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23 de febrero del 2002 |
Trompetas en la noche
Higinio Polo
Edición en Internet: La insignia.
"¡Escuchad! Algún trompetista extravagante, algún músico raro,
revolotea invisible en el aire, entona melodías caprichosas
esta noche.
Te oigo, trompetista, escucho con atención y percibo tus notas, que ya se derraman, que ya giran como la tempestad en torno a mí, que bajan, se apagan, se pierden en la distancia." -Hojas de hierba, Walt Whitman-
Kragler: "Lo que pasa es que no puedo abrir los ojos." La trompeta es el instrumento fundamental del jazz, el metal brillante de las noches de whisky, humo y puños impecables de los años de la Depresión; el pabellón de sonrisas fragantes que hacían olvidar los negocios turbios de los tiempos duros, el tubo de amores intactos y luminosos que se olvidaban en unas horas, prolongados de nuevo en la música de ráfagas que se derramaba en matices en los tugurios de pobres o en las salas de fiesta de los tiburones de refriegas encarnizadas y colmillos de nicotina. La trompeta es la reina del jazz, aunque no podremos olvidar nunca el piano de Duke Ellington o de Count Basie, el clarinete de Benny Goodman, el saxo contralto de Charlie Parker o la guitarra de Django Reinhardt. Trompetistas han sido Louis Armstrong, Bix Beiderbecke, Dizzy Gillespie, Miles Davis y Ornette Coleman. Todos esos músicos, y otros casi olvidados, que crearon el jazz y lo pasearon por los teatros de variedades para negros, que lo llevaron a la Europa de entreguerras y hasta a la Rusia sovietista de los años veinte, que lo hicieron universal en los años de la depresión y en los de la guerra contra el fascismo, o en la década de los cincuenta, se fueron difuminando en el deambular del siglo XX, aunque algunos siguieran actuando y componiendo la música más viva de la centuria, y, con ellos, se fue apagando el propio jazz. Ahora, casi todos ellos son trompetas en la noche de la cultura popular norteamericana, trompetas reducidas a los ghettos de la tradición progresista en algunas ciudades en las que se refugian las escrituras inquietas de la izquierda. En los años cincuenta el rock arrincona al jazz en la música norteamericana, aunque la decadencia ya se había iniciado a finales de los años cuarenta, coincidiendo con la ofensiva Truman y con el discurso de Churchill en Fulton. Es un relevo significativo, y parece acompañar como un síntoma al rigor de las nuevas pestilencias políticas que habían surgido al final de la guerra. Los cincuenta son los años de la guerra de Corea, de la aplicación de la doctrina Truman de contención del comunismo: en 1953 llegan los militares norteamericanos a la presidencia con Dwight Eisenhower, y llega también la revista Play Boy, abanderada del falso progresismo de los clientes de prostíbulo: podríamos elegir ése momento para escribir el epitafio del jazz, aunque puede decirse que su fin está incluso en los años finales de la década de los cuarenta, cuando se rompe definitivamente el tácito pacto progresista de los años de Roosevelt y cuando la doctrina Truman nace como instrumento del nuevo poder americano, lleno de confianza y de soberbia, dueño del apocalipsis y del terror de Hiroshima y Nagasaki. El jazz aún tenía energías, aunque fuese desbancado pocos años después por el rock: hasta el punto de que en París, tras la liberación, en los garitos del barrio latino revivía el Dixieland, aunque casi no había músicos negros, y Boris Vian podía afirmar que lo mejor de la vida eran las mujeres bonitas y la música de jazz, e incluso a lo largo de los años cincuenta se convertía en la música preferida por los jóvenes cachorros de las familias burguesas, y todavía en 1964 el viejo Armstrong vendía, con Hello Dolly, más discos que los Beatles. Después llegaría el free jazz en los años sesenta, y tendencias dispersas en los setenta, e incluso en los ochenta músicos como Dexter Gordon, un saxofonista tenor, impondrían de nuevo el bebop. Pero los buenos tiempos habían pasado ya. El jazz era una música nacida en los arrabales de los descendientes de esclavos, hecha por negros en su encuentro con instrumentistas blancos: desde sus inicios hay también grandes músicos de esa condición, como el judío ruso Benny Goodman, que fue el rey del Swing; o como Bix Beiderbecke, un hijo de la emigración alemana de Pomerania, o como el gitano Django Reinhardt. En su génesis hay algunas casualidades dignas de ser consignadas: los estudiosos del jazz sitúan su nacimiento en 1917, el año de la revolución bolchevique, porque aunque hubiese claros antecedentes suyos en el ragtime y en la música que se tocaba en Nueva Orleáns, fue en ese año cuando un grupo utilizó por primera vez el nombre que se haría célebre en el mundo: la Original Dixieland Jazz Band. O su temprana llegada al país de los soviets. Después vendrían muchos otros músicos, y otras coincidencias, y los nuevos aires crecerían, dando al mundo revolucionarios del jazz, como el propio Armstrong, como Charlie Parker, Cecil Taylor o John Coltrane. Es tentador seguir la estela del jazz a lo largo de la primera mitad del siglo XX, ligada a una América que todavía no era el gendarme del mundo, y asistir a su decadencia posterior y al paralelo ascenso del rock cuando la doctrina Truman se aplica con todas sus consecuencias a partir de los años cincuenta. En el mundo de entreguerras, y durante el conflicto contra el nazismo, el jazz acompañaba a una América que era vista desde Europa y desde la izquierda como una potencia moderna, progresista, tierra de los mártires de Chicago, llena de rascacielos y de potencia creadora, hija del progreso y de Roosevelt, aunque no se olvidasen las lacras del gansterismo y de la segregación racial. Tal vez sea injusto con muchos creadores del jazz decir que su música muere en los años cincuenta, pero es indudable que deja de tener la importancia central que había tenido en las décadas anteriores. En cambio, el rock, hijo bastardo del jazz, acompaña después -pese a su aparente rebeldía- a la política del gran garrote de Washington y del imperialismo norteamericano como destino manifiesto. Es probable que el jazz, junto con el cine de la época dorada de Hollywood, sea la más importante contribución norteamericana a la cultura moderna: desde Louis Amstromg y Duke Ellington, hasta Charlie Parker y Dizzy Gillespie, pasando por algunos blancos como Bix Beiderbecke, Benny Goodman o Gerry Mulligan, o por el gitano europeo Django Reinhardt, tan apreciado por Woody Allen, todos marcan una época en la música, cuya influencia ha llegado hasta hoy. El fin de su predominio en los Estados Unidos lo podríamos situar en cualquier momento de la década de los cincuenta: en la muerte de Charlie Parker en 1955, por ejemplo, o en la de Art Tatum, en 1956. Y el suicidio de Billie Holiday en 1959 fue el adiós. Había surgido de Nueva Orleáns, como la trompeta de Louis Amstromg, porque los chicos de la Marina dejaron de ir a su puerto y a sus tabernas canallas, y putas y músicos emigraron: primero a Chicago, y allí encontramos a Bix Beiderbecke, y después a Nueva York, y también a Kansas City, con Charlie Parker y Count Basie. Y es en Manhattan donde moriría el jazz, o donde sería arrinconado en los años cincuenta, en los clubs de la calle 52, con Charlie Parker y Dizzy Gillespie todavía aspirando solitarios su destino sombrío, como si tocando aquella música rebelde no fueran a morirse nunca. El jazz era una música distinta, que había hecho fortuna en la América obrera y progresista, la que protestaba por la persecución política, la que denunciaba el juicio contra Sacco y Vanzetti, la que se reflejaba en la literatura de Upton Sinclair, uno de los escritores norteamericanos que creían en el socialismo como horizonte humano, y que ya había escrito una novela -La jungla- sobre las inhumanas condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago, y que escribiría otra -Boston- sobre la condena a muerte de Sacco y Vanzetti. Los músicos de jazz comprometidos con las causas progresistas y que estaban cerca de los círculos de la izquierda norteamericana se fueron relacionando con el fértil mundo de los intelectuales comunistas o socialistas, hasta el extremo de que el propio Duke Ellington desataría las sospechas del FBI por su apoyo a las campañas comunistas. El jazz era todo eso, y también el gusto por la noche y por la vida, las horas perdidas en los clubs apestosos de Nueva York, y el Cotton Club o el Connie's Inn, y los garitos de carretera o las salas controladas por la mafia, donde hasta los criminales de corazón de piedra podían suspirar con la melodía de un saxofón. A finales de los años treinta el jazz se había convertido ya en un excelente negocio y el Cotton Club era el más caro de Harlem. Los músicos que interpretaban jazz estaban orgullosos de ser negros, como Duke Ellington, que había dicho que quería hacer "la música del negro norteamericano", y al que incluso las jóvenes naciones africanas como Liberia le encargarían después obras de aniversario, y muchos de aquellos músicos se miraban en Paul Robeson, otro cantante negro, y comunista, que lanzaría sus canciones y su voz atronadora para que llegase hasta la España republicana de las trincheras contra el fascismo. El jazz era también una forma de protesta, como se vería en las movilizaciones populares tras la segunda guerra mundial: el propio Louis Armstrong se manifestaría contra la segregación racial y sería capaz de decirle públicamente al gobierno norteamericano que "podía irse al infierno". No es que fuesen buenos años, tampoco, los del predominio del jazz. Era la América de la depresión, de los millones de obreros desempleados, de las colas infinitas de los que nada esperaban del futuro, de la ley seca y el gansterismo, de los jóvenes negros linchados en Georgia que recordaba Neruda, de los músicos pobres que se arrastraban por los garitos de Chicago o de Nueva York, que vivían en las carreteras: mostraban también lo que era el país, las uvas de la ira moteando las praderas de América. Un país en el que -como nos cuenta Billie Holiday en sus memorias, Lady Sings the Blues, probablemente la mejor cantante de jazz de todos los tiempos- las muchachas que cantaban en los clubs de Nueva York tenían que recoger con los genitales las propinas que dejaban los clientes encima de las mesas. Era difícil hacerlo, sí, pero aquellos billetes eran su único salario, y la depresión reinaba ya de costa a costa. Billie Holiday, que apenas tenía entonces quince años, se compró con su primer salario ganado de esa forma unas bragas de fantasía, para seguir cantando y recogiendo entre las mesas la fuerza necesaria de un tiempo futuro sin dolores ni sudor de pobres. Billie Holiday no interpretaba blues, pero tenía una forma de cantar que hacía surgir, de la peculiar atmósfera que creaba, un blues con todo lo que cantaba, como si supiera desde siempre que se mataría poco a poco, y que moriría completamente sola en una triste sala de hospital. Los años anteriores a la segunda guerra mundial fueron los de las luchas obreras en el país, aunque después cambiarían de sentido y casi desaparecerían, ahogadas por el fascismo maccarthysta y por la represión sin contemplaciones de cualquier veleidad sovietista: no en vano corría en aquellos años el rumor de que la fábrica automovilística Ford había decidido ya en el período de entreguerras instalar gases lacrimógenos en los sistemas antiincendios de sus fábricas. Pero el jazz era entonces una música viva, y muchos de sus intérpretes tenían rasgos como el de la huelga de la General Motors en Flint, una ciudad obrera del estado de Michigan, en 1937: durante la huelga una pequeña orquesta de jazz tocaba algunas canciones para animar la lucha, y después sus componentes se confundían entre los obreros, para escapar. El jazz, al lado de la huelga. Una trompeta o un saxofón adornando con una melodía rota las gargantas enronquecidas de los obreros de América, aquellos que vivían al lado de la estatua de la libertad pero cuyas ásperas jornadas iluminaban la matriz purulenta de los vendedores de mentiras. En la primera mitad del siglo el país era también la América de los linchamientos de negros, de la miseria -el propio Roosevelt hablaba a finales de los años treinta de que la tercera parte del país estaba mal alimentada-, de las aventuras exteriores basadas en una nueva interpretación de la doctrina Monroe. Era la América de la intervención en Panamá, de las imposiciones sobre China, de los bombardeos de ciudades mexicanas como Veracruz, en 1914, o de la intervención de miles de soldados norteamericanos en la Rusia sovietista. Pero, pese a sus intervenciones exteriores, pese a imposiciones imperialistas como la enmienda Platt sobre Cuba, hasta entonces los Estados Unidos habían sido vistos como una potencia democrática amiga del progreso, como un país opuesto a los fascismos europeos, y visto con simpatía hasta por los comunistas o los anarquistas, hasta el punto de que diarios anarcosindicalistas como la Solidaridad Obrera de la guerra civil española hablaban de la "gran democracia americana"; al mismo tiempo que el jazz se beneficiaba en los círculos progresistas europeos de la aureola de ser una música de negros que, además, era moderna. Un país que, antes de la guerra mundial, mostraba en la calle 42 de Nueva York, con sus cines y su lujo de neones, una esperanza para las muchedumbres que soñaban con un futuro distinto: aquellas luces de Broadway enseñaban también el rostro de la América que veían en otros continentes. Después, todo cambiaría. La segunda guerra mundial dio corpulencia política a los Estados Unidos, y el gran negocio que para ellos fue el conflicto bélico lanzaría al país a un papel universal. La guerra fría nace por ese nuevo protagonismo americano y no es lanzada por Washington exclusivamente como una respuesta a la amenaza comunista sino también como una calculada y agresiva política que debía minar los cimientos del socialismo que se extendía por el mundo y que debía afirmar al mismo tiempo el nuevo papel imperial americano. Tras ello, en las filas de la izquierda, ya nadie vería a América como una potencia democrática, si exceptuamos a la socialdemocracia atlantista, y la propia democracia estadounidense quedaría ahogada por el poder mercantil y por la corrupción, por el secuestro y la compra de la soberanía popular, y por el predominio de las grandes empresas en el Congreso de representantes, pese a la retórica oficial sobre la libertad y los derechos ciudadanos. Todo estaba cambiando. Arthur Miller nos habla en sus memorias del teatro norteamericano, neoyorquino, de esa época: a mediados de los años cincuenta el público se dividió en joven y viejo, en progresista y reaccionario, espectadores de izquierda o de derecha, a diferencia de lo que había ocurrido en los años anteriores, en los cuarenta, en los que el público era el mismo para todo tipo de obras. Después la tradición progresista norteamericana sería obligada a retroceder, a esconderse, en los exilios interiores o en las márgenes del sistema. En esos duros años cincuenta John Foster Dulles dirigía la política exterior prescindiendo de toda humanidad: además de la intervención militar en Corea, una guerra en la que murieron tres millones de personas, además de las amenazas a la China roja, también el gobierno norteamericano impulsó un golpe de Estado en Irán, y preparó una dictadura militar en Bolivia, y diseñó el golpe de otro militar, Pérez Jiménez, en Venezuela. Como bendijo al siniestro general Stroessner en el Paraguay para otro gobierno de hierro, mientras en el Brasil Getulio Vargas se suicidaba ante la mirada de los militares amigos de Washington, ya con el partido comunista brasileño prohibido, y como después -ya en los sesenta- seguirían las presiones norteamericanas y los golpes de Estado para derrocar a Janio Quadros o a Joao Goulart. Y hasta los aviones norteamericanos podían bombardear las ciudades de Guatemala para derrocar al presidente Jacobo Arbenz: habían aprendido a bombardear poblaciones civiles y lo seguirían haciendo. También intervieron más o menos solapadamente en Suez, en Formosa, en Hungría, mientras el pueblo americano desconocía las verdaderas actividades de sus tropas en el exterior: no supo nunca, por ejemplo, que el Séptimo de Caballería había disparado contra una muchedumbre de refugiados desarmados en Corea, asesinando a sangre fría a más de trescientos ancianos, mujeres y niños. Fue la matanza del puente de No Gun Ri, en Corea, a finales de julio de 1950, pero nunca lo supieron. Fue una matanza más, y no sería la última. Eran los años cincuenta, aunque ahora la memoria selectiva del capitalismo sólo nos recuerde la intervención soviética en Hungría. Nueva York quería suplantar a París como capital cultural del mundo, pero lo que consiguieron los norteamericanos fue suplantar a Berlín y copiar su arrogancia imperial. Hasta se convertirían en magnánimos jueces e iniciarían el proceso de reducción de penas a los nazis, con la creación de una Junta de clemencia en Alemania para los criminales. Eran ya otro poder, otro gran garrote, con el que vigilar el nuevo peligro que se anunciaba en Bandung, un tercer mundo que quería romper con el imperialismo y terminar con las colonias. En Estados Unidos obras como La muerte de un viajante mostraba a sus ciudadanos el rostro del país que no querían ver, y la siniestra ley Mac Carran-Nixon -la International Security Act- legalizaba la persecución de los comunistas norteamericanos, al tiempo que la evidencia de que la Unión Soviética había conseguido en 1949 la bomba atómica fortalecía su determinación y su política represiva. Son los años de Klaus Fuchs, y de los Rosenberg, asesinados en Sing Sing, mientras el corazón de América se volvía duro como una piedra y el jazz empezaba a ser un recuerdo, una música de negros que volvía a los ghettos de la miseria y a los territorios de la izquierda encerrada en las cárceles de miedo del maccarthysmo, aunque nadie se diera cuenta todavía y aunque el propio gobierno norteamericano financiase giras de los músicos de jazz por el mundo: era una hábil forma de diplomacia, ligada al prestigio alcanzado por el jazz. En esa década de azufre mueren Charlie Parker y Billie Holiday. Mientras tanto, en la calle 52 West de Nueva York había nacido un nuevo estilo de jazz, el bop, cuando terminaba la segunda guerra mundial. En los garitos de esa calle, en lugares como el Ebony Club, en el que cantaba Billie Holiday la desoladora Strange Fruit, una canción sobre los frutos extraños de la segregación racial, sobre los negros colgando de una cuerda en cualquier árbol de América, en aquellos locales asfixiantes, el jazz revivía de nuevo. En esa calle 52 la música de Dizzy Gillespie -que había llegado a ser miembro del partido comunista- rompía las brasas del asedio y perturbaba las noches con el torrente claro de su trompeta. Allí, cerca de Broadway, tocaron juntos Dizzy y Charlie Parker, que se habían hecho amigos inseparables, y hacia el otro lado de Manhattan, dos calles más abajo, sigue alzándose el Waldorf-Astoria en el que se había reunido la izquierda norteamericana a finales de los cuarenta; allí el jazz y la izquierda se unen, al menos en la memoria: tienen el piano de Cole Porter, un compositor de canciones que habían sido interpretadas, entre otros, por Ella Fitzgerald, la otra gran cantante de jazz, casi tan grande como Billie Holiday. Pero la fuerza y la melancolía del saxofón y la trompeta de Dizzy y de Charlie no iban a durar mucho. A finales de los años cincuenta, cuando mueren Billie Holiday y Sidney Bechet, el saxofón de Charlie Parker Bird hacía años que se había convertido también en un pájaro que había volado lejos, como el propio Bird, muerto con sólo 35 años, en 1955. Casi sin sentirlo, en algún momento de los años anteriores, el jazz había dejado de reinar, y también había muerto la cara amable de América, que apenas se acordaba de la gran coalición antifascista de la década anterior. Una pieza de Sidney Bechet -a quien Eric Hobsbawm ha llamado "el Caruso del jazz", y de quien se llegó a decir que tenía simpatías por el comunismo-, Love for sale, serviría para ilustrar la nueva época que se había instalado en el país, mientras en la otra cara de la luna, en los mismos años cincuenta, se iba Stalin y el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética mostraba al mundo las miserias de los nuestros y encendía de nuevo la esperanza. La corrupción había llegado a infiltrarse en todos los medios: toda América olía a carroña, y con esa fetidez el país emprendería una nueva etapa. La obsesión anticomunista, y la caza de brujas, se manifiesta en esos años en hechos como la obligación de pagar un anuncio contra los comunistas, en la revista Variety, para los intelectuales que no quisieran resultar sospechosos, algo que pasó a convertirse en un hecho cotidiano que se exigía a escritores y artistas. Había que hacer declaraciones anticomunistas, y el FBI, además de infiltrar las organizaciones del Partido Comunista norteamericano para destruirlas -hasta el punto de que a finales de los años cincuenta Hannah Arendt pensaba que la mitad de los miembros del Partido Comunista eran agentes infiltrados del FBI- también vigilaba a los miembros de cualquier organización progresista, husmeaba en las reuniones de intelectuales, o en los medios cinematográficos, y podía detener a cualquiera por haber participado años atrás en una manifestación del 1 de mayo. La histeria anticomunista del senador McCarthy le llevaría a acusar a los propios presidentes Roosevelt y Truman de traición. Truman, un traidor. Y hasta algunas publicaciones socialistas como el New Leader caerían en la obsesión anticomunista, mientras en Hollywood el viejo vaquero John Wayne, siempre dispuesto a la lucha contra los indios, o los rojos, protagonizaba Big Jim McLain, una repugnante película en la que los siniestros policías del comité de McCarthy representaban papeles de héroe, y el apuesto Gary Cooper aceptaba ser un miserable delator de comunistas. Roosevelt era ya un recuerdo, y los Estados Unidos, que habían salido reforzados de la guerra mundial, sin haber sufrido apenas víctimas, con su industria robustecida, dejaban atrás las alianzas de la guerra y retomaban el hilo conductor de su política desde que la revolución bolchevique de 1917 había encendido todas las alarmas del capitalismo. De hecho EE.UU. siempre había sido una potencia anticomunista, aunque los años de guerra habían creado el espejismo de la colaboración con la URSS. Todo volvía a su sitio. Tras Roosevelt, se había iniciado la obsesión de las persecuciones contra la izquierda, las leyes contra los sospechosos de izquierdismo, el espionaje interno contra todo lo que recordara al comunismo. Un mundo tenebroso de acusaciones, de miedo, de delaciones, de venta de la dignidad, una sociedad policial en la que hasta a los turistas se les obligaba a contestar preguntas sobre sus opiniones políticas, como una forma más de persecución de la libertad. Incluso los tímidos avances en las leyes contra la segregación racial, acompañados por la música del free jazz, una música que era en sí misma también una forma de protesta, fueron contestados con la reaparición del Ku Klux Klan, una organización que veía en el activismo negro de Martin Luther King o en la literatura de James Baldwin un peligro para América. Una América que Baldwin describía en Another Country mostrando la vida de los negros y el racismo, el otro país en el que seguía sonando el jazz, aquella música de negros. Era el reinado del fascismo norteamericano, y aunque Joe MacCarthy terminaría su carrera de verdugo de comunistas a finales de 1954, el espíritu de la nueva América estaba ya arraigado en la mente de los norteamericanos. En esos años cincuenta, instalados en la oleada delirante del mccarthysmo, hubiera sido impensable un congreso como el del Waldorf-Astoria de Nueva York, en marzo de 1949, cuando se organizó la Convención de intelectuales y científicos por la paz mundial. En ella participaron intelectuales cercanos al partido comunista o al comunismo en general, aun desde posturas críticas, como Lillian Hellman, Mary McCarthy, o Arthur Miller; también antiguos comunistas como el dramaturgo Clifford Odets, y otros como el compositor Aaron Copland o el pintor Philip Harlow. El propio Odets, cuya obra tenía evidentes contenidos progresistas, cometería después la vileza de declarar en 1952 ante el comité de actividades antiamericanas que su abandono del comunismo fue debido a que le sugirieron escribir propaganda comunista. Pero no fue el único en perder la dignidad: era difícil soportar la presión -como hicieron Dashiell Hammett, Lillian Hellman y Arthur Miller, entre otros- y muchos no lo consiguieron. Personajes como el cineasta Elia Kazan, como el teórico marxista Sidney Hoot, o como Louis Budenz, antiguo dirigente del partido comunista norteamericano, colaborarían en la delación y en las campañas anticomunistas. Y, mientras tanto, la CIA financiaba y organizaba el anticomunismo: desde la contraconferencia del hotel Waldorf-Astoria en 1952, para contestar a la celebrada por la izquierda tres años atrás, hasta la creación del Congreso para la libertad de la cultura, una organización de agitación anticomunista que financiaba revistas y periódicos, como Encounter, que dirigían Stephen Spender e Irving Kristol. Pobre Spender, recorriendo el camino que llevaba desde su compromiso comunista y su viaje a la España republicana, a instancias de Harry Pollitt, hasta los barrizales inmundos de su aceptación de las monedas mercenarias de la CIA para publicar. Era la nueva América, abyecta, que enrolaba la miseria intelectual y que obligaba incluso a caer en la indignidad a gentes honestas cuya estima nunca volvería a ser la misma. Norman Mailer escribía en esos años su ensayo sobre el negro blanco, el White Hipster, el marginado que ve cómo América está cambiando, aunque él mismo no lo sepa, y El parque de los ciervos, donde nos enseñaba las penalidades de un director de cine perseguido por el comité del senador McCarthy. Vidas en subasta. Era la América del momento, la muerte de un viajante que había llevado la desesperanza de las vidas anónimas y las palabras de la libertad por el mundo, y cuyo fin se estaba representando en los escenarios. Termina entonces la época dorada de las películas de Hollywood: como si los años cincuenta pusieran un límite a la capacidad de mostrar la vida que había tenido el cine norteamericano. Su nueva arrogancia, cuando todavía eran los únicos poseedores de armamento nuclear, se había mostrado en la decisión del gobierno de Washington de lanzar una bomba atómica sobre el atolón de Bikini, allá en el Pacífico, para enseñarla al mundo, y de ponerle el nombre de Gilda y enviarla además con el hermoso rostro de Rita Hayworth enganchado al metal de la muerte: tal vez era un gesto involuntario que indicaba ya el cercano final de la gran época del cine norteamericano. América era una promesa, y se había devorado a sí misma. Con las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam parecía que otra vez se iniciaban nuevos tiempos, y el rock parecía mostrar la fuerza de la juventud americana, pero ya empezaba a ser sólo una caricatura, una mueca patética de lo que podía haber sido. Estaban muy avanzados los años sesenta -cuando Julio Cortázar recordaba en Rayuela la trompeta de Bix Beiberdecke, el Armstromg de Mahogany Hall Stomp o lo que llamaba la cursilería de Art Tatum- y todavía América no había encontrado el filón de la defensa de los derechos humanos: sería un hallazgo para ellos, pero no para la libertad. Los años sesenta traían la manifestación de la nueva rebeldía de los jóvenes, que llenaban de nuevo las calles y parecían apoderarse de las banderas encarceladas por la era McCarthy. Pero, en el país del jazz, era una rebeldía sin causa, sin sujetos políticos que articulasen el desengaño del sueño americano. Elvis Presley había surgido con una canción, Heartbreak Hotel, y había enloquecido a América, que parecía dispuesta a ser joven y rebelde escuchando las nuevas melodías, aunque todo se revelase un espejismo tras la época de McCarthy. El propio Elvis moriría en una jaula dorada, y el rock and roll -aunque fuera a veces a regañadientes- acompañaría a la nueva América limpia de rojos. Una América que acabaría desembocando en Reagan y en la ofensiva del capitalismo triunfante; en el predominio de una cultura de albañal: hamburguesas, burbujas, televisión y cine, violencia desdichada entre basuras de naufragio. El jazz era amable, mostraba la cara dulce de América, la de los sueños, la de la libertad, mientras el rock pasó después a mostrar la cara agria, dura, agresiva. El jazz era el susurro, la nota, el ritmo desbocado, el swing, la espontaneidad, y una sonoridad distinta, Billie Holiday y Louis Amstromg. Era otro lenguaje, nacido cuando Joyce inauguraba una forma distinta de ver la literatura. El rock era el griterío, el desplante, la cara hosca y achulada, Elvis Presley y los motoristas rebeldes que ignoraban el sentido de su propia rebeldía, aunque a veces acompañasen al pálpito de las grandes protestas civiles, que estaban más cercanas al espíritu del free jazz que hacía de la negritud una bandera. El jazz era de negros y el rock de blancos: por eso Miles Davis había afirmado que "el rock era el hombre blanco". El jazz era una música ambulante, hecha por tipos que vivían en las carreteras y que se trasladaban con su trompeta o su saxofón, aunque también existiesen las orquestas numerosas de swing, mientras que los grupos de rock necesitarían caravanas de camiones gigantescos, suites de lujo y decenas de sirvientes. El rock pareció acompañar a las grandes protestas civiles de las décadas de los sesenta y setenta, en unos años en que la pena de muerte era mayoritariamente rechazada por los norteamericanos, a diferencia de hoy, pero acabó caminando junto a las contrarrevoluciones de Reagan y al capitalismo agresivo. El rock terminaría por llevar al Moscú maltrecho de la vieja revolución bolchevique la cara hosca y gritona del capitalismo triunfante: alas negras en el Moscú de Yeltsin que parecían la siniestra carcajada de los hombres que iniciaron la cruzada contra el comunismo en los años de la doctrina Truman. El rock había arrinconado al jazz, y aunque los nuevos dioses podían hacer algunas sesiones de caridad, conciertos contra el hambre en el mundo que ayudaban a sentirse bien, y pese a algunos destellos de fuego, el rock estaba lejos de ser compañero de la protesta, aunque no por ello fuera forzosamente reaccionario, por definición: algunos de sus intérpretes mantendrían posturas progresistas, pero la nueva música no podría impedir convertirse en una fiel compañera del american way of life, en un frenético rumor de fondo que pasearía sus gritos y sus gestos zafios y, con ellos, la subcultura americana por el mundo. Mientras eso ocurría al jazz le aguardaba un futuro de urgencias, un estampido de cansancios que era una máscara tras la que parecía esconderse la nostalgia de los viejos tiempos. Pablo Neruda había dicho que Paul Robeson cantaba como la tierra, y allí parecían volver los sonidos y el swing nacidos en Storyville: cuando termina el siglo del jazz, esa música que ha seguido cultivándose como un refugio sentimental de minorías, dando aún relevantes intérpretes y grupos, parece esperar el eclipse definitivo o el renacer de otra postguerra, como si estuviera esperando que pasase el tiempo derrotado y, tal vez, que arribase el despertar de la izquierda norteamericana, para acompañar de nuevo con sus trompetas los gestos y las palabras perdidas. Trompetas en la noche. Billie Holiday se iba destruyendo concienzudamente en los años cincuenta, sin detenerse, y con ella desaparecía aquella América, al menos la que todavía había mostrado al mundo la cara de la libertad, que casi ya no recordaba. Algunas melodías fijaban para siempre en un susurro una época que enterraba la América más digna, y un tema tradicional vuelve a recordárnoslo hoy: el tembloroso y triste Lament for the Congo, que fue grabado por Charlie Parker años antes del asesinato de Patricio Lumumba, uno de los exponentes del socialismo africano, concepto que casi parece ahora un sueño imposible, un espejismo perdido. Charlie Parker lo interpretaba antes de que ocurriera la muerte de Lumumba, pero con aquella música parecía llorar al revolucionario africano, como si conociera de antemano el desenlace, urdido en las cavernas de la furia anticomunista. La pieza de Charlie Parker podía ser también un lamento por el propio jazz y por la cultura popular norteamericana, surgida en aquel terreno fronterizo y fértil que abarcó desde Roosevelt hasta el Partido Comunista. Música de negros, música de pobres. La muerte de Billie Holiday en 1959 era de hecho el recordatorio de una esquela que ya se había publicado unos años antes. Una canción suya, de antes de la guerra, Please Keep Me In Your Dreams, semejaba a su muerte querer revivir los viejos tiempos del jazz en aquella nueva América mezquina. Por favor, guárdame en tus sueños, nos decía Billie Holiday, mientras se marchaba para siempre, llevándose con ella el recuerdo de la música que había mostrado lo mejor y lo más vivo de América. |
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