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5 de febrero del 2002 |
Bourdieu, el rigor de un profeta
Juan Agulló
Las ciencias sociales están de luto. El pasado 23 de enero murió en París, Francia, uno de sus más dignos representantes, Pierre Bourdieu. Crítico acérrimo del neoliberalismo y de su inevitable corolario globalifílico, Bourdieu fue heredero de una rica tradición intelectual que, desde siempre, ha militado en el subjetivismo comprometido. Quizás no revolucionó la sociología, pero sí que se ocupó de la ingente tarea de reivindicar su casi siempre olvidado carácter científico a partir del estudio de toda una novedad conceptual: los medios de producción simbólica. Una vez desaparecido, los globalifóbicos de medio mundo le lloran a través de unos medios de comunicación a los que él acusó de "ocultar mostrando".
"Gracias a Bourdieu el mundo ha pasado a ser sencillo, dividido entre dominantes y dominados": la sutil crítica con sabor a generalización, es del filósofo francés Alain Finkielkraut. "Era un hombre de una generosidad increíble [...] Se trata de una gran pérdida para toda una generación de investigadores": el panegírico melancólico es de una de las globalifóbicas más conocidas en todo el mundo, la estadunidense Susan George. La extensa trayectoria académica de Bourdieu, resulta evidente, ha dejado indiferentes a muy pocos. Su interdisciplinariedad metodológica, no en vano, resulta cada vez más extraña en sociedades tan especializadas (Bourdieu, probablemente, diría despolitizadas) como las nuestras. En efecto, como buen estudioso del poder que fue, como exegeta foucaultiano del mecanismo que mueve a las sociedades, Bourdieu, jamás se casó con nadie. Todo el mundo, sin embargo, sabía muy bien dónde estaba: del lado de la crítica lo más desideologizada, rigurosa y militante posible. Básicamente, para él, se trataba de algo a la vez tan sencillo y tan complicado como de entender los mecanismos que hacen funcionar a la sociedad en la que nos ha tocado vivir. No se trataba tanto, por ende, de rasgarse las vestiduras como de individuar los puntos flacos de un sistema de apariencia exuberante y de debilidades extremas. Quizás por eso es por lo que, a lo largo de toda su carrera, Bourdieu dedicó una atención privilegiada a la marginación social, al doble filo de la exclusión económica y por supuesto, al envoltorio en el que se nos presenta cotidianamente la normalidad: los medios de comunicación. La interdisciplinariedad como método Su secreto, tan viejo como denostado en la actualidad: la interdisciplinariedad como método básico para la comprensión del mundo. El convencimiento de que la realidad no puede ser entendida en términos compartimentados, pero de que sí ha de ser estudiada por partes de fronteras muy bien definidas. A partir de tan aristotélicos planteamientos es como Bourdieu entendía eso que, alguna vez, él mismo, dio en llamar el oficio del sociólogo. La explicación de la realidad, por ende, ha de abarcarlo todo: desde las condiciones de trabajo en una sociedad colonial, hasta la dominación masculina, pasando por los mecanismos de reproducción del poder, el sentido del arte, las dinámicas que gobiernan la marginación social o el papel sociopolítico de los medios de comunicación. Fuera, no hay nada: no puede haberlo bajo la óptica de aquellos que, por definición, se ocupan y se preocupan por comprender la sociedad en la que les ha tocado vivir. La diferencia es (o al menos ha de ser), el método. El objeto de estudio es obligado que sea universal -incluso más allá de las ciencias- a todas las disciplinas; el acercamiento al mismo, sin embargo, no puede serlo. Dicho en otras palabras: a todos deben preocuparnos y ocuparnos (es nuestro deber ciudadano), los aspectos más sórdidos y los más maravillosos de la realidad. Un pintor, una socióloga y un médico, sin embargo, ni pueden ni deben manejar las mismas herramientas. Algo evidente que, sin embargo, hoy, parece sonar cada vez más anatemático: los objetos de estudio se particularizan, mientras que el acercamiento a los mismos se universaliza. Ello, para Bourdieu, no ha de ser inscrito más que en una lógica de despolitización progresiva del conocimiento. En realidad y siempre según su perspectiva, ese es el sentido último de las ansias de objetivación y de especialización que nos invaden cada vez más: ocultar mostrando, haciendo, con ello, gala de una lógica circular. Los problemas que acucian a la humanidad, de hecho, son exhibidos cotidianamente. Aparentemente no hay tabúes, ni elementos censurados, ni -mucho menos- temas prohibidos. Eso lleva a algunos a afirmar que -sin lugar a dudas- vivimos en sociedades libres: es mas, más libres que nunca. Sin embargo y siempre desde la perspectiva de Bourdieu, ante lo que nos encontramos realmente, es ante una perversión del rigor humanístico en general y del método científico en particular. Dicho de otro modo: estamos ante la construcción paulatina de una lógica de lo inevitable; frente a la aberrante computación del conocimiento, en suma, nos enfrentamos a la articulación de un dogma tan obscurantista o más que el religioso. Nuestra libertad, como consecuencia de todo ello, se encuentra amenazada por una ideología que, paradójicamente, se reivindica refundadora y redefinidora del ideal de libertad. La crítica del neoliberalismo Toda esta perversión del rigor, sin embargo, ha de ser forzosamente contextualizada. Por eso es por lo que Bourdieu -especialmente durante los noventa- se convirtió en un crítico implacable del mal mayor que, siempre según él, acecha a la humanidad: la despolitización creciente -neoliberalismo mediante- de las relaciones humanas. Su convencimiento era tal que, al sociólogo francés recientemente fallecido, no le bastó con la teoría pura y dura: dejó constancia de ello mediante su apoyo decidido a los intelectuales argelinos, a las reivindicaciones de los huelguistas franceses durante las movilizaciones de 1995, a los trabajadores inmigrantes sin papeles, o bien, mediante la fundación de una pequeña editorial destinada a expandir escritos más o menos comprometidos, a través de su militancia en una de las asociaciones ciudadanas más marcadamente antiglobalización (ATTAC) o de la recurrente escritura de artículos plagados de críticas contra el orden establecido. En realidad, no se trataba más que de movilizarse contra algo que, cada vez más, nos es presentado como una fatalidad: los sacrificios constantes que, desde el poder constituido, nos son exigidos ante el altar de la rentabilidad y del libre mercado. De una rentabilidad y de un libre mercado que -según Bourdieu- no sólo son cada vez más definidos por una inmensa minoría sino que, además, no dejan de constituir una opción como otra cualquiera. La opción que, toda una serie de grupos restringidos -cada vez más interconectados e intercomunicados entre sí- le imponen a la mayoría en nombre del progreso y de la modernidad. De un progreso y de una modernidad que, como consecuencia de todo ello y entre otras cosas, están terminando por contravenir uno de los mecanismos en los que, supuestamente, se asienta la legitimidad de nuestros regímenes políticos: la democracia. La opinión pública coincide no en vano y de forma creciente, con la opinión publicada por los grandes (y monopólicos) medios de comunicación de masas. Estaríamos hablando por ello, ni más ni menos, que de meras correas de transmisión que expanden la ideología dominante bajo el halo de respetabilidad que les confieren unos métodos de funcionamiento circulares. La censura moderna, de hecho, no pasa tanto ?siempre desde la óptica de Bourdieu- por la infraproducción de noticias como por su superproducción sacada de contexto. En suma, por la desaparición de todo atisbo de reflexión, por la sumisión de todo contenido al mercado y en última instancia, por la construcción de un sistema en el que, la cantidad y la velocidad, priman sobre la calidad y el rigor. El neoliberalismo, por consiguiente, se expande ejerciendo violencias simbólicas que generan falsos debates que, a su vez, reproducen el sistema en su conjunto. Se trata, ni más ni menos, que de eso que los clásicos habrían definido, simple y llanamente, como demagogia. Lo que desaparece Lo que, con la muerte de Bourdieu desaparece es -como señalaba recientemente uno de sus discípulos- "una manera renovada de ver el mundo social, dándole una mayor importancia a las estructuras simbólicas". O como -de forma más inteligible- lo expresaba también hace unos días un periodista español, una forma "de decirnos con ternura amable y simpatía genuinas que las cosas no podían ir peor". Lo que se ha ido con Bourdieu, es la forma más elaborada e inteligente que ha existido en los últimos tiempos de ejercer la crítica social a partir de un rigor impecable y de una militancia indisimulada en los elementos consustanciales al ser humano. Dicho en pocas palabras, un maestro arrogante y a la vez cercano que desquiciaba a tirios y troyanos, pero que, todos, terminaremos por extrañar. De hecho ha desaparecido una especie de pacifista simbólico que, en el fondo y aunque no fuera excesivamente conocido ni fuera de su país ni más allá de su campo, ha impregnado de forma más que notable -especialmente en los últimos años- la crítica al orden establecido y por ende, el debate que tiene lugar entre bambalinas. Si a eso le añadimos el también más o menos reciente fallecimiento (en 1998) de su no menos inteligente contrincante teórico -Niklas Luhmann- podremos estar seguros de que corremos el riesgo de -de la mano de hombres grises y de deslumbrados discípulos- volver a caer en esas falsas antinomias conceptuales de las que, ambos sociólogos, hicieron ingentes esfuerzos por sacarnos en una o en otra dirección. Lo peor del asunto será que, mientras que eso ocurra, el poder y la riqueza continuarán siendo cosa de la reducida elite que controla los medios de producción simbólica. Dicho brevemente: nos seguirán yendo muy mal las cosas, pero ya no habrá quién nos riña por ello.* Las fechas y las obras
1930
1949-1957
1958-1960
1964-1980
1981
1989
1992
1993
1994
1995
1996
1997
1998
2000
2002 |
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