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16 de febrero del 2002 |
Revista de prensa La relación caníbal
Luis Goytisolo
De todos los actos que el ser humano realiza habitualmente, es sin duda el de comer el que mejor simboliza su relación con la realidad circundante. No ya porque el comer le sea imprescindible, sino porque ese acto se constituye en culminación y modelo de los restantes. Bodas, convenciones, negocios, aniversarios no serían lo mismo de faltar una comida elevada a la categoría de ceremonia ritual. Pero, más allá de toda celebración, la actitud del que devora es la que mejor define la conducta del ser humano respecto a su entorno. Desde la triunfal pedorreta que exhala el motorista en sus ansias de tragar distancias, a la conversión de un perro en chivo expiatorio de las carencias del amo, pasando por la mirada extasiada con que los directivos de una inmobiliaria contemplan la grandeza del paisaje que se van a cargar. Kaplan da cuenta, en una de sus crónicas, de la ceremonia de quemar unos cuantos neumáticos usados en el patio de atrás con que un alto oficial norteamericano celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. Mala, muy mala relación con la madre, que diría Freud.
Lo cierto es que nadie ha maltratado tanto a sus semejantes, a los animales y plantas puestos a su servicio y al propio planeta, como el hombre. Los atropellos que contra este planeta y cuantos en él habitan se cometen son la razón de ser del ecologismo. Sólo que los ecologistas, acertados en gran parte de los casos, suelen cometer el error de acabar sacralizando la naturaleza al convertirla en instancia suprema de nuestros desvelos, en centro en torno al cual gira la existencia de todos nosotros. Y el centro no está en la naturaleza, sino en el yo, en el yo de cada uno de nosotros. Por eso el yo, igual que se maltrata a sí mismo, maltrata a la naturaleza: porque, por debajo de los niveles de la conciencia, el mundo circundante es lo que se le ha dado al comienzo de su existencia, una existencia cuyo ideal consiste, precisamente, en hacerse con el dominio lo más amplio y completo posible del entorno, en llevar los propios límites todo lo cerca que se pueda de la línea del horizonte. De ahí que sea tan común compartir intelectualmente los criterios ecologistas y quebrantarlos sistemáticamente en la vida cotidiana. Si el ser humano no es más consciente de estar maltratando el mundo que le rodea es porque, en su relación con ese mundo, no hace sino reproducir el maltrato que inflige y sufre por el mero hecho de hallarse inserto en la sociedad a modo de simple cojinete de un engranaje mucho más vasto. ¿Qué es en realidad ese yo tan imperioso a la vez que tan maltratado? ¿En qué punto del cuerpo reside su conciencia del ser? La historia de la filosofía es la recopilación de respuestas que a lo largo de los tiempos se ha ido dando a estas preguntas. Pero la obra de los filósofos tiene en común con la creación literaria su singularidad, lo que la hace irreductible a las obras de otros filósofos; habrá ideas compartidas, pero cada teoría es fruto de una construcción personal. De ahí que en el terreno del pensamiento filosófico no pueda hablarse no ya de progreso, sino ni tan siquiera de evolución. De un modo general se ha venido a identificar el yo con el espíritu, un espíritu cuya existencia no es sino el aprendizaje de los propios límites, el choque de esos límites con los límites de los otros. Lo de menos es determinar si ese yo de carácter espiritual reside en el cuerpo o si ese espíritu no es también en sí mismo un aspecto de la materia. ¿No es materia incluso el vacío? Heidegger advirtió, hace ya más de setenta años, que si la ciencia no se toma en serio la nada, se convierte en poco más que una broma. La ciencia seguramente desconoce la opinión de Heidegger, pero cuando es algo más que ciencia aplicada, de supermercado, guiada simplemente por la necesidad metódica, ha terminado comportándose como si la hubiera tenido en cuenta. Y eso en más de un aspecto: no sólo circunscribiéndose en cada caso a una pequeña parcela del saber antes de arriesgarse a la más mínima conclusión general, sino, sobre todo, alejando cada vez más al hombre del centro del universo. Es decir: no ya el hombre, sino también el planeta, el sol, la galaxia y, finalmente, la materia, nuestra materia. Perdido el miedo a la constante rectificación, a la provisionalidad del conocimiento, la ciencia parece haber perdido asimismo el temor a las propias limitaciones, acordes, por otra parte, con las limitaciones del cosmos. Sus hallazgos son, cada vez en mayor medida, verdaderas declaraciones de incertidumbre. Descendemos, en cuanto seres vivos, de un alga azul que aún se encuentra en la humedad de los jardines, y poco más sabremos al respecto en el futuro. Y en cuanto al vacío existente más allá de los límites del universo, se sabe que es más pesado que la materia, o mejor, que nuestra materia es una variedad más liviana que esa otra substancia. Y el mundo -el cosmos-, una imperfección aleatoria que flota en la pureza del fluido universal, en palabras del astrofísico Michel Cassé. Si es que podemos aplicar la palabra universal a lo que está más allá de los límites del universo. Lo seguro es que no hay espejismo mayor que el de ese 'algún día sabremos' que con tanta satisfacción y confianza se prodiga al referir el papel de la ciencia en el futuro. Porque, si bien quienes iban a saber serían en todo caso otros, la realidad es que tampoco serán así las cosas, la realidad es que nunca se llegará a saber exactamente cómo es el mundo y cómo somos nosotros. ¿Qué clase de hecho nuevo iba a poner al alcance del hombre semejantes conocimientos? Caso distinto es el de la creación literaria. El equívoco creado por la confusión entre el yo y el mundo, entre lo que conviene o se refiere a uno y otro, entre los límites de uno y otro, constituye el núcleo primigenio de los impulsos que rigen la conducta del ser humano, y es la creación literaria -Cervantes, Tolstói, Proust- la que mejor ha sabido expresarla como fenómeno a la vez que como caso concreto impecablemente definido por el fluir del relato. O mejor: como caso concreto cuya expresividad lo convierte en la mejor representación del fenómeno, el mejor ejemplo, algo fuera de las posibilidades tanto de la ciencia como del pensamiento filosófico que, al abstraer, sustraen aspectos esenciales de la manifestación de ese fenómeno. |
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