eje de las relaciones en una coexistencia respetuosa de los otros. Paz no significa amor; significa respeto. La paz no implica (¿por qué debería hacerlo?) amar al prójimo; implica un espíritu de tolerancia y aceptación de las diferencias. Con mi peor enemigo - porque no seamos ingenuos: las enemistades ¿cómo habrían de terminarse? - puedo vivir en paz. En tensión, claro está, pero buscando dirimir las diferencias civilizadamente.

Entendida de esta manera una cultura de paz se engloba en lo que conocemos como promoción de los derechos humanos. La paz es el aseguramiento de los derechos fundamentales de los seres humanos. De tal forma que su cumplimiento excede absolutamente el orden bélico: para que haya paz debe haber justicia, equidad. Y en esto resta muchísimo por andar todavía.

La paz no es la quietud de los cementerios. Esa no es la realidad humana; nuestro mundo es el movimiento, el ruido, la actividad. Alcanzar la paz es quizá una expresión de deseos: la vida transcurre buscándola, encontrándola a veces, puntualmente. Pero perdiéndola nuevamente en forma cíclica. Buscar la paz es buscar la justicia. Tarea ímproba, definitivamente.

Cultura de paz, podríamos atrevernos a expresarlo así, es vivir pese al otro distinto. El otro no necesariamente es similar a mí: el mundo es una diversidad amplísima, en etnias, costumbres, religiones, puntos de vista, opciones sexuales, gustos varios, proyectos existenciales. Y ninguno es mejor que otro. Respetar esa variedad es la paz.

El concepto de "cultura de paz" es relativamente moderno. Unas décadas atrás se ponía mucho más el énfasis en la promoción de la justicia. En el marco de una guerra ideológica abierta, donde el mundo se fue dividendo bipolarmente, la paz no era el eje dominante. ¿Lo es ahora?

Definitivamente las tendencias académicas, culturales, ideológicas, responden a las coyunturas políticas. Y las agendas de los grandes centros de poder marcan esas tendencias. Quizá con una cuota de humor negro se podría decir que la justicia no es la agenda dominante, no "está de moda" como tema; pero sí la paz. A lo que habría que agregar inmediatamente, que no puede darse ésta sin aquélla: imposible pensar en la paz con hambre, con discriminación, con miedo. Y a no olvidarlo: todo esto sigue siendo la dura realidad de una enorme porción de la población planetaria, aunque haya terminado la Guerra Fría (una casi "Tercera Guerra Mundial", como de hecho se la podría leer).

Hoy estamos transitando el Decenio Internacional por la Paz. Pero la guerra no salió de agenda ("no pasó de moda"). Seguramente la reinstalación continua de misiles intercontinentales con ojivas nucleares múltiples (que produjo ganancias fabulosas en un bloque, y contribuyó a la caída del otro) no sea el eje dominante mundialmente. Dado que en las agendas de los geopoderes esto no es lo que resalta, vemos una intencionalidad manifiesta en relación a la pacificación de las zonas calientes del planeta (fue lo que sucedió en algunas regiones, como por ejemplo Centroamérica). Sin duda la amenaza atómica no es hoy lo que más inquieta. ¿Pero realmente inquieta la injusticia? ¿Está más equitativamente repartida ahora la riqueza mundial? En términos de justicia social, definitivamente el inicio del Siglo XXI está mucho más atrás que los mediados del XX.

Desde la caída del muro de Berlín (símbolo de la caída de los modelos socialistas - vendido luego en pedacitos como exquisito souvenir) nos hemos familiarizado con el discurso de "la paz", de "la cultura de paz", de la "resolución pacífica de los conflictos". Lo que queremos destacar ahora es que, sin cambios sustanciales en el acceso a las riquezas y a la distribución del poder - cambios reales, no cosméticos - es algo quimérico plantear construir, y mucho más mantener, la paz. A decir verdad, no se ve mucha resolución pacífica de los problemas que, pese al anunciado fin de las ideologías, siguen existiendo. Se han dado algunos pasos importantes respecto a la aceptación de temas ayer todavía urticantes: la homosexualidad ya no es considerada una psicopatología, el Secretario General de las Naciones Unidas es una persona de piel negra - todo un símbolo -, hay una reivindicación de las culturas autóctonas (al mismo tiempo que una cultura dominante globalizada que lleva la Coca-Cola hasta el punto más recóndito del planeta, no olvidarlo), pero no terminó el hambre, y en muchos casos se retrocede en conquistas sociales, laborales, sindicales.

Hablar de la paz, trabajar por la paz, invocarla, anhelarla, todo esto puede ser muy loable. Importantísimo, incluso imprescindible. Ahí están las religiones aportando su semilla - aunque no debemos olvidar que las peores guerras de la historia has sido guerras religiosas -; ahí está el Manifiesto 2000 de las Naciones Unidas, con su adecuado llamado a la tolerancia y al respeto - que, aunque no cambia las relaciones de fuerza en el mundo, puede servir como una interesante fuente de inspiración -.

Pero no puede soslayarse que no es posible la PAZ sin JUSTICIA. Olvidarlo, quedándose con un mensaje que prioriza el amor o apela a la concordia como algo posible (¿en qué medida será posible?) mientras se continúan gastando 20.000 dólares por segundo en armas en todo el mundo, y mientras sigue habiendo hambre, es, como mínimo, ingenuo.



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