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La insignia
9 de enero de 2002


El año de la victoria


José Marzo


«Cambia totalmente la cara al escurrirse las mejillas y hundirse los ojos, mientras se acentúan considerablemente pómulos, frente y barbilla. Adelgazan paralelamente brazos, piernas, hombros y pecho, mientras va hinchándose la barriga. Los omóplatos forman una joroba en la espalda, y los huesos de la clavícula, afilados como cuchillos, parecen a punto de agujerear la piel. Se inflaman y duelen las articulaciones; las fuerzas disminuyen de hora en hora; cuesta trabajo permanecer de pie, y cuando caminamos, lo hacemos encorvados, porque enderezarnos por completo exige un verdadero esfuerzo...»
-Eduardo de Guzmán, El año de la victoria. VOSA, Madrid, 2001-


Quizás alguien, dentro de cien años, tome este libro de un estante y, al ojear sus páginas y sumergirse en estas escenas de crueldad innecesaria y absurda, de sistemática vejación de quien ya no puede defenderse, lo asocie con el genocidio nazi y sus campos de exterminio, de los que recuerde haber leído algo en un libro de texto. La historia suele reservar los subrayados para los acontecimientos cruciales, pero esta historia, la pequeña historia de varias decenas de miles de españoles republicanos recluidos en un campo de concentración en tierras alicantinas, sólo contribuiría a que el estudiante perdiera el hilo principal.

Eduardo de Guzmán fue periodista antes de la guerra civil y durante ella; un periodista importante, de filiación anarquista. Y si damos crédito a lo que un personaje afirma en el Año de la victoria, él acuñó el lema "Resistir es vencer", que se popularizó durante el mandato del socialista Juan Negrín, jefe del gobierno los dos últimos años de la contienda. Sabedora de la falta de apoyos internacionales y de su inferioridad militar, la república sólo podía jugar la carta de la resistencia, a la espera de que estallara la inminente guerra mundial y las indecisas potencias democráticas europeas se convirtieran en aliadas.

La historia, la de la guerra civil española que anunciaba la segunda guerra mundial, concluyó en marzo de 1939, y desde entonces la otra historia, la pequeña historia de quienes se dirigieron al puerto republicano de Alicante y esperaron los barcos en vano, se desvanece. Eduardo de Guzmán tuvo que esperar más de treinta años para publicar el testimonio de su cautiverio. No bastaron para borrar su memoria, pero sí, quizá, para templar su pensamiento. Ni un exabrupto ni un insulto en el libro de quien se podía haber permitido todos los exabruptos y todos los insultos. El relato fluye siempre seco y narra los acontecimientos con gran distancia. Dibuja meticulosamente, sin tinta gruesa, las condiciones de subsistencia de los presos, los pensamientos colectivos de quienes aún avivaban un poco de esperanza, sus sentimientos. Pero, por encima de todo, guarda silencio.

Pocas veces he encontrado, en un libro de no ficción, tal empleo de los silencios, de lo que se calla. Si las penalidades que los presos sufren son terribles, constantes y agotadoras hasta el extremo de ir acabando con la vida de muchos, lo que al lector le impactará es lo que no se cuenta y sólo presiente. Es la vida de fuera, de más allá de las alambradas, que los presos conocen, o creen conocer, por un trozo de periódico, por un rumor que alguien ha escuchado o simplemente ha fabulado: "Nada tienen que temer quienes no tengan las manos manchadas de sangre", prometían las autoridades franquistas.

¿Qué ocurrió en Villarrobledo tras el fin de la guerra? "Parece que las gentes han dado rienda suelta a los malos instintos, a los rencores y a los deseos de venganza", explica De Guzmán, que a continuación vuelve a guardar silencio y no contribuye a difundir el rumor, porque "resulta demasiado duro para ­pese a la dureza de nuestra existencia cotidiana­ poderlo creer sin pruebas indudables que lo certifiquen". Como guarda silencio en las primeras líneas, cuando por pudor no nos muestra el suicidio en el puerto de tantos que han perdido la esperanza, y en las últimas, cuando es él mismo quien definitivamente la pierde.

Ni una palabra de más, sólo las justas para testimoniar la verdad y legárnosla como un regalo doloroso y necesario.



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