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11 de febrero del 2002 |
En la muerte de Ángel Torrellas Un canto de infinitas canciones
Ángel Arnaiz Quintana, op
«Si el grano de tierra no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la destruye (la pierde), y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna» (Juan 12, 24-25)
Estas palabras puestas en boca Jesús de Nazaret se aplican al pie de la letra a nuestro querido, entrañable, partido de nosotros de manera inesperada, como un viento suave que no hace ruido, para no molestar ni en la hora de la despedida, hermano Ángel, Torrellas. El amó la vida en esta tierra como pocos, pero no tuvo empacho, no dudó lo más mínimo en despreciar su vida propia en bien del crecimiento de la vida de los demás, sobre todo de los más empobrecidos. Disfrutaba del agua, del sol, de los mangos verdes y amarillos, que comía con aquel tenedor tridente que había traído de su largo y duro combate por la vida de los marginados de Netza, en la capital de México, disfrutaba sí y mucho de la amistad, de la fraternidad y sororidad y de todo cuanto a un hombre le es dado disfrutar. Pero habiendo consagrado su vida más íntima y profunda al Señor y siendo siempre fiel a esa consagración, tuvo en nada todo cuanto le rodeaba, comenzando por él mismo, incluso su propia salud y existencia, para entregarla día a día, hasta bien entradas las horas de la noche, en su querida Batahola, a sus hermanos y hermanas más pequeñas, allí donde hacía realidad la presencia encarnada del Dios de Jesús, en quien siempre creyó hasta el extremo y a quien siempre pretendió hacer realidad encarnada entre los sueños, las neblinas y las promesas del Reino. Ángel, Torrellas, nos deja un canto compuesto de infinitas canciones y músicas del amor a los jóvenes, a la gente humilde, a la vida sencilla, a la amistad sin miedos. Nos dijo con sus obras artísticas, siempre puestas al servicio de los pobres y de quienes se hacían uno con esos empobrecidos, que es posible la belleza, la sonrisa, la admiración, el canto alegre, sonoro, solemne y espiritual, directo y popular de la obra bien hecha, llena de esperanza, aun en medio de la mayor destrucción económica, de la podredumbre política y de la miseria social. Ángel, hermano, te vas. Tú vives la resurrección junto a tu hermana del alma Margarita, a los mártires de Batahola y de toda esa muchedumbre de nicas y centroamericanos que entregaron también su vida con extrema generosidad, no correspondida en la mezquindad de los tiempos actuales que te tocaron vivir y que viviste de lleno, con intensidad poco común, con ganas, con rabia incluso, con paciencia, como una luz no correspondida. Con ellos vives la espera y la esperanza de la resurrección de la Nicaragua Nicaragüita, la que cantaste con tus coros y grupos musicales una y otra vez porque sabes que el canto atraviesa valles y montañas, mares y ríos, días y noches, y resurgirá de nuevo en generaciones agradecidas que mirarán hacia los soñadores, hacia los caminantes sin camino, hacia los constructores de paz en las horas ensombrecidas por los avaros, mentirosos y traidores de este siglo, las ocas del cenagal de las que hablaba ese Sandino que pintaste junto al niño recién nacido, el Hombre Nuevo, decías, en el centro de la capilla eucarística que poblabas todos los días.
Ángel, Torrellas, hermano, amigo, compañero del alma, compañero, aquí te quedas con nosotros, entre hermanos y amigos, en tus gentes y tus dichos, en tu ejemplo de entrega total, sin mentiras, clara y nítida como la verdad misma, la entrega del grano de trigo, o de maíz, o de arroz, o de papa -las cuatro culturas que pueblan este planeta Tierra que habitamos quienes nos llamamos humanos-, que se entierra para producir mucho fruto, el fruto del ciento por uno, el fruto del Servidor |
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