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5 de enero de 2001 |
El maestro de Tarca
Me parece que habrá sido en compañía de Edwin Yllescas que entré por primera vez en alguna fecha de mayo de 1960 al santuario de Pablo Antonio Cuadra en el diario La Prensa, que alzaba su fachada mixta en la calle del Triunfo -chalet art-decó de familia acomodada por la esquina, y un cubo de celosías de concreto en ángulo decreciente al lado-, adentro barullo de periodistas dando portazos por los pasillos y el ronroneo de los aparatos de aire acondicionado trabajando a marcha forzada en la sala de redacción, una estrecha vecindad de reporteros de nota roja, periodistas deportivos, cronistas parlamentarios, codo con codo en los escritorios atiborrados de legajos, y las máquinas Underwood tecleando incansables en contrapunto a las máquinas de telex.
Pablo Antonio, sin pared que lo separara de nadie, vestido siempre con una impecable guayabera de mangas largas, trabajaba con esmero en un rincón cercano a la celosía de cemento por cuyos intersticios subía el ruido infernal del tráfico y las voces de los vendedores callejeros, al lado de su escritorio un diván capaz de acomodar quizás a cuatro personas, donde iban recalando a lo largo del día laboral toda clase de visitantes literarios, con lo que se daba una continua tertulia en la que Pablo Antonio participaba sin dejar lo que estaba haciendo, corrigiendo pruebas, tecleando con parsimonia en su máquina, marcando textos con un lápiz de doble cabo, rojo y azul, tertulias a las que se asomaba no pocas veces Pedro Joaquín Chamorro, y entonces las voces comenzaban a subir de tono porque también se discutía de política, hermana siamesa de la literatura en la Nicaragua de los Somoza. Pero los más de los visitantes siempre llevaban algo en la mano, un poema que publicar, un dibujo, un cuento para La Prensa Literaria. Un libro, una revista. Yo le llevaba a Pablo Antonio esa vez el primer número de la revista Ventana que recién había aparecido en León, y fue entonces que lo conocí, con lo que quedé, al comienzo de lo que era mi carrera literaria, bajo dos magisterios que no eran antagónicos, pero sí diferentes, el suyo, y el de Mariano Fiallos Gil en la universidad en León, una suerte inmensa para un principiante. Y a partir de entonces, cuando se abrieron los fuegos cruzados entre el Frente Ventana y el grupo de la Generación Traicionada que el propio Edwin Yllescas encabezaba, manifiestos y antimanifiestos, los campos de batalla para aquel debate generacional fueron tanto nuestra revista Ventana como la Prensa Literaria. Como escritor principiante lo primero que aprendí de Pablo Antonio fue el rigor. Cuando uno le llevaba un poema, o un cuento, tenía que esperar por su severo juicio expresado en el hecho de que ese poema o ese cuento fuera o no publicado en La Prensa Literaria. Era una manera de formar escritores no haciéndoles concesiones, como no las hizo en su antología de poesía joven de Nicaragua, a la que dedicó un número completo de El Pez y la Serpiente, la otra publicación que dirigía y en la que las reglas selectivas eran todavía más severas. La literatura era importante entre nosotros y no llegábamos a aquel santuario como aficionados, sino en busca de una devoción de toda la vida. La autoridad de Pablo Antonio frente a mi generación, la de los años sesenta, provenía no simplemente de que dirigiera las publicaciones literarias más importantes del país, aunque el merecimiento de aparecer en ellas fuera para nosotros de vida o muerte, sino de que, ante nuestros ojos, era el poeta en singular, a quien yo admiraba, sobre todo, desde la aparición de El jaguar y la luna, y un poeta de magisterio, que expresaba en su propia obra la modernidad, no sólo de la poesía nicaragüense, vista como un proceso continuo, sino de nuestra cultura toda. El gran legado de Pablo Antonio a esa cultura, es precisamente la búsqueda permanente de nuestra identidad en sus raíces populares y en los elementos tan variados del mestizaje. A través de la imaginería de sus poemas hizo trascender el término vernáculo, desde su páramo doméstico, a una dimensión universal. En ellos podemos leer lo nicaragüense lejos de cualquier color local, bajo una luz artística que se vale por sí misma, y se abre por sí misma, sin separarse de esas hondas raíces que están siempre bajando a lo profundo de la tierra solar. Yo siempre me quedaré prefiriendo aquella poesía de Pablo Antonio que desde Cantos de Cifar y del Mar Dulce explora toda una vena narrativa, e igual que el viejo Homero, nos cuenta historias que tienen que ver con nuestra geografía de lágrimas, con nuestro pasado de montoneras y heroísmos olvidados, y con el acontecer siempre sorprendente de la realidad. Un doble acierto, el de engarzar las palabras como lo haría un orfebre, y el de conmover narrando con precisión, sin desperdiciar nada de esas mismas palabras, perfección en el lenguaje que ya venía desde El Jaguar y la luna. Anoche, apenas supe la noticia de su muerte, repasé los canales de televisión pensando que en todos habría imágenes suyas, pero sólo en uno pasaban un viejo documental en el que, en ocasión de presentar su exposición de tapices en el Teatro Rubén Darío, leía un poema que yo no conocía. Habla de sus dos pies, el derecho, que le sirvió para subir sin tantos ánimos las gradas alfombradas de los palacios, y el izquierdo, para bajar al pueblo, y a su dolor y su humildad. Como muchos de los suyos, es un poema en el que nada sobra, y al oírlo hablar alternadamente de sus dos pies, con oficios diferentes, uno no puede dejar de pensar en las dos alas de un cormorán que vuela contra el viento sin perder nunca el equilibrio. Y en esto consiste en fin de cuentas el arte, como ya enseñaba a Rubén, en la armonía insondable de la forma. Llegué a su santuario de La Prensa, como tantos de mi generación, a finales de la mitad del siglo XX, el siglo nuestro que ya nunca volverá. Era un escritor que empezaba, y no sabía todavía cuándo habría de aprender de su magisterio callado. Ahora, al hacer mis cuentas, las hallo crecidas. Rigor, amor por la perfección, ser siempre implacable con uno mismo. Son reglas simples, y tan difíciles, que un escritor que empieza nunca debe despreciar, para su propio provecho. Y sobre todo, el ejemplo de su trabajo de escritor por encima de cualquier otra cosa, la poesía como la corona de la vida, el desprecio por cualquier otro oficio aunque pudiera serle menos penoso y más lucrativo. Con lo que también debemos reconocerlo, a la hora de su muerte, como alguien que no vivió para los equívocos oropeles de la gloria mundana. La gloria, que siempre es tan diferente de lo que se piensa, y que consiste, nada más, en que alguien recuerde de memoria, muchos años después, una línea de un poema cualquiera de un poeta hace tiempo vuelto al polvo, según la regla del viejo Ronsard. Ésa, no me cabe duda, será su gloria, la verdadera. Managua, enero 2002. |
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