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18 de enero del 2002 |
Revista de prensa: Fallece Camilo José Cela Memoria y dolor
Francisco Umbral
Quiero decir que desde mi atrio veo bien la vida y la obra de Camilo José, un maestro en mi vida con el doble magisterio de la sabiduría y de la cercanía. Porque viviendo con Cela se aprendía a vivir, ya que él fue sobre todo un ser viviente, más viviente que los demás hombres por más incardinado en las cosas, de las que fue apacentador. En este caso hablo de eso. Cela y las cosas es un capítulo que podría ser todo un libro. Lo que se quiere significar, antes de que la memoria se me vuele mientras él muere, es que Cela era un genio del vivir y del escribir viviendo y del vivir escribiendo, y en esto es donde queda portentoso, aunque no lo hayan dicho nunca los críticos, que no suelen decir estas cosas.
Algunos ingleses saben que, en la historia de la cultura, siempre hay dos corrientes fluyendo: la corriente clásica y la corriente renovadora. Es decir la literatura tradicional y convencional, que es pensamiento sobre lo ya pensado, y la literatura vivida o por vivir, que es la que se improvisa cada día en cada creador. Ambas corrientes conviven pacíficamente en la sociedad, pero nosotros sabemos que el bando de los genios, de los inventores, de los reveladores, y hasta de los rebeladores con be, es el bando de los vividores improvisados que persiguen la musa de cada mañana, bien sea la criada que trae el café o el desnudo problemático de Picasso. Solemos decir que ya no hay revoluciones y es porque la revolución, en el arte, se está haciendo siempre. A eso lo llamamos vanguardia para quedarnos tranquilos, pero no es sino la única forma de vivir y crear al mismo tiempo, de crear la propia vida. Así vivió y escribió Camilo José Cela, asustando palabras como se asustan las palomas en el parque y sorprendiendo a los lectores con el fabulismo del vivir y la renovación de las palabras, de las imágenes, de las metáforas, de las cosas. Con todo esto quiero decir que Cela no era eso que se llama un escritor de ideas. Tenía cuatro ideas, pero muy claras y sensatas, muy bien distribuidas y que le sirvieron para manejarse toda su vida. Era el artista puro, el creador impuro, el que no se detiene a pensar las cosas sino que primero las hace y luego le da pereza pensarlas. Ahí queda eso. Los cínicos, los surrealistas, los paradójicos, Goya, Rimbaud, el citado Picasso, Pío Baroja, etc., trabajaron así. El otro caudal, el del clasicismo mansueto y el pensamiento lógico va dando sus complacientes frutos de postre, pero no era eso lo que quería el antiacadémico Cela, aunque persiguiese mucho la Academia. Por dentro o por fuera llevaba un inglés materno que le servía para disimular muy bien sus arrebatos interiores de hombre hecho de hallazgos, pero yo sabía que Cela se negaba a escribir novelas convencionales, con planteamiento, nudo y desenlace, porque lo suyo era la creación libérrima y el asustarse a sí mismo de lo que acababa de escribir. Por eso necesitaba fórmulas más libres, o sea la abolición de las fórmulas, para dar suelta a su escritura inspirada, gozosa de vivir, habitada por las cosas y caritativa con los hombres. Le conocí en 1965, cuando me lo presentó José García Nieto. En seguida me publicó tres libros y quería hacerme director de una revista. Calculaba a los hombres al primer golpe y nunca se equivocó. En futuro libro quizá me ocupe más de su vida que de su obra, y es porque de la obra ya está todo escrito, aunque mal, mientras que de la vida, de su vida, nadie sabe nada precisamente porque fue una vida tan pública. Cela servía para vivir más que para pensar y era fácil convencerle de cualquier cosa, aunque cabezón, porque pronto se cansaba de darle vueltas a las ideas. Así trabajan los verdaderos novelistas, con el caudal revuelto de la vida. Los otros, los que han hecho montañas mágicas de belén navideño, son los maestros de las ideas, pero siempre tienen por delante un filósofo que lo pensó todo antes que ellos y además les está matando la novela con tanto pensamiento. La vida es irracional o no es vida. El irracionalismo es la moral del verdadero poeta, ése que se finge prosista, y por eso el surrealismo fue la última llamarada de la verdadera creación. Las anteriores habían sido el Romanticismo y el Barroco. Todavía hace muy poco tiempo, Cela decía en una entrevista que leía y releía a Quevedo, el inagotable Quevedo, tan verdadero en la escritura creadora y tan falsario contra sí mismo en la escritura teórica. Cela es el último barroco de la prosa española, escribe mareado de ideas y de palabras, de imágenes y de ocurrencias. Ni los críticos ni los estudiosos ni los catedráticos ni nadie han sabido valorar el torrente existencial de Cela, exigiéndole en secreto una coherencia pedagógica que él no iba a asumir nunca y un modo de novela mansueta a lo Pepita Jiménez o a lo Sotileza de Pereda. En eso estaban las letras españolas cuando Cela empezó a escribir. Ahora ha terminado. El domingo dio en ABC su último artículo, aunque quizá salgan otros por ahí. La última vez que le vi fue en las votaciones del Premio Cervantes. Me pidió que defendiese verbalmente a nuestro candidato, Fernando Arrabal y después se limitó a decir: «Me adhiero casi con violencia a las agudas palabras de Francisco Umbral». En ese «casi con violencia» está el último rasgo de su estilo inconfundible y beligerante. Él me había hablado mucho de su vivir beligerante, que alternaba con un dandismo anglosajón y materno del que iba dejando rasgos por el aire de las grandes casas. Le invitaban y no sabían a quién invitaban. Era el amigo convencional de lo convencional, pero era el enemigo anticonvencionalista en cuanto desenroscaba la pluma y pensaba en una virgen o una víctima. |
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