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15 de diciembre del 2002 |
José Marzo
Desde que hace diez años quedó inválida, cada mañana la sacan a la galería y ella ve el mar. Antes de ir al trabajo, el yerno la toma en brazos y la coloca en la mecedora. Sus pies a veces tropiezan con el marco de la puerta, pero no siente nada. La hija ahueca el almohadón del respaldo y le coloca las piernas en el cojín de la banqueta. «Ahora le traigo las medicinas, madre», dice. Y aunque ella pide que no le den más medicinas, porque no quiere más medicinas, porque sólo quiere dormir y olvidar, su hija no entiende el balbuceo inconexo que pronuncian sus labios. «Sí, hace muy buena mañana, madre. Una mañana muy bonita», dice.
Hay hombres de blanco en la playa, con mascarillas, recogiendo chapapote negro. Grandes paladas de petróleo que arrojan en cubos y contenedores. El trasiego de las figuras de blanco se prolonga ya una semana y no hay mariscadoras, aquellas mujeres de negro que caminaban descalzas y agachadas por la arena para arrancarle almejas y berberechos. A lo lejos pasa un barco de pesca. Hay siluetas blancas en cubierta. Ella, que escuchó leyendas de ballenas que asustaban a los marinos en sus botes de remo, que golpeaban el mar con su enormes colas y que mostraban sus lomos relucientes al sol para retar al cielo con chorros de agua y vapor, aprendió a amar un mar sin ballenas y sin manadas de delfines errantes. Quizá sus nietos, piensa, aprendan a amar un mar gris sin peces ni pescadores, cruzado por los mercantes de acero, bajo un cielo rasgado por las estelas de los aviones supersónicos. © José Marzo, 2002. |
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