Portada | Directorio | Debates | Buscador | Redacción | Correo |
5 de enero de 2001 |
El Señor de los Anillos «Para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro»
Rosalba Oxandabarat
"Este libro es como un relámpago en un cielo claro. Decir que la novela heroica, espléndida, elocuente y desinhibida, ha retornado de pronto en una época de un antirromanticismo casi patológico, sería inadecuado. Para quienes vivimos en esa extraña época, el retorno -y el alivio que nos trae- es sin duda lo más importante. Pero para la historia misma de la novela -una historia que se remonta a la Odisea y a antes de la Odisea- no es un retorno, sino un paso adelante o una revolución: la conquista de un territorio nuevo" (en contratapa de la edición de Minotauro, 1991).
Esto escribió C S Lewis, a propósito de El Señor de los Anillos, en 1954. El antirromanticismo de aquellos años cincuenta parece una miniatura comparado con el que ha venido creciendo sin cesar desde entonces, abonado por sucesivos desencantos. También creció sin pausa la convocatoria de J R R Tolkien (Sudáfrica, 1892), autor de culto para lectores múltiples (50 millones de ejemplares en varias lenguas vendió la novela), pero especialmente para esa misteriosa franja juvenil, cuya atención suele resultar tan esquiva para otros escritores. El atractivo mantenido de la novela de Tolkien, esa extraña sugestión que sumerge al lector en más de 1.500 páginas -entre los tres tomos de la saga propiamente dicha, sin contar el inaugural El Hobbit- repletas de complicados nombres que no sólo atañen a los seres vivos sino a las montañas, ciudades, árboles, ríos, bosques y hasta objetos, de portentosas, permanentes y variadas descripciones geográficas, de genealogías de razas, príncipes y reinos diversos, de historias antiguas y contemporáneas a la acción, anudadas con ella misma, tendría quizás que ver con algo de ese alivio que menciona Lewis. O, con menos eufemismo, con el placer, en tiempos de minimismo, historias particulares, acentos cotidianos y antihéroes varios, de sentir el sabor áspero, abarcador y aterrador de los Grandes Relatos. Entrar en el mundo de El Señor de los Anillos, el mundo alucinante creado por ese profesor de Oxford que conocía en profundidad la mitología de los pueblos anglosajones -y el sonido de cuyo apellido bien podría ser el de algunas de las variadas especies vivas que inventó-, demanda, sin duda, una considerable paciencia por parte del lector. éste debe ser capaz de detenerse en las minuciosas descripciones geográficas de bosques, cascadas, abismos, laberintos subterráneos, ríos oscuros, lagos resplandecientes, árboles de aspecto y personalidad -los árboles, con Tolkien, viven y sienten- tan distintos entre sí como pueden serlo no sólo los hombres sino también las diferentes clases de seres que allí habitan: malignos, celestiales, benéficos, malhumorados, divertidos, excéntricos, desconfiados... Debe también ser capaz de no enredarse con las genealogías de estos seres, afectos las más de las veces a nombrarse a sí mismos o a los otros a la manera altisonante de la mitología clásica: "Frodo, hijo de Drogo", "Aragorn, hijo de Arathorn", "Elendil el Alto y sus poderosos hijos, Isildur y Anárion (...)", genealogías ligadas a historias antiguas que explican y preceden, como en una saga interminable, el estado de guerra entre el mal y hombres de distintos reinos, los elfos, los enanos y un puñado de desprevenidos hobbits, todos aquellos que aún conservan el orgullo o el aprecio por la libertad. Debe (el lector) no marearse con los meandros de esas historias y los nombres cambiantes que tanto sus protagonistas como los lugares que habitan o habitaron o recorrieron, tienen. Leer El Señor de los Anillos demanda, entonces, cierta dosis de esfuerzo para retener estas hebras de sabor mitológico y lograr mantener su meticuloso hilado. Pero, como los pequeños hobbits que para cumplir con su peligroso cometido cuentan durante su larguísimo trayecto con ayudas milagrosas e inesperadas, el lector que introduce su mirada en el enmarañado bosque de las leyendas de Tolkien será amparado -o empujado- a proseguir por las potentes fuerzas sembradas en el relato. "EL ENEMIGO SIN NOMBRE HA APARECIDO OTRA VEZ..." El primero y más efectivo: la inquietante sensación de miedo. Los relatos "de miedo" tienen, desde los albores de la humanidad, una atracción infalible. Como en todo efectivo relato de terror, el mal es aquí intuido, oído, contado, antes que visto: "Algunos dijeron que se lo podía ver, como un gran jinete negro, una sombra oscura bajo la luna". Esa sombra oscura se extiende, ominosa, durante las interminables aventuras de los hobbits y sus acompañantes, la Comunidad cuya misión es destruir el poder de Sauron, el mal vigilante desde su reino de Mordor. Son los estremecedores cascos de los espectrales Jinetes Negros que se escuchan en la noche, o el grosero aullido de los brutales orcos, o las aguas envenenadas de un torrente, o la sombra de una bandada de pájaros espías de Sauron que cubre momentáneamente el más seráfico de los cielos azules. No importa que los héroes estén amparados en el Rivendel, el luminoso mundo de los elfos, bajo la protección de Elrond y de la Dama Galadriel, o que reposen en una cálida posada humeante de tabaco y cerveza: Sauron y sus inesperados emisarios parecen contaminar toda armonía con la intuición de su presencia. El suspenso por lo que acecha a los héroes pone tensos los nervios del lector, como una historia de fantasmas en una noche en el campo. Y como en todo gran relato de lucha entre el bien y el mal, ninguno de los dos tiene los límites perfectamente definidos. Los luchadores pueden pasarse a uno u otro bando, como Saruman, el sabio que supo presidir otrora la resistencia a Sauron, como el noble guerrero Boromir y como cualquiera que tenga la tentación del Anillo en sus manos o cerca de ellas, como los mismos hobbits, Bilbo primero y Frodo después, a pesar de ser miembros de una raza pragmática, sensata y apegada a placeres terrenales e inofensivos. El mal es efectivo y peligroso porque puede introducirse en el corazón de cualquiera: no hay antídotos, y como el miserable Gollum, que odiaba y amaba al Anillo "como se odiaba y amaba a sí mismo", nadie está libre de la seducción del mal, que es la seducción del poder. Otro recurso habilidosamente manejado por el narrador para tensar su historia: los contrastes entre fines y medios, la meticulosa materialidad regada entre tantos elementos mágicos y huidizos. No por nada los "elegidos" para deshacerse del Anillo, entre tantos seres de larga estirpe brujeril y/o guerrera, son aquellos que no tienen nada de lo uno ni de lo otro. Antiheroicos por definición y vocación, esos pequeños hobbits, tan poco importantes que pocos saben de ellos fuera de los límites de su Comarca, tan ordenados que "les encanta tener libros colmados de cosas que ya saben, expuestas sin contradicciones y honradamente", tan prudentes que su primera morada fue bajo la tierra, y tan afectos a la buena comida, la buena cerveza, el tabaco y las bromas mutuas (diríase, un retrato idealizado de la clase media inglesa de los tiempos de Tolkien), deben enfrentar sus aventuras desde su espíritu medroso y su gusto por las comodidades. Hombres "medios", elegidos contra su voluntad para fungir de héroes, que son sometidos, por ser como son, no sólo a todos los peligros sino a todos los descubrimientos. Para derrotar al mal deben descubrir la aturdidora complejidad del mundo. Conminados inexorablemente a dejar su próspera y confortable Comarca -en un viaje que es casi el paradigma del viaje iniciático-, deben padecer el frío, el hambre, las caminatas agotadoras y las acrobacias más suicidas, simplemente porque el mal existe y crece, y no hay ignorancia posible: "Otros moraron aquí antes que los hobbits existieran y otros morarán cuando los hobbits ya no existan. A vuestro alrededor se extiende el ancho mundo. Podéis encerraros, pero no lo mantendréis siempre afuera". Pocas frases tan sencillas y contundentes como ésta, que evade largamente los fines aparentemente escapistas de una historia de aventuras, sobre la imposibilidad del encierro confortable frente a un mundo convulsionado. Tolkien escribió sus leyendas desde 1938, coincidiendo con los avatares de la Segunda Guerra Mundial. Leídas desde este 2001 que acabó, estas palabras tienen un escalofriante sonido a premonición. "LA SOMBRA TOMA UNA NUEVA FORMA..." La frase resume en buena medida, además, una sensación que recorre las largas páginas de El Señor de los Anillos, y que le da a la novela un ambiguo sabor de cosa inacabada: la sensación de perpetuo discurrir, de sucesión de tiempos y culturas, y a la vez la de que nada termina más que por un breve paréntesis. Permanentemente, salta en alguna canción -a cuyo cultivo son aficionados todos los personajes- la historia de reinos olvidados, de tiempos antiguos que se rememoran con nostalgia, pérdidas y aun premoniciones de pérdidas a las que ni siquiera seres de magia poderosa como los elfos pueden escapar. Los reinos y sus habitantes perecen, dejando o no prueba material de su gloria y hazañas, y a veces con la certeza de que, en algún tiempo por venir, hasta su recuerdo será borrado de la memoria de los hombres. Pero aun con la conciencia de esa vulnerabilidad la pelea contra el mal debe continuar. De ahí que el heroísmo, el suspenso o el encantamiento convivan durante toda la saga con un clima a la vez de melancolía y de inevitabilidad. Cada uno de esos portentosos paisajes -y hay que ver el placer que emerge de sus descripciones, casi, diríase, fragantes de pasto y lluvia- puede ser mañana, como otras tierras, arrasado por las sombras, porque "Siempre después de una derrota y una tregua, la Sombra toma una nueva forma y crece otra vez". La saga culmina, claro está, pero con extraño escepticismo; no es el bien lo que puede derrotar al mal, sino que éste sólo puede aniquilarse con sus propias fuerzas, que pueden volverse antagónicas. Pero todas las páginas de El Señor de los Anillos, además de su paciente encantamiento, están sembradas de una inquietud que salta en nuevas lecturas a través de los tiempos y en sucesivas generaciones. Nunca se olvida que "Los años traerán lo que habrán de traer. (...) Los días se ensombrecen, y muchos males se avecinan".
Cuando llega al cine: Misión cumplida. Al final de un año turbulento y problemático, no sólo por su culpa, aunque sí un poco, Hollywood puede, al fin, descansar en paz y contar sus ganancias. La primera parte* de la ya íntegramente filmada aunque aún no montada trilogía El señor de los anillos ha debutado con éxito en Estados Unidos y otros países. El operativo de marketing ha sido un éxito. Por lo que consta en las páginas de Internet, la película, mayoritariamente, gusta. Las críticas han sido, en general, favorables. Harry Potter -otra primera parte- ha sido desbancada de su breve reinado en el reino de las fantasías y en el reino del cine, que es otra fantasía. Star Wars -cuyo plan inicial también constaba de una trilogía- ha sido guardada en el baúl de los recuerdos y de los antecedentes útiles y lustrosos. Por lo demás, este estreno "massmediático" viene bendecido por los restos de la cultura hippie, por la actual contracultura y por la nueva Academia. Y, ratificando la probidad de la mancomunada hermandad entre arte y espectáculo, la película parece buena. De un modo extraño, lo es. Lo de extraño merece una explicación. La larga novela de Tolkien es el fruto, entre otras cosas, del debate semántico de una larga serie de tensiones ideológicas, filosóficas, metafísicas y narrativas acumuladas por una sola persona con muchas ideas. La película, dirigida por un solo señor, el neozelandés Peter Jackson, pero realizada por un vasto ejército de técnicos, artesanos, actores y productores comandados por dos productores ejecutivos, los hermanos Bob y Harvey Weinstein, es el fruto del esfuerzo de muchas personas con algunas ideas puestas al servicio de un objetivo primario y otro objetivo ulterior: el de atrapar y cautivar a la audiencia, primero, para ganar dinero, después. En pos de esos objetivos, Peter, Bob, Harvey y los demás bifurcaron su interés en la novela en dos vertientes temáticas aparentemente contradictorias entre sí. Una, volcada a la acumulación de batallas, guerras, aventuras y torneos físicos de variado tenor concebidos a partir (o en función) de un arsenal de efectos especiales; la otra, centrada en una reflexión sobre el poder, su maledicencia intrínseca, sus límites, su capacidad de transformación. Como si Indiana Jones se cruzara con Nietzsche, como si alguna novela de Conrad se hubiera trasladado a un ámbito más directamente onírico -ya hubo una Apocalypse Now, y fue una obra maestra "imposible"-, como si Disney creciera de golpe -viene a cuento recordar que los productores ganaron fama y fortuna trabajando para esa empresa-, El señor de los anillos podría tratar de unir y contemporizar lo que Dios y el mundo del espectáculo han separado para siempre. Nunca lo hace. Cada diez minutos de inusitada violencia y esplendorosa fantasía surge una frase, un detalle, una imagen donde el espectador es invitado a reflexionar junto a los personajes cosas como: "el poder se agota en sí mismo", "los poderosos siempre se autodestruyen", mientras unos personajes podrían estar representando a los nazis y otros a las razas superiores y/o inferiores (recuérdese las cirunstancias históricas que rodearon a Tolkien). Pero después de cinco minutos de filosofía, la película pega una vuelta a un nuevo corte de cabezas o a algún héroe colgado de una liana acechado por serpientes aladas. Curiosamente, no hay un solo instante de estas tres horas de (buen) cine en que ambas vertientes -póngale cada uno el nombre que quiera: la adulta y la infantil, la aventuresca y la filosófica, la autoconsciente y la ingenua, la fantasiosa y la alegórica, la épica y la intimista- corran en la misma dirección. De esa tensión -o, más bien, de esa falta de tensión- surge un híbrido que no dejará plenamente satisfecho a nadie y fascinados a todos. Se sabe que no resulta estéticamente sencillo integrar una reflexión sobre el poder a guerras multitudinarias y relucientes y a una fantasía desatada y ajena a ciertos parámetros "humanos". Fue ése uno de los tantos desafíos de Shakespeare y de su mejor adaptador cinematográfico, el japonés Akira Kurosawa. El Señor de los Anillos no es El Rey Lear ni es Ran. Seguro que va a recaudar cincuenta veces más. UNA PRODUCCIÓN MUY PULIDA Expuestos estos límites, cabe reconocer, entonces, el suceso artístico del producto. Como lo primero es lo primero, consígnese que, contrariamente a lo que ha sucedido con las adaptaciones cinematográficas recientes de varias fantasías heroicas (la Duna de David Lynch o un Señor de los Anillos anterior dirigido por Ralph Bakshi), la historia desarrollada en este primer capítulo es inteligible, interesante, plena de suspenso; además, está poblada por personajes con motivaciones muy humanas, y, por ende, compartibles. El héroe adolescente (Elijah Wood) es un idealista que deberá irrumpir, impoluto, por todas las "fases" del poder que le exija un destino en el que no tiene otra voz que su determinación. Tendrá apoyos humanos (Cate Blanchett como una reina piadosa; Viggo Mortensen como el fiel escudero, Ian Holm como el anciano que le lega el famoso anillo), comunitarios (una primitiva y maravillosa cofradía de enanos) y mágicos (el sabio bueno que representa Ian McKellen). Tendrá enemigos fantásticos y sobrenaturales por doquier, todos ellos astutamente comandados por un Christopher Lee ambicioso y pusilánime. Tendrá un sinfín de puertas a atravesar, pruebas a vencer, dudas a sobrellevar y peligros a sortear. Tendrá que luchar consigo mismo y con todos los elementos, tal como lo hicieron sus antepasados y lo harán sus descendientes. La noción de continuidad histórica -o, dicho de otro modo: la inevitabilidad de la aventura- es tan cara a toda intriga que se precie como la lucha entre el bien y el mal. Lo supo el escritor Tolkien y lo sabe el director Jackson. Por el otro lado -ya se dijo: por carril aparte- se cuela, aquí y allá, una vasta serie de apreciaciones sobre el poder, todas ellas a tono con ciertas preocupaciones en general y con la época en que vivió Tolkien en particular. La búsqueda de un ideal de belleza, la inevitable corrupción aparejada por el poder, los delirios de la ambición humana, el carácter incomprensible de los fenómenos de la naturaleza y el desafío a las fuerzas del absoluto se entrelazan con una ambigüedad que parece desmentir tanto las lecturas reduccionistas como las interpretaciones prescindentes. Para Tolkien y Jackson la tragedia de la autodestrucción es inherente a la conducta humana y está implícita en cualquier lectura que se haga a partir del marco de época original. Es llamativo que la película puede interpretarse, a la luz de los cincuenta y pico de años pasados desde Hitler hasta hoy, y a la luz de la libertad que otorga la fábula, como una explicación, una alegoría o una feroz crítica al nazismo. De lo que no cabe duda es que el fenómeno sigue en pie, fascinante y trágico. Vayan, como postscriptum, el correspondiente reconocimiento a Howard Shore por su barroca música incidental y a Ian McKellen por su irónica interpretación de un mago con visos de grandeza. |
|
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción |