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6 de enero de 2002 |
Harry Potter contra el mundo visual* Rocío Silva Santisteban
"¿Y te gustó la película?" pregunto. "Sí, pero... nada que ver con el libro. El libro es mejor..." me contesta y yo absorta. Tras años de lucha contra la televisión como niñera de mi hija, constato por mí misma que esta niña ha descubierto esa extraña belleza de la literatura que no se puede trasladar a cualquier otro formato. El milagro de esta nueva fe en la palabra escrita tiene un nombre: Harry Potter.
Como una clásica hija de madre poeta-asistente-a-recitales-de-poesía, mi hija Sol odia la poesía. Debe de haber escuchado ("como quien oye llover, ni atenta ni distraída" como dijo alguna vez Octavio Paz) cincuentaitantos recitales en su corta existencia: odio por saturación. Este desprecio por el género también se trasladó a toda clase de libro de ficción, y sobre todo, a las novelas ("uy no, qué largas"). Intenté que leyera el "Diario de Anna Frank"; fuimos a la exposición que se presentó en el Museo de la Nación de Lima sobre Anna, nos estremecimos ante las fotos de los campos de concentración y lo único que logré fue que avanzará apenas tres páginas y que se convirtiera en una espectadora fanática de decenas de películas sobre el holocausto. Luego le pasé casi todos los libros de cuentos para niños que escriben mis amigos; los leía con displicencia, con pocas excepciones, así que se convirtió en una crítica implacable: simplemente cerraba con desgano las tapas de colorinches para no volverlas a abrir nunca más. Hasta que llegó Potter. Al principio apenas quiso pasar la mano sobre las solapas verde agua del tomo uno y tuve que leerle en voz alta las primeras páginas durante tres noches seguidas. La cuarta, haciéndome la cansada, no terminé el cuarto capítulo y dejé el libro sobre el velador. El truco resultó y desde ese momento no ha cesado de leer a J.K. Rowling (o al pool de escritores que se esconden bajo ese nombre, según sospecho). En realidad esta niña que consumía a más no poder nintendos, play-station, game-boys y animes japoneses, así como todo tipo de dibujos animados, incluyendo South Park, no puede desprenderse de esta historia en su versión estrictamente literaria. Descubrió un mundo que está más allá de las imágenes concretas y del pensamiento visual: el mundo de lo que uno imagina a partir de signos abstractos. Además ha palpado la importancia del idioma como espacio de identidad a partir de la saga de este cuatrojos, su único compañero durante los primeros meses de este exilio académico en el que nos hemos embarcado. Ahora ha pasado a leer los tres tomos de "El señor de los anillos" de JRR Tolkien. Una lectura mayor, digamos. ¿Pero qué tiene Harry? ¿por qué aficiona de esa manera a los lectores "talla small"? No lo sé pero aventuro una hipótesis vinculada con dos aspectos del texto: el contenido y la expresión. El mito del "ceniciento", que en realidad es un mago famoso, engancha irremediablemente, sobre todo, si además presenta un mundo cargado de símbolos y claves con su propia terminología. El outsider Harry "regresa" a donde le corresponde y además tiene éxito entre sus pares. Pero por otro lado, Rowling (o su pool) organizan la ficción con enganches telenovelescos entre capítulo y capítulo: imposible no mantenerse en suspenso. No sé si sea un libro demoníaco o basura literaria, pero logró algo imposible: la adición por las novelas en una niña de once años inserta en un mundo de adoradores de lo visual. (*) También publicado en El Comercio. Perú. |
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