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21 de enero del 2002 |
Advertencias
Alfredo Jocely-Holt
A los intelectuales no suele tomárseles mucho en cuenta. Hablan
demasiado y, para peor, hablan sobre lo que no saben. "Opinan
de todo", como me dijo días atrás un sociólogo muy serio, muy
de organismo internacional como son los sociólogos en
estosdías, ahora que ya no hacen trabajo "en terreno" y se han
jubilado de tanta "revolución".
Pisar callos gratuitamente - otra de las recriminaciones con que suele tacharse a los intelectuales- no les granjea simpatías entre la gente del "mundo real". Por eso, quizás, no se les escucha mucho, aunque ¿cómo evitarlo?; si hablan demasiado, opinan sobre todo y, para colmo, les publican lo que dicen. Lo último, al parecer, les molesta sobremanera a los que no son intelectuales. No pretendo defenderlos. ¿Para qué? Después de todo, estamos en democracia, nadie los persigue, sobran las universidades y el Gobierno se ha encargado de contratarlos a granel en calidad de "consultores". En cuyo caso, es obvio que hacen lo que se les pide, y si son de los que atornillan al revés, de seguro no se les toma en cuenta. Peligro, pues, no hay. Pensemos en esa gente que alguna vez fue intelectual y viene hace rato "de vuelta"; pensemos en los sociólogos. Con todo, motivos hay como para no despreciarlos. Sucede que, a veces, los intelectuales aciertan. Hablo estrictamente como un historiador adscrito a un "gremio" que aborrece a los intelectuales. Entendible posición. La historia, todos lo dicen, es objetiva, documentada y distante. Los historiadores no se involucran en la contingencia, no emiten juicios; a lo sumo aspiran a que sus conocimientos puedan traducirse en algo así como una pregunta para la Prueba de Aptitud Académica, ojalá una fecha, un dato exacto, una cifra. Es decir, profesan un oficio lo más lejano a ese hablar difícil, ensayístico, libresco con que estos disconformes enfermizos y opinantes que son los intelectuales nos agobian, y que los medios de comunicación y casas editoriales, quizá por qué, publican. Decía que, a veces, los intelectuales como que aciertan. El otro día, tratando de entender qué diablos ocurría en Argentina, consulté un libro de ensayos, típico de ese país y para peor, de una mujer: "Instantáneas", de Beatriz Sarlo. Para quienes la ignoran, se trata de una suerte de Diamela Eltit bonaerense. Con eso, supongo, lo digo todo. La Sarlo, al igual que la Diamela en sus ensayos, habla de todo: cdroms, monos animados, "fastfood", literatura de género, veteranos de la guerra de las Malvinas que se suicidan, el neoliberalismo manejado por ex izquierdistas, la tortura, la memoria y el olvido... Un libro que aconsejo evitar si usted es asiduo lector de la políticamente correcta Marcela Serrano o gusta de la literatura de autoayuda. En uno de sus artículos, la Sarlo comienza con una cita de Ernst Jünger capaz de espantar a cualquiera; luego sigue el relato de un chico mendigo que en una confitería porteña se desploma asustando a medio mundo porque pensaron que, sí, se había desmayado de pura hambre. De inmediato, cuenta cómo otro joven la asaltó con un cuchillo para robarle a la entrada de su departamento. "En el breve diálogo que mantuvimos, me informó que la plata, que se iba a llevar de mi billetera algunos minutos después, era para su madre. Me pareció, cuenta la Sarlo, el gesto estético y mítico del robo. Después, creo recordar que hasta nos dijimos buenas noches". Todo esto para afirmar que en Argentina se había perdido el sentido de comunidad. El libro fue publicado en 1996 en medio de la euforia autocomplaciente más formidable que se recuerde en el cono sur. Por aquel entonces, Menem era confiable, y argentinos y chilenos parecían compartir una misma senda de democracia y despegue económico después de largas dictaduras. Lo afirmaban todos, salvo uno que otro intelectual, si mi memoria un tanto olvidadiza de historiador no me traiciona. |
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