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25 de diciembre del 2002 |
El zapatero de Villa Río Negro
Mempo Giardinelli
Esto sucedió hace muchos años, cuando los diciembres no eran exasperantes para los argentinos. E incluso, pienso ahora, cuando decir diciembre y decir pobreza podía ser una evocación de Charles Dickens, de Victor Hugo o de Knut Hamsun, o sea algo que se asociaba con países lejanos porque entonces los lejanos no éramos nosotros, o al menos no lo sabíamos.
Me parece ahora que esta historia remite a paralelos porque aquel viejo zapatero de Villa Río Negro lloraba todo el tiempo y eso era lo que a mí, que era un niño, tanto me impresionaba. Como en nuestra casa no éramos ricos, siempre había zapatos que arreglar y se los arreglaba muchas veces antes de que los vencieran el tiempo y las deformaciones. A mí siempre me tocaba ir al zapatero, y se me hizo costumbre llegar hasta su vereda un poco sigilosamente y, en vez de entrar, espiarlo por la ventana. Porque para todos los niños del mundo un hombre grande que llora es un espectáculo asombroso. Este zapatero vivía y tenía su taller en un modesto caserío del otro lado del viejo Puente de los Inmigrantes, que era de maderas preciosas del Chaco y que un día se llevaron una correntada y la estupidez municipal. En aquellos años Villa Río Negro era menos que un barrio, en todo caso una apacible sucesión de quintas y casas recostadas sobre el río que serpentea desde el corazón del Chaco, antes de morir, exhausto de tanto camalote, bagres y lodo, en el Paraná. Aunque todavía conserva un sector residencial con pretensiones, desde que un par de oscuros generales de la dictadura ubicó allí sus mansiones y valorizaron esa parte del barrio, Villa Río Negro es hoy uno de los barrios más populosos y pobres de los suburbios de Resistencia. Como metáfora social de la culebrilla, con la crisis de los últimos años la zona residencial quedó como aprisionada por un pobrerío absurdo que es en sí mismo un grito contra la condición humana. Para mí cruzar aquel puente era una fiesta, por lo que hacerme cargo del mandado de ir al zapatero no era gravoso. Y además colmaba mi curiosidad ver a ese hombre mientras cambiaba el taco de un mocasín o cosía la suela de una bota, lo cual no tiene nada de excepcional en ese oficio salvo que este zapatero lo hacía llorando. Ese hombre siempre estaba solo, como enmarcado por miles de zapatos viejos, silenciosos testimonios de todas las chuequeras del mundo. Sentado en un banquito petiso, inclinado sobre una especie de plantilla de hierro negro, siempre trabajaba llorando. Sus manos eran bastas, como labradas en madera, pero sus dedos enormes tenían la destreza de los artesanos. Su perfil parecía cortado a cuchillo y sus cejas negras pintadas a brochazos, y ante tanta dureza supongo que era ese llanto íntimo, quedito, lo que desentonaba. Ponía un clavo y se sonaba los mocos, ponía otro clavo y se pasaba un pañuelo sucio, amarillento, por los ojos mojados. Tan grandes eran su pena o su vergüenza que yo me dedicaba a conjeturar durante un rato, con infantil imaginación, las razones de su dolor. Supuse alguna vez que era la pobreza la causa, aunque el hombre vivía dignamente y el suyo no era un llanto de resentimiento ni de frustración. Era otra cosa. Algunas veces supuse que se le habría muerto un hijo en las guerras del Paraguay, entonces tan cercanas a nosotros, o que su familia lo habría abandonado porque era un hombre malo. Finalmente, yo le entregaba lo nuestro y me iba, sabiendo que al regresar, días después, lo encontraría llorando. Probablemente voy a decepcionar a quienes lean este relato, pero nunca supe el motivo de aquel llanto. Yo era niño y los niños, aunque capaces de fabular con desenfado, no indagan en las tragedias de la gente mayor. Pero si ahora cuento esto es porque en estos días de dolor y de rabia, cuando el país evoca y llora su tragedia griega, que es la misma tragedia colectiva de siempre, he vuelto a pasar por la que fuera casa de aquel zapatero, del otro lado del río, que ahora es una zona peligrosa,desaconsejable para caminar incluso de día y para los habitantes del barrio. Aunque hay un pesebre modesto en una placita, allí la Navidad no se festeja, yo diría que se padece. Lo cierto es que quiso el azar -esa literaria invención borgeana- que volviera a caminar esa vereda para ver, dentro de la misma casa derruida, ahora sin zapatos, rodeado de una decena de perros flacos y en un marco de miseria atroz subrayada por un arbolito viejo, descolorido y patético hasta en su última rama pelada, a un hombre llorando. Este es joven pero moreno y duro como aquel zapatero. Y como aquél, no me vio cuando lo miré por la ventana. Fueron unos segundos, apenas, pero lo que más me impresionó, y me impresiona todavía, es que era el mismo, exactamente el mismo rostro y el mismo llanto de hace tantos años. Sólo que ahora no ignoro la razón de este llorar. |
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