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La insignia
11 de febrero del 2002


Poder y corrupción


Marcelo Colussi


¿El poder corrompe? Pregunta vieja, recurrente, que evidentemente no ha encontrado hasta ahora - y quizá no encuentre nunca - respuestas definitivas ni salidas finales. Es, como otras tantas cuestiones problemáticas, un debate abierto.

Existe cierta tendencia a considerar el "poder" como algo malo en sí mismo, intrínsecamente perverso. En este sentido, ejercer el poder llevaría implícita una cuota de "maldad". No puede generalizarse al respecto sacándose conclusiones muy abarcativas, dado que se correría así el riesgo de quedar en simplificaciones empobrecedoras: "las autoridades son malas, lo único que les interesa es preservar su cuota de poder". Además - y quizá esto es fundamental - la valoración de "bueno" o "malo" es un esquema reductor, útil quizá para moverse en lo cotidiano, pero que conlleva intrínsecamente el peligro de reducir el mundo abriendo la puerta a la eliminación del otro distinto. Y de ahí apenas un paso al maniqueísmo: "están conmigo... o contra mí".

Pero, si bien la noción reduccionista de bueno y malo puede comportar estos riesgos, no quedan dudas que toda la experiencia humana se edifica en torno a valores, y que los mismos son tenidos - en general todas las construcciones culturales transitan el mismo camino - por positivos y negativos, por "buenos" y "malos".

Entonces la pregunta sería: ¿por qué el poder es "malo"? Como alguien dijo sarcásticamente: "el poder es malo .... cuando lo tienen los otros". Ya sea que observemos el curso de la historia humana, ya sea que intentemos una lectura a modo de corte transversal de cualquier relación interpersonal, siempre aparece como lógica dominante del movimiento en juego (pero no siempre explícitamente declarada) la búsqueda del poder. En cualquier relación humana esto es el horizonte primero, aunque no se lo visualice en principio.

Es descarnadamente cierto que el poder es "malo", cuando lo detenta otro, cuando soy yo el que lo sufre. Lo cual nos pone ante la absoluta verdad - en principio silenciada - que la valoración de positivo y negativo es relativa a la forma en que se lo juzga.

El poder tiene que ver con la autoridad; y ahí estamos ante un articulador fundamental de la experiencia humana. No hay sociedad sin principio de autoridad, cuestión que nos remite a la organización última de las relaciones interhumanas. No existe vinculación entre los seres humanos ni existe edificación social si no es en torno a las figuras - extensamente tratada por la filosofía, profundizada por las distintas ciencias sociales - del amo y del esclavo. En otros términos - y quizá demasiado simplemente: la forma en que se da la experiencia humana, al menos hasta ahora, implica siempre un factor dirigencial y un elemento que asume la forma de dirigido. Lo cual no quiere decir que sea "bueno" o "malo", y que, en tanto forma, haya alguna que sea la forma final - mejor que las otras.

La historia es, en definitiva, un perpetuo cambio en las formas de las organizaciones humanas. Lo evidente es que, en toda forma conocida, se da el ejercicio de un poder. Desde el pequeño grupo de niños jugando hasta la más compleja sociedad que quiera estudiarse, se repite esta dinámica: alguien marca el camino, otro sigue ese camino.

El ejercicio de cualquier forma de poder, por el hecho de ser tal, no necesariamente supone abuso, ni tampoco corrupción (en el sentido de perversión, de envanecimiento). Pero la pregunta que asalta inmediatamente, a la luz de innumerabilísimos ejemplos, es: ¿por qué se repite con tanta frecuencia este circuito del abuso del poder, de la impunidad que pareciera que el mismo confiere? Incluso esto es palpable en las actitudes de las izquierdas políticas, donde se supone se busca un mundo de justicia en el que debería desaparecer la corrupción (y ahí están Pol Pot o Stalin fusilando disidentes, Daniel Ortega abusando sexualmente de su hijastra o Ceausescu amasando una de las grandes fortunas del planeta hablando de socialismo, todos intocables, mareados por las alturas del poder, ciegos y sordos a la crítica, justificando cada uno de sus desaciertos).

El presente artículo es sólo una introducción a esta complejísima poblemática; no pretende en absoluto dar una respuesta final sino, más modestamente, contribuir a mantener abierto el debate en torno a ella. Lo que queda como duda a despejar es el por qué de esa recurrencia, o mejor todavía: el cómo evitarla - o más humildemente todavía: el cómo manejarla adecuadamente. ¿Qué podemos hacer para garantizar la no corrupción?

Analizando la historia, observando la vida cotidiana, vemos que, casi como regla, ejercer el poder está asociado con cierta dosis de impunidad. Ya sea el chofer de autobús o la cajera en un banco - disponiendo de pequeñas cuotas de poder (micropoderes) - al monarca absoluto, o al imperio de turno - inobjetables, totales - quienes detentan el poder no accionan sino como abusadores de su posición: el chofer se detiene cuando quiere, la potencia invade cuando lo decide - pese a que existan discursos y mecanismos que intenten evitarlo.

Todo pareciera indicar que el poder se asocia indisolublemente con su abuso; y es muy frágil la línea que separa uno de otro. Como se ha dicho con malicia: se es revolucionario hasta que se obtiene el poder. Ejemplos al respecto abundan.

¿Por qué un personaje como el Che Guevara puede ser figura mítica en tanto ejemplo de un ejercicio del poder no corrupto? Seguramente porque su actitud no es, precisamente, la más usual. Cuando se concibe la práctica de la autoridad, no es la horizontalidad lo primero que destaca. (Tangencialmente, además, podría abrirse la pregunta respecto a por qué Guevara abandonó la Revolución cubana: ¿razones de poder quizá? ¿Dos líderes en la isla eran demasiados?)

Para intentar sintetizar algo en este debate nunca del todo saldado podríamos dejar, al menos, un par de comentarios finales:

-Es absolutamente válida la mordaz apreciación respecto a que "el poder es 'malo' cuando no soy yo quien lo ejerce".
-Por lo que puede entreverse es difícil concebir una práctica del poder sin excesos ni abusos.
-El poder tiende a autojustificarse; el poder busca la impunidad.
-En todo caso podemos - y debemos - oponer a estas perpetuas transgresiones mecanismos sociales para fiscalizar la autoridad.
-Es difícil - cuando no imposible - propiciar, y mucho más concretar, un poder horizontal. Por tanto, una alternativa posible al autoritarismo es la democratización de los poderes, buscar compartirlo, su no concentración.

Queremos aclarar que de ninguna manera se pretende decir que el cumplimiento de una función pública dirigencial es forzosamente corrupta; hay, de hecho, muchísimos casos que lo demuestran. La pregunta en cuestión, básicamente, gira en torno al por qué tienta tanto el poder, y qué podemos plantearnos para evitar esa seducción (sabiendo que, una vez seducidos, podemos ser capaces de cualquier cosa).



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