Portada | Directorio | Buscador | Álbum | Redacción | Correo |
27 de diciembre del 2002 |
Guillermo Castro H.
A los compañeros y amigos del PT,
en gratitud por la esperanza restaurada.
El año 2003 es el del sesquicentenario del nacimiento de José Martí. Para los latinoamericanos, este aniversario tiene un extraordinario significado histórico. ¡Quién hubiera adivinado, en efecto, que aquel niño nacido en 1853, en un modesto hogar de españoles en La Habana, abriría para la América nuestra el camino desde su primera juventud a su madurez primera, y lo recorrería hasta ganarse el derecho a ser llamado "el más universal de los cubanos". En aquel momento, hacía ocho años apenas que el argentino Domingo Faustino Sarmiento había dado voz, en su Facundo, a la visión liberal oligárquica de una América bárbara, por indígena y por española, que debía ser domada para incorporarla a la civilización organizada desde Europa y Estados Unidos como expresión de los valores del primer mercado de escala mundial en la historia de la Humanidad, que por entonces se acercaba a su plenitud. Y vendría a ser desde la última colonia española en América, precisamente, y por obra de un cubano hijo de españoles tan pobres como decentes, que vendría a encontrar voz y forma primeras, 46 años después, la réplica a Sarmiento desde la cual se viene construyendo la cultura de nuestra contemporaneidad: "No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza". Todo eso vino a ocurrir, además, en un fulgor de 42 años apenas, que tuvo su primer brillo en un poema épico juvenil - "El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra, / ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca..." - (1), y su destello mayor en la convocatoria a la guerra necesaria para hacer de Cuba una república con todos y para el bien de todos, rubricada por el autor con el sacrificio de su propia vida, anticipado en las vísperas por el Manifiesto de Montecristi, que dos meses antes de la muerte de Martí en combate advertía cómo "Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo" (2). La guerra a que convocó Martí para liberar a Cuba del colonialismo español, en efecto, fue a un tiempo la última de nuestras guerras de independencia del siglo XIX, y la primera de nuestras luchas del liberación nacional del siglo XX. La concibió como una empresa "americana por su alcance y espíritu", en la que la independencia a tiempo de Cuba y Puerto Rico estaba destinada, además, a evitar que las Antillas terminaran por ser "mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder -mero fortín de la Roma americana-". La creación de una república democrática en aquellas últimas colonias españolas, en cambio, debería convertirlas en "la garantía del equilibrio" en el continente, "la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio - por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles - hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que", con la posesión de esas islas, "abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo" (3). Nuestra contemporaneidad no nace ciertamente en Martí, pero encuentra en él su gran síntesis primera. Ni se agota en él, sino que florece, y se despliega. El que dijo en verso "Yo vengo de todas partes, / Y hacia todas partes voy: / Arte soy entre las artes, / En los montes, monte soy" , de Bolívar vino, como de Juárez. De él partieron, también, los caminos que nos traen a la certeza de que otra América es posible, a través del peruano José Carlos Mariátegui, del argentino Ernesto Guevara, del brasileño Paulo Freire, de nuestros teólogos de la liberación, y de las movilizaciones sociales que brotan nuevamente del suelo fecundado por ellos. Con ellos, entendemos hoy que es necesario "prever, y marchar con el mundo", para contribuir a devolverle el equilibrio indispensable para superar la crisis a que nos ha conducido la lucha de las grandes potencias por el predominio. Esta es la dimensión verdadera de la obra en que andamos. Y al constatarlo, no podemos sino coincidir con Martí en su juicio moral sobre el significado de los empeños a que nos convocaba: "Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las que vamos a liberar. ¡Cuán pequeño todo, cuán pequeños los compadrazgos de aldea, y los alfilerazos de la vanidad femenil, y la nula intriga de acusar de demagogia, y de lisonja a la muchedumbre, esta obra de previsión continental, ante la verdadera grandeza de asegurar, con la dicha de los hombres laboriosos en la independencia de su pueblo, la amistad entre las secciones adversas de un continente, y evitar, con la vida libre de las Antillas prósperas, el conflicto innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el mundo coaligado contra su ambición! (5)." Notas
(1) "Abdala", 1869. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 18, p. 19. |
|
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción |