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La insignia
11 de enero de 2001


El otro lado de la Luna


Sergio Ramírez


En julio pasado, en una librería de Dahlemdorf en los suburbios de Berlín, un barrio donde uno puede encontrar aún construcciones pintorescas del pasado alemán que la modernidad no ha destruido, como la estación del metro, por ejemplo, que parece una cabaña de los cuentos de Hansel y Gretel, compré Austerlitz, la novela entonces recién aparecida de E.G- Sebald, que no empecé a leer en Nicaragua sino en los días de Navidad, tras muchas idas y venidas.

A media lectura me llegó por atajos la noticia de su muerte, que no he visto anunciada en ningún periódico de mi entorno porque su fama comenzaba apenas a extenderse y seguía siendo bastante desconocido en América Latina, un genio literario para mí, sin embargo, que empezará a entrar, tarde o temprano, en la categoría de los clásicos, que son aquellos a quienes siempre debemos volver, según Italo Calvino, porque siempre tienen algo nuevo que enseñarnos.

Las escuetas noticias me dicen que fue víctima de un infarto mientras conducía por una carretera, con lo que perdió el control del vehículo que fue a estrellarse, una forma de morir que él mismo pudo haber imaginado para el personaje de esa su última novela, Jacques Austerlitz, huérfano de lo holocausto, porque una de las grandes virtudes de la escritura de Sebald fue su capacidad de enseñarnos lo insólito como una categoría más de lo ordinario, y poder ver en los acontecimientos triviales su trascendencia trágica.

Llegándome, pues, la noticia de su muerte mientras lo leía, he vivido esa extraña sensación del acto interrumpido de intimidad literaria entre quien lee de este lado, y quien ha escrito del otro, porque quien ha escrito lo que leemos ya no está más en este mundo de los vivos, que a Sebald le pareció siempre tan equívoco. La naturaleza de la lectura cambia entonces, porque quedamos ya separados por ese grueso vidrio que el mismo Sebald llamaría eternidad, o tal vez trascendencia, una simple ruptura de la lógica para entrar en las sombras de lo insólito, que es disolverse, y desaparecer mientras las palabras siguen vivas frente a nuestros ojos como las alhajas de un joyero que empieza a volverse antiguo.

Sebald nació en los Alpes bávaros en 1944, aunque la mayor parte de su vida la pasó en Inglaterra, como profesor de literatura europea en la Universidad de East Anglia, en Norwich, y había ganado no pocos premios literarios con sus libros anteriores, Los Emigrantes (1992), Los anillos de Saturno (1995), Vértigo (1999). Austerlitz se publicó recién en el 2001. De manera que es un escritor que empezó tardíamente su carrera literaria, casi a los cincuenta años, como fue también el caso de José Saramago, que lo hizo aún más tardíamente, una buena lección en ambos casos para aquellos que piensan que madurar una obra literaria con perseverancia es una pérdida de tiempo en esa carrera banal en busca del éxito. Contemporáneo, entre los escritores alemanes, de Patrick Süskind, que gozó del efímero éxito de El Perfume, y de Bernard Schlink, el celebrado autor de El Lector; y del inglés Julian Barnes, autor de El loro de Flaubert, que sigue siendo para mí su mejor libro, me parece que la comparación mejor respecto a Sebald, en cuanto a su excelencia, habrá que buscarla con la obra del sudafricano J.M. Coetzee, nacido en 1940, de estilo muy distinto, pero igualmente trascendente, basta la lectura de su última novela Desgracia para saberlo.

El término postmoderno aplicado al arte y la literatura me disgusta un tanto, porque no sé dónde empieza ni dónde termina. Pero en Sebald uno pude adivinar que la narración está concebido como toda una aventura experimental, que al mismo tiempo descansa sobre las sólidas bases de la investigación múltiple y exhaustiva. Para no dejar dudas, hace aparecer en las páginas de sus novelas fotografías que no son nunca gratuitas, lo que yo llamaría fotografías verbalizadas, porque vienen a ser parte del texto.

Ningún otro escritor de finales del siglo XX logró, como él, tramar en un solo tejido la autobiografía, escogiendo temas del variado registro de la historia familiar, como en Los Emigrantes, con la historia pública y sus personajes del pasado, la geografía, la astronomía, la arquitectura; y como en Austerlitz, capaz de enseñarnos que la civilización europea contemporánea, la que empieza a desarrollarse en el siglo XIX, llevaba ya en sí misma, aún en la majestuosidad de sus construcciones, el germen fatal de todos los horrores que la humanidad sufrió en el siglo XX, aún el holocausto, que viene a ser el fruto oscuro de toda la parafernalia del progreso.

Pero, desde lo insólito, Sebald construye esa armazón perdurable hecha de los acontecimientos trascendentes de la vida pública, y a la vez de la minucia cotidiana de las vidas privadas. Y hay en sus novelas todo un catálogo de objetos que nos parecen banales, una imaginería que representa, sin embargo, la pretensión de trascendencia del ser, su huella, aunque tantas veces esfímera, por ese camino que se abre entre dos abismos insondables, el olvido y la muerte.

Así logra darnos la visión de una realidad paralela en la escritura, que nos asombra y nos seduce porque de alguna manera sabemos que está mirando desde el otro lado de la luna, es decir, mirando desde un ángulo diferente eso que solemos llamar realidad, y que no es sino una mezcla de percepciones unas veces intuitivas, o caprichosas, viendo lo que queremos ver, o lo que suponemos ver, y siempre teñidas por la equívoca memoria y por el color distante de los sueños.

Walter Benjamin decía que hay obras maestras escritas en serie con la mano derecha, y son aquellas que no son imprescindibles; pero que, sin embargo, las obras maestras escritas con la zurda son las de excepción, las que siempre van a hacernos falta, como las que Enrique Vila-Matas enlista en su estupenda novela Barteleby y Compañía. Escritas con la mano zurda, desde el otro lado de la luna.


Masatepe, enero 2002.



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