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16 de enero del 2002 |
Que el ciego vuelva a ver, que el poeta te acompañe en el bolsillo
Paco Ignacio Taibo II
Al final de los años sesenta circulaba entre los jóvenes rebeldes una novela editada en Argentina de un hasta entonces desconocido escritor turco. Por más que lo intenté, no recuerdo su título pero sé que contaba las desventuras de un perseguido político, un comunista, que además de tenerse que esconder de la dictadura era mordido por un perro que al parecer tenía la rabia. Sin poder salir a vacunarse, el perseguido esperaba la cuenta fatal y repasaba su vida.
Para nuestra generación que andaba en las catacumbas del DF enfrentando la marea represiva del diazordacismo, organizando un sindicato independiente aquí y allá, alfabetizando en un barrio o dando forma a lo que sería más tarde el movimiento urbano, Nazim Hikmet se volvió uno de nuestros fieles compañeros. Poco más tarde aparecieron un par de antologías de poesía editadas en España. Los libros rolaban en aquellos años con una sorprendente rapidez. Pasábamos horas interminables en camiones de tercera, en esquinas a la espera de una reunión, en autobuses foráneos para asistir a una manifestación de los electricistas o colaborar en una de las tomas de los ferrocarrileros vallejistas, y leíamos como poseídos de una sensación de urgencia que ya nunca habría de abandonarnos. Si el Hikmet novelista nos había cautivado, el Hikmet poeta nos fascinaría, porque combatía uno de nuestros peores defectos: el tremendismo del marxismo neanderthal. Ofrecía mensajes diferentes: decía ''enviadme libros con finales felices/ que el avión pueda aterrizar sin novedad/ el médico salga sonriente del quirófano/ se abran los ojos del niño ciego,/ se salve el muchacho al que mandan fusilar,/ vuelvan las criaturas a encontrarse unas con las otras,/ y se den fiestas, se celebren bodas". Algunas de sus frases nos hacían sonreír, eran una especie de mensajes en el recetario de cocina de aquella revolución que se demostró imposible: ''¿Qué hora es? Las ocho. Y eso significa que tú, hasta esta noche, estás seguro, porque, según costumbre, la policía mientras es de día no da comienzo a los allanamientos." Hikmet nos acompañó en aquellos años duros, era parte de aquel bagaje político que nuestra generación tomó de la cultura, se encontraba junto a las novelas de Fast, las canciones de Dylan, las películas de Pontecorvo, Rossi, Elio Petri, Costa-Gavras, las crónicas de Mailer, los cuentos largos de Cortázar. Un material que había de amalgamarse con Los tres mosqueteros, Robin Hood, El conde de Montecristo, El diario de Ana Frank, en el paso del tiempo. Nos fascinaba de él, aquella escueta nota escrita en la solapa que informaba que de su vida había pasado 15 años en la cárcel y 16 en el exilio. Estábamos construyendo nuestra terquedad política, solíamos decir siguiendo a Gardel que 20 años no es nada y adoptábamos poco a poco una capacidad crítica para que las ilusiones no se volvieran borracheras (el mejor momento para la traición es la cruda). Por eso Hikmet, en su maravillosa terquedad, cuando decía: ''Ya las palabras no me embriagan, ni las ajenas, ni las mías", nos ayudaba. Cuando lo leíamos, no sabíamos que había muerto hacia unos pocos años, en el 63. No sabíamos que tenía libros de cuentos que nunca se tradujeron, que había escrito teatro y guiones de cine. Pero había frases, que sin acabar de entenderlas, nos iluminaron: ''Todos los días al amanecer, mi corazón muere fusilado en Grecia". Busco en los libreros sus antologías y su novela, quiero ver qué páginas he marcado, no las encuentro, debo haberlas prestado. |
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