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24 de diciembre del 2002 |
Sergio Ramírez
El cielo iba poniéndose al rojo vivo, como una lámina encendida por los reflejos de un incendio monumental. No sé qué fui a comprar al supermercado cercano, que quedaba frente a la iglesia del Redentor, antes de irme a tomar el microbús a Masatepe, pero una anciana que vendía lotería en la puerta embullada de clientes navideños dijo, sin que nadie se lo estuviera preguntando, mientras alzaba los ojos hacia aquel cielo de catástrofe: "Así mismo estaba cuando el terremoto de la semana santa de 1931".
Nos acostamos tarde en la casa de mis padres aquel 22 de diciembre de 1972, donde estaba de vacaciones con mi mujer y mis hijos, recién llegados de Costa Rica, y apenas había puesto la cabeza sobre la almohada al filo de la medianoche, el piso se cimbró de manera tan violenta como si aquel movimiento brutal quisiera lanzarnos a un abismo sin fondo, tan brutal que las puertas se trancaron y costó salir a la oscuridad del patio, porque se había interrumpido la electricidad. Nos vimos al fin las caras, todo en pijamas y camisones de dormir a la luz de una candela, que en la casa sobraban porque mi padre vendía candelas en su tienda, y cuando llegué al teléfono el auricular estaba mudo. En la calle, los carros estacionados habían quedado con los faros encendidos después de la sacudida, alumbrando árboles y paredes. Supimos que algo grave había ocurrido en Managua. Antes de las cinco de la madrugada Tulita y yo salimos hacia Managua con la valijera del carro cargada de botellones de agua llenados en el grifo. Llevábamos, además, dos pasajeros disímiles: mi tío Gustavo Mercado, siempre adusto, abismado en su preocupación, pues su esposa Lolita, la dueña de la Casa del Bordado, quien alistó ajuares de novia por varias generaciones, se había rezagado cumpliendo encargos; y mi tía Ángela Ramírez, madre de mi primo Hebert que estudiaba en la Escuela de Economía. Fácil para reír y para llorar, como todas mis tías las Ramírez, no cesaba de lamentarse creyéndolo muerto a Hebert, su hijo único, fruto de unos amores ya tardíos. Cuando en el amanecer gris, viniendo desde Masaya, entramos en la recta de la carretera que parte el eje del cono del volcán Momotombo, la primera señal inequívoca del desastre eran las columnas espesas del humo de los incendios que se alzaban desde la ciudad invisible, gris intenso sobre el pálido gris del cielo, y pronto nos topamos, otra señal inequívoca, con las caravanas que llevaban heridos hacia los hospitales de Masaya y Granada. Ya en las calles de Managua los vehículos, a pesar de lo urgido que iban, se detenían con disciplina inquebrantable frente a lo semáforos apagados hasta que la luz imaginaria pasaba a verde, y entonces, el otro bloque de vehículos se paralizaba, todo sin un solo policía de tráfico a la vista, porque policías y soldados habían desertado de sus cuarteles y barracas para correr en busca de sus familiares, cuando no habían quedado sepultados. Somoza, en ese amanecer, tras convencerse de que era inútil seguir llamando a teléfonos mudos y a estaciones de radiocomunicación abandonadas, se hallaba solo y aterrorizado en los predios de su mansión del Retiro, muy cercana al inmenso Hospital General, hundido piso sobre piso. Sólo después acudiría un batallón de soldados norteamericanos en Hércules de transporte militar desde la zona del canal de Panamá. En el Campo de Marte, cuyos muros habían caído, antes de la llegada de los marines sólo había un guardián parado sobre un túmulo de ripios, vestido de guayabera y empuñando una ametralladora Thompson con aire alerta, pero nervioso. Hebert, mi primo, según nos avisó desde el balcón la dueña de la casa de huéspedes, no había llegado a dormir, en alguna fiesta que andaría, y al amanecer, tras recoger sus pertenencias, se había ido con rumbo a Masatepe, información que aplacó los clamores de mi tía Ángela. Mi tía Lolita estaba también a salvo en la casa de su hijo en residencial Las Mercedes. Un paisaje para no olvidar nunca a pesar de los treinta años que han pasado. Casas derribadas, otras aflojadas en sus cimientos, boquetes en las paredes y el ripio derramado en las aceras, el revoque desaparecido que dejaba al desnudo a grandes trechos el henchido del adobe, el esqueleto de alfajías de los techos porque las tejas habían caído en cascada, cascajos, piedras, muebles sacados a las aceras como para librarlos de la ruina, enjambres de cables que era necesario sortear en las calles rodando lentamente, los muertos envueltos en sábanas tendidos en las aceras sobre puertas desgonzadas, o sobre el cemento mismo, un ataúd que navegaba hacia la calle saliendo de una casa y otros ataúdes colocados también en las aceras, los adornos luminosos de la Navidad desgajados, algún vecino sentado en el quicio de la puerta que saludaba con aire ausente, otro que a la pregunta de "¿cómo te fue?", "Creo que bien", respondía, "sólo mi mamá", porque a otros les había ido peor, tres hermanos, toda la familia muerta, y las llamas lamiendo apresuradas en las ventanas del segundo piso de la Farmacia Managua, el fuego que avanzaba crepitando desde el mercado San Miguel. Pasaban guarditas rasos con sus familias llevando canastas navideñas sacadas de las vitrinas reventadas de las tiendas, llegaban otras gentes en alegre romería desde los barrios miserables para cargar con televisores, sillas de jardín, llantas, cajas de manzanas de California, lámparas de sala, sillones forrados de raso carmesí, como de obispo, espejos con molduras de yeso dorado, todo antes de que comenzara el saqueo de verdad dirigido por los capos del ejército pretoriano de Somoza, y antes de que la ciudad fuera cercada con alambre de púas como un gran cementerio, y que fuera ordenado, bajo amenaza, el éxodo absoluto y total, un hormiguero nutrido por todas las carreteras acarreando lo que quedaba de sus pertenencias y dejando atrás aquel baldío desolado, el sombrío valle de la muerte cargado de una hedentina lejana. De una puerta que sobrevivía a una pared en escombros apareció un cura de mediana edad, con la sotana empolvada, en la mano una impecable valija celeste. Con toda calma buscaba el rumbo a tomar entre el revoltijo de la calle en ruinas. -¡Ése es el cura! -gritó mi tía Ángela, entre sus habituales aspavientos. -Es él -dijo mi tío Gustavo, con calma feroz. Había seducido en Masatepe a una viuda rica a la que mató de pena y vergüenza cuando luego preñó a su propia hija adolescente, porque era muy de aquella casa inmensa donde almorzaba siempre, servido en manteles largos y con vajilla de porcelana. Pero este es más bien asunto de la novela que alguien escribirá a lo mejor algún día. Mientras tanto, el cura se alejaba cargando su valija entre las pavesas de los incendios que volaban sobre su cabeza entrecana, hasta perderse en la vuelta de una esquina, perseguido por los gritos desolados de los que todavía quedaban atrapados entre las montañas de escombros. Managua, 22 de diciembre de 2002 |
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