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La insignia
23 de diciembre del 2002


La increíble y triste historia de América Latina
y su perversa deuda externa (I)*


__SUPLEMENTOS__
Londres + 50

Alberto Acosta (1)
La Insignia. Ecuador, diciembre del 2002.


"Y las letanías de las instrucciones de la abuela a Eréndira para poner en orden la carpa: hervir la infusión del agua, lavar la muda sucia de los indios para tener algo más que descontarles, planchar toda la ropa para dormir con la conciencia tranquila, dormir despacio para no cansarse, poner su alimento al avestruz, prender las velas y regar las tumbas, son muy parecidas -en circunstancias diferentes- a la retahila del Fondo Monetario Internacional para poner en orden la economía: suprimir el déficit fiscal, rebajar los salarios reales y disminuir las importaciones, para tener algo más que descontar; aumentar las exportaciones para poder pagar más a los bancos acreedores; crecer despacio para no cansarse y, sobre todo, pagar toda la deuda para dormir con la conciencia tranquila".
-Alfredo Eric Calcagno, 1988-


Antes de adentrarnos en una breve lectura de la historia de la deuda externa de América Latina, reconozcamos que esta deuda es, en todo momento, la expresión más visible de una evolución que va mucho más allá del simple campo financiero y aún económico. Por eso no cabe afirmar simplemente que la deuda externa y su manejo hayan ocasionado las repetidas crisis económicas en la región. La deuda en sí es otra manifestación de las crisis del propio sistema capitalista. Y como tal se sucede cíclicamente, con una serie de elementos nuevos y otros que ya se repitieron en épocas anteriores: a mediados de la década de los 20, a principios de los años 70 o en los años 90 durante el siglo XIX; o durante la famosa depresión de los años 30 o en los años 80 y 90 ya en el siglo XX. Epocas en las cuales la deuda no simplemente fue un problema financiero, sino que desempeñó un papel importante como palanca para imponer la voluntad de los países acreedores sobre los deudores. Imposición que revistió diversos caracteres, inclusive violentos.

En este proceso incidieron las inapropiadas y en ocasiones corruptas prácticas bancarias en su relación con los deudores, a más, por supuesto, del irresponsable uso que muchas veces hicieron éstos de los créditos contratados. El mercado financiero mostró, por igual, un comportamiento pendular y hasta procíclico: los préstamos abundantes y hasta precipitados se daban en función de los excesos de fondos y, luego, cuando vislumbraban dificultades, se procedía a recortar los créditos de una manera drástica. En este contexto hay que ubicar estos flujos y reflujos de recursos financieros con las fluctuaciones de los precios de los productos primarios, que constituyen el grueso de las exportaciones de América Latina. Y aquí también cabe las rígidas políticas proteccionistas de los países acreedores, que afectaron las exportaciones de los deudores.

Vistas así las cosas, los problemas derivados de la deuda externa, subsistentes en los albores del siglo XXI, no son nuevos en la historia latinoamericana. Desde los primeros empréstitos extranjeros, contratados a principios del siglo XIX, hasta la actual deuda, las economías de la región han atravesado por una serie de períodos recurrentes de auge y crisis, estrechamente vinculados a los ciclos de las economías capitalistas centrales. Este proceso, que fue cobrando fuerza en la medida que se consolidaba y difundía el sistema capitalista y la integración sumisa de la región al comercio mundial, afianzó la dependencia de las economías latinoamericanas.

Sin embargo, esta relación con el mercado internacional no tuvo siempre las mismas repercusiones en todas las economías de la región. Su impacto varió en función de la significación de cada país en la división internacional del trabajo; esta apreciación es importante para comprender las diversas situaciones registradas en cada uno de los países de la región, diversidad que no aflora en toda su riqueza en estas líneas por las limitaciones de espacio impuestas a un trabajo de esta naturaleza.


El elevado costo de la independencia

Para lograr su Independencia de España, los pueblos latinoamericanos requerían de armamento, equipos, uniformes y muchos otros pertrechos bélicos que debían adquirir en el exterior. Estas compras se realizaron con préstamos contratados en Europa desde la primera década del siglo XIX, habida cuenta de que no se consiguió el respaldo buscado en los Estados Unidos (EEUU), los mismos que mantenían una supuesta neutralidad en el conflicto. Los EEUU no sólo que no apoyaron la emancipación de las colonias del sur, sino que procuraron retrasarla, comprometiéndose a entregar suministros a los españoles hasta cuando su poderío pudiera competir con el imperio británico.

Así, ante la total insuficiencia de recursos financieros propios, hubo que recurrir a la contratación de créditos en el viejo continente, particularmente en países como Gran Bretaña, que tenían, además, claros intereses comerciales para debilitar la presencia española en América Latina. De esta manera, los préstamos conseguidos legitimaron a las nacientes repúblicas, aún antes de ser reconocidas políticamente. Intereses económicos -comerciales y financieros- se engarzaron con los intereses políticos de algunos países europeos. Banqueros y comerciantes de Londres, apoyados por políticos y diplomáticos, por agentes e inversionistas, que habían logrado suplantar a Amsterdam como centro financiero mundial durante las guerras napoleónicas, encontraron en América Latina una serie de posibilidades para extraer riqueza directamente, sin intermediación de España. Minas de oro y plata, extracción de perlas y, sobre todo, el comercio para sus manufacturas eran los principales atractivos. Gran Bretaña no sólo colocó, a través de prestamistas inescrupulosos, sus recursos financieros en condiciones ventajosas, sino que, a través de los créditos, abrió mercados a sus productos al tiempo que incrementó su influencia política a costa del control de las economías de los países deudores. Estos, a su vez, tuvieron que subordinar sus economías y aún su vida política al pago de onerosas deudas.

Los acreedores tenían varios intereses en estas operaciones, en tanto avizoraban ganancias jugosas por el lado de las comisiones para la emisión y venta de bonos, a más de las utilidades que obtenían con la especulación de los mismos. El negocio se completaba con las operaciones comerciales de venta de armas y material bélico, que no tenían inconveniente en realizarlas con patriotas o realistas, si era preciso.

Los préstamos sirvieron para una primera apertura del mercado latinoamericano. Posteriormente, a lo largo de más de siglo y medio, en especial al finalizar el milenio, con el manejo de la deuda externa y los programas de ajuste y estabilización inherentes a las renegociaciones de la misma, se busca igual objetivo: apertura de los mercados en función de una reformulación capitalista global de la división internacional del trabajo. Los empréstitos, además, se mantienen como un mecanismo para asegurar la tasa de ganancia del capital; por lo que su flujo depende de la situación económica de los países centrales, antes que de las necesidades de los países subdesarrollados y dependientes.

En un inicio el arreglo de la deuda externa estuvo manejado por personas inexpertas. Tampoco faltaron las infaltables confusiones por las limitaciones de las comunicaciones de la época. Pero luego se harían presentes casi exclusivamente la corrupción y la codicia desenfrenada. Lo que es peor, desde aquellos lejanos años hasta la fecha, los renegociadores de la deuda siempre trataron el tema en forma misteriosa y al margen de la opinión pública, insensibles a buscar soluciones que antepongan el interés nacional a las pretensiones de los acreedores o a las suyas propias.

Si en aquellos años la Gran Colombia -Colombia, Ecuador y Venezuela- tuvo un "genio del mal" con Francisco Antonio Zea, también lo tuvieron los chilenos con Antonio José de Irisarri y los peruanos con Juan García del Río y James Paroissien, y los mexicanos con Borja Mignoni. Estos plenipotenciarios oficiales se aliaron con verdaderos aventureros del mundo de los negocios, en el cual los préstamos adquirieron una suerte de automatismo propio, en tanto los delegados oficiales ya no pudieron seguir controlando la trayectoria financiera, al tiempo que eran víctimas de los banqueros y sus intermediarios. Uno de los casos más notorios fue el de Gregor MacGregor, que fuera oficial del ejército patriota colombiano: este aventurero escocés, que se dedicó después por muchos años a la piratería en el Caribe, negoció en 1820 un tratado con los indios miskitos en Nicaragua, obteniendo el nombramiento honorífico de "príncipe de Poyais", que le sirvió para estafar, a su retorno a Londres, en 1822, a nombre de este imaginario principado. MacGregor, que regresó hasta con un gran chambelán para presentarse en la corte británica, vendió tierras de "su país" y colocó cerca de 200 mil libras esterlinas en bonos de un empréstito para Poyais; tal era el nivel de corrupción, así como la especulación y las expectativas que se habían creado en el mundo financiero londinense. Más tarde, ya en la década de los 70 del siglo pasado, entre muchos otros casos de estafa internacional, podemos recordar aquel intento para colocar bonos destinados a la construcción de un ferrocarril, cuyos vagones debían transportar "buques oceánicos" de 1.200 toneladas cada uno de una costa a otra de Honduras.

Razón tenía Simón Bolívar para aborrecer "más las deudas que a los españoles".

La inserción en el mercado mundial
a través de la deuda externa

Las nacientes repúblicas se constituyeron en plena crisis económica del sistema capitalista, heredando las pesadas cargas de la colonia y, también, de largas y costosas guerras independentistas, financiadas con deuda. Esta fue el mecanismo de integración de América Latina en el mercado mundial que sirvió orgánicamente a los intereses del capital internacional, que comenzaba en esa época a funcionar con una lógica más totalizadora.

Sobre todo Gran Bretaña y poco después los mismos EEUU comenzaron a afianzar su presencia comercial asegurándose la libre navegación marítima y fluvial, para tener acceso a los diversos mercados de la región, negociando, simultáneamente, la imposición de la cláusula de nación más favorecida, para aprovecharse de todas las ventajas comerciales que permitieran la explotación de las riquezas de las nacientes repúblicas latinoamericanas y su integración al comercio internacional. Muchas veces esta cláusula de la nación más favorecida fue el precio para el reconocimiento político por parte de las grandes potencias. Luego, poco a poco, se fue engrosando el flujo de capitales con inversionistas franceses y alemanes.

Algunos préstamos iniciales se destinaron al impulso a la infraestructura, en especial para beneficio de los terratenientes. Pero, paulatinamente, se contrataron nuevos créditos para satisfacer los reclamos derivados de anteriores préstamos: desde un primer momento las renegociaciones se orientaron a contratar nuevas deudas para pagar los vencimientos de las anteriores obligaciones. Por otro lado, el destino de los recursos contratados en condiciones onerosas, no siempre fue el esperado, puesto que en no pocas oportunidades, se produjo una utilización inadecuada y muchas veces dolosa que incrementó el peso de la deuda externa, sin haber obtenido beneficio alguno. Gran parte de estas operaciones crediticias se realizaron en abierta complicidad con los representantes nacionales, que participaban activamente en los negocios especulativos de compra-venta de bonos de la deuda. Esos préstamos externos, también, eran importantes para el financiamiento fiscal en países que no conseguían los recursos suficientes por la vía de los ingresos aduaneros o a través de otras rentas.

Desde comienzos del siglo XIX fueron varios los compromisos financieros adquiridos en Londres, París, Hamburgo, Amsterdam y Rotterdam. En Gran Bretaña, de 1822 a 1825, se emitieron bonos por más de 20 millones de libras esterlinas, en 12 emisiones, destinadas a la Gran Colombia (6,75 millones), México (6,4), Brasil (3,2), Perú (1,8), Argentina (1,0), Chile (1,0) y Centroamérica (0,16). A estos créditos se los conoció como "deuda inglesa", porque, años más tarde, en la capital británica se constituyó el Consejo de Tenedores de Bonos -a más de los comités británicos existían asociaciones alemanas y francesas que participaban en las discusiones-, organización que, por sus objetivos e inclusive por su forma de actuar, puede ser considerada como un germen de las que en la actualidad agrupan a los acreedores internacionales: Club de París para los gobiernos acreedores o los "comités de gestión" para la banca privada internacional.

En esa época, el eje de acumulación se asentaba en la propiedad de tierras y minas en manos de las elites dominantes: burguesía criolla en formación, casi idéntica con los representantes del Imperio español. Eran familias que habían iniciado el proceso de acumulación originaria en tiempos de la colonia y que se beneficiaban de la apropiación de las propiedades indígenas. La base de la acumulación, tal como en los largos siglos coloniales, se completaba con la explotación de la mano de obra y la exportación agropecuaria y minera, que luego de la Independencia comenzó a desenvolverse sin las anteriores trabas impuestas por la corona española. Fueron años en los que se consolidó un esquema consumista europeizante en los grupos dominantes, lo cual contribuyó a profundizar las interrelaciones económicas y la misma dependencia.

La deuda externa fue parte de un proceso bastante amplio de europeización de las nacientes repúblicas de la región, tal como sucedió en otras partes del mundo: Egipto, el Imperio Otomano, Persia, Túnez y Marruecos, para citar un par de ejemplos. En muchos casos, los préstamos precedieron a la intervención colonialista directa (Túnez y Marruecos) o fueron parte de los esquemas de neocolonización, como sucedió en América Latina.


Un largo y tortuoso proceso de renegociaciones de la deuda externa

Los continuos arreglos y renegociaciones -de limitada duración por ser atentatorios contra los intereses nacionales y por la reiterada imposibilidad de cumplimiento-, y las múltiples suspensiones de pago dada la permanente carencia de recursos financieros, hicieron de la deuda externa un escollo casi permanente en la vida económica y política de estos pueblos, poniendo en riesgo su existencia como países independientes. Esta situación, que nos permite afirmar que estamos frente a una "deuda eterna", se vio más agravada aún por la desidia de ciertos gobernantes, la indiferencia de otros y, en no pocas ocasiones, por el descarado y cómplice manejo que algunos hicieron de la deuda. Esta deuda, con sus intereses acumulados, entorpeció aún más el desarrollo y fue el origen de muchos de los males financieros que se sufrieron por mucho tiempo en América Latina.

Las economías latinoamericanas, incorporadas a la reproducción internacional del capital, por la penetración, la expansión y la competencia de los diversos intereses mercantiles, determinados por las potencias capitalistas de principios del siglo pasado, ya habían entrado en crisis en 1825-26, luego de un prematuro período de auge. Crisis que condujo a las primeras moratorias en Argentina, Chile, México, Perú, la Gran Colombia, la Federación de Centroamérica.

Años después, superadas las mayores dificultades de la recesión, se fue estructurando un nuevo ciclo de crecimiento económico desde 1860 hasta principios de los años 70. Período de crecimiento económico regional, que, sin embargo, no benefició por igual a todas las economías de la región, puesto que sólo algunas ofrecían oportunidades interesantes como receptoras de capitales foráneos, sea en forma de préstamos o de inversiones directas. La contratación de nuevos créditos varió sustancialmente entre los países latinoamericanos, puesto que no todos presentaban productos atractivos para el mercado mundial, como fue el guano del Perú. Entre 1850 y 1875, Brasil consiguió 8 créditos; Argentina, Chile y Perú 7; Honduras 4; Costa Rica 3; el resto 1 o 2 préstamos, por un monto total de 141 millones de libras esterlinas. Recursos que fueron destinados al gasto militar (usado muchas veces en sangrientas guerras civiles y, por supuesto, para el sostenimiento de un sinnúmero de gobiernos dictatoriales y despóticos), a obras públicas, al consumo suntuario de las elites dominantes (casi siempre aliadas de los intereses transnacionales) o, en gran medida, a la refinanciación de antiguas deudas. No nos olvidemos que hasta la guerra fratricida contra el Paraguay (1864-1870), llevada a cabo por la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay), respaldada por la Gran Bretaña, se financió con deuda externa. El conflicto entre Ecuador y Perú, en 1859, también tuvo entre sus antecedentes la deuda externa: el gobierno peruano se opuso a la entrega de tierras en la Amazonia a tenedores de bonos por parte del Ecuador, por considerarlas peruanas.

En aquella época se estaba frente a un "redescubrimiento" de América Latina para el capital internacional, que culminaría su ciclo en la crisis de 1873, que condujo a una nueva moratoria en muchos países de la región; mientras que otros países, como Ecuador, no habían logrado un acuerdo satisfactorio con los acreedores desde sus Independencia. Pocos años más tarde, la región se vería enfrentada nuevamente a problemas financieros con la crisis de los años 90 al finalizar el siglo XIX.

Este proceso de ciclos de auge seguidos por épocas de crisis vinculadas a la problemática de la deuda externa se convirtió en una suerte de círculo vicioso en América Latina. Una situación explicable por el estilo de crecimiento económico imperante en la región, que ha obligado permanentemente a recurrir a los mercados financieros internacionales para suplir las necesidades de financiamiento, ocasionadas, fundamentalmente, por la exacción crónica de recursos: deterioro de los términos de intercambio, intereses usurarios de los propios créditos foráneos, remisión de utilidades y repatriación de capitales de las inversiones extranjeras directas, fuga de capitales.

El afán de los acreedores y sus emisarios por recuperar algo de la creciente deuda encontró campo propicio en la propensión de los gobernantes latinoamericanos y sus familias al peculado y al tráfico de influencias, llegando incluso a presentar y discutir propuestas cada vez más descabelladas, audaces y atentatorias contra la soberanía nacional. El mismo territorio y sus recursos naturales, por las limitaciones de conseguir otras rentas más provechosas, se habían convertido en potencial moneda de pago de la deuda externa. Aún cuando no se generalizó este tipo de transacción, si se registraron varios y sonados casos de concesiones para la explotación de servicios públicos, de recursos naturales y hasta de entrega de territorios.

En ocasiones, como aconteció en Colombia y México, por ejemplo, se ordenó que el pago de la deuda se hiciera con todos los valores recaudados por la venta o el arriendo de las tierras baldías de propiedad del Estado. A más de la emisión de bonos en varios países, en otros como Paraguay, Costa Rica y Perú los acreedores cambiaron los bonos por propiedades estatales. En el Ecuador se quiso vincular la entrega de territorios a las tasas de interés en función del número de colonos que se enviaran; tampoco faltaron sucesivos intentos de usurpación de las Islas Galápagos por parte de los EEUU. En otras oportunidades, los reclamos de los acreedores fueron respaldados abiertamente con las armas, como sucedió con la invasión anglo-francesa-española a México en 1862, el despojo a México de casi dos millones de kilómetros cuadrados -Texas, Nuevo México y California- en las décadas de 1840-50 por parte de los EEUU, el bombardeo de los puertos venezolanos en 1903, por parte de una flota anglo-germano-italiana (con aprobación yanki), el secuestro por parte de marines yanquis de las aduanas de la República Dominicana en 1907 y de Haití en 1917. Aún la fallida intentona española para reconquistar América Latina en 1846, inspirada por un frustrado ex-gobernante ecuatoriano (el primer presidente de Ecuador, Juan José Flores), se financió también por parte de los acreedores, quienes estaban dispuestos a apoyar un nuevo sojuzgamiento de América Latina para recuperar sus préstamos, con los cuales ayudaron a liberarla...

El financiamiento de los ferrocarriles apareció como un negocio lucrativo para el capital internacional, en tanto los banqueros obtenían réditos con los préstamos y la colocación de bonos, los comerciantes y fabricantes con el suministro de material ferroviario y servicios de ingeniería; todos vinculados a las elites nativas, las cuales, de una u otra forma, pugnaban por acelerar la integración de las economías latinoamericanas al mercado mundial. En el Perú, para mencionar uno de los casos más notables, con un contrato firmado con la Corporación Grace en 1890, se concesionó la administración de las líneas férreas a los acreedores por 66 años, la operación de las naves del lago Titicaca, los derechos para explotar las minas del Cerro de Pasco, dos millones de hectáreas de tierras públicas y un pago anual de 80 mil libras esterlinas durante 30 años. En Argentina, en donde también se hipotecaron las aduanas para el servicio de la deuda, se capitalizó la deuda a cambio de la entrega del ferrocarril y el servicio del agua corriente.

Entonces gran parte de la deuda externa de los países latinoamericanos tenía la forma de bonos u obligaciones distribuidos entre numerosos acreedores individuales en Europa. A más del Consejo de Tenedores en Londres, no existían respaldos institucionalizados como los actuales -Fondo Monetario Internacional (FMI) y Banco Mundial- para organizar y representar unitariamente los intereses de los acreedores ni para diseñar procesos de renegociación de los vencimientos, por lo que, en muchas oportunidades, esos intereses estaban representados por los diplomáticos extranjeros acreditados en el país, quienes, en forma desembozada, reclamaban el servicio de la deuda y sugerían los mecanismos para tal fin: por ejemplo, solicitando la entrega de los ingresos aduaneros para pagar por lo menos los intereses.

Cabe recordar que, poco a poco, los EEUU, a través de sus representantes diplomáticos, primero, y luego con el concurso de sus fuerzas armadas, empezaron a desempeñar un papel más importante en la región.

Desde esas primeras décadas de vida republicana nunca se logró unificar las posiciones de los países deudores. Y todavía al inicio del siglo XXI no es posible poner en marcha un club o comité de deudores, mientras que los acreedores, al tiempo de mantener a los deudores divididos, han sostenido esquemas de renegociación conjunta. Razón tenía Simón Bolívar cuando afirmaba que "siempre los tiranos se han ligado y los libres jamás. ¡desgraciada condición humana!".


La gran depresión y la moratoria de la deuda

Hasta la década de los 30, los países de la región intentaron sostener el servicio de las deudas contraidas. La deuda externa, originada o no en la deuda de la Independencia, seguía pesando. Las moratorias, que se sucedieron en todo ese largo período, casi siempre fueron actos desesperados ante la recurrente incapacidad de pago, motivada por los lapsos de crisis externa. En pocas ocasiones se llegó a adoptar una moratoria con claro contenido político, como en 1896 por parte de Eloy Alfaro durante la Revolución Liberal ecuatoriana.

De todas maneras, se puede afirmar que la historia de las relaciones financieras de América Latina con los mercados internacionales es una historia de moratorias. Luego de agotar todos los medios posibles para sostener el servicio de las deudas, prácticamente todos los países de la región, más de una vez, tuvieron que incurrir en este tipo de medida, generalmente contra su voluntad.

Así, con la gran depresión, que afectó a todo el planeta, fueron muchas las naciones que se vieron en la imposibilidad de seguir cumpliendo con los compromisos externos. No había ni recursos, ni una institucionalidad internacional para abordar estas situaciones o para ofrecer créditos de corto plazo, que habrían servido para amainar el temporal. Bolivia empezó la cadena de moratorias, el 1 de enero de 1931. En marzo del mismo año, el Perú; en agosto, el Brasil y luego siguieron casi todos los países de la región: Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Uruguay... Un "vendabal barrió la calle de los bancos de Manhattan sur" cuando América Latina dijo no a la deuda. Argentina y la República Dominicana suspendieron parcialmente los pagos. Sólo las deudas de Haití y Nicaragua no fueron suspendidas, en tanto los bancos norteamericanos, en forma directa, a través de sus marines, habían organizado "eficientes" mecanismos para el cobro. Otros países europeos también declararon su incapacidad de pago: Yugoslavia, Alemania, Rumania, Polonia y Bulgaria. En 1932 y 1933 entraron en moratoria con los EEUU varios países de Europa occidental, entre otros Alemania que suspendió definitivamente los pagos hasta lograr un renegociación muy ventajosa luego de la Segunda Guerra Mundial.

La gran depresión, por un lado, y la moratoria aceptada por EEUU para las deudas europeas, por otro, contribuyeron a que no se produjera una reacción dura contra los países latinoamericanos. La respuesta fue más bien de carácter técnico, se enviaron misiones para reorganizar las economías de la región, como la presidida por el profesor Edwin Kemmerer de la Universidad de Princenton.

En esos años, además, los créditos estaban distribuidos con bastante amplitud, tanto entre los bancos como entre los tenedores de bonos, lo cual neutralizó una posición más dura y concertada por parte de los acreedores. No existía la concentración de la deuda en grandes centros financieros o en consorcios de bancos sindicalizados; los acreedores, en definitiva, estaban mal organizados, a diferencia de los que sucedería en la siguiente crisis de la deuda, 50 años más tarde. Tampoco existían entidades internacionales -como el FMI o el Banco Mundial- encargadas de coordinar los flujos financieros y los sistemas monetarios.

La posibilidad de una masiva recompra de bonos en el mercado secundario facilitó también una salida al problema; una opción que fue utilizada ya en el siglo pasado: aquí se destaca la operación que realizó Bolivia en 1886 o la que efectuó el Ecuador en 1898. En forma autónoma, a diferencia de lo que sucedió al finalizar el siglo XX, muchos países lograron recuperar entre el 15 y el 50% de sus bonos morosos, aprovechándose de su baja cotización. Chile, en esos años, fue uno de los que más provecho sacó de esta situación, disponiendo de rubros específicos de sus ingresos fiscales para constituir un fondo que le permitió al Estado enfrentar la recompra.

Como era de esperar, las sucesivas moratorias ayudaron a reducir los graves problemas provocados por el extrangulamiento externo. Es más, se considera que sirvieron para allanar el camino hacia la recuperación de las economías de la región, sobre todo al reducir la dependencia financiera externa.

Con la Segunda Guerra Mundial y gracias a la aplicación de políticas económicas orientadas a fortalecer el mercado interno, los EEUU lograron remontar las graves secuelas de la gran depresión. Muchos países latinoamericanos, en esas décadas, consiguieron fortalecer sus aparatos productivos domésticos con procesos de industrialización más o menos exitosos: Argentina, Brasil, Colombia, Chile o México. Estos y también los otros países más pequeños sacaron ventajas de la demanda bélica y posteriormente de la situación de recuperación de las economías industrializadas durante la postguerra.

En este contexto comenzaron a funcionar dos organizaciones internacionales: FMI y Banco Mundial, que jugarían un papel cada vez más determinante en el diseño y aplicación de políticas económicas, inicialmente ligadas a la entrega masiva de créditos a los países latinoamericanos y, posteriormente, a complejos procesos de negociación de las deudas de dichas economías.

En este punto habría recordar el trato diferenciado que han recibido los países más ricos y algunos países subdesarrollados por razones de geopolítica imperial. Tengamos en mente el histórico convenio, suscrito en Londres el 27 de febrero de 1953, con el cual Alemania alcanzó oficialmente un descuento de su deuda anterior -derivada directa o indirectamente de las dos guerras mundiales que desató- de hasta 75 %, así como la drástica reducción de las tasas de interés, que fueron establecidas entre 0 y 5%. Este país obtuvo, también, un amplio período de gracia para iniciar los pagos de intereses y capital de determinadas deudas; la ampliación de los plazos para los pagos previstos; y, por último, la forma de calcular el servicio se estableció en función de la capacidad de la economía alemana, la cual se vinculó con el avance del proceso de reconstrucción de ese país. El servicio de esta deuda, en concreto, estaba supeditado al excedente de exportaciones garantizado por los acreedores, así la relación servicio/exportaciones alcanzó su valor más alto en 1959: 4,2 por ciento, situación más que envidiable para un país como el Ecuador, que ha destinado, en varios años, más del 30% de sus exportaciones a dicho servicio. Posteriormente, en 1971 Indonesia, al igual que Alemania, se benefició de un acuerdo similar; algo que se repitió años después con Polonia, para facilitar su recuperación luego de concluido el régimen comunista en los años 80, y Egipto, para asegurar su lealtad durante la gigantesca operación bélica en contra del Irak en 1991.

Como complemento a lo anterior recordamos también el repudio de la deuda externa del estado de Missisipi en los EEUU, que dura hasta ahora desde 1852, luego de un referéndum en el cual la población de dicho estado se opuso al pago de la deuda.


Notas

(*) Artículo publicado en el libro "Otras Caras de la deuda - Propuestas para la acción", Editorial Nueva Sociedad, Caracas (2001). El título se inspira en el cuento del colombiano Gabriel García Márquez: "La increíble y triste historia de la cándida Erendira y su abuela desalmada", en la cual una niña debe pagar a su abuela una deuda que no existió realmente, vendiendo su cuerpo. Relación que inspiró uno de los trabajos más destacados sobre el tema de la deuda externa, elaborado por Alfredo Eric Calcagno (1988).
(1) Ecuatoriano. Economista. Profesor visitante de varias universidades. Consultor del Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS) de la Fundación Friedrich Ebert. Las opiniones de este artículo representan la posición del autor y no comprometen a las entidades donde trabaja.



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