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9 de diciembre del 2002 |
José Marzo
En el sudeste de Francia, "donde los Alpes penetran en la Provenza", en una región de parajes monótonos y estériles, despoblados, barridos por el viento, vivía en una cabaña de piedra un pastor, sin otra compañía que sus ovejas y un perro amistoso. Cuenta Jean Giono, en El hombre que plantaba árboles, que cuando llegaba la noche el pastor desparramaba sobre la mesa un saco de bellotas y escogía pacientemente cien ejemplares perfectos. Por la mañana, mientras que sus animales pastaban, él recorría las colinas. Introducía una barra de hierro en la tierra, depositaba una bellota en el agujero y luego lo recubría. Cuenta Jean Giono que el pastor plantaba cada día cien robles. Restando los que se estropeaban, en tres años había plantado unos veinte mil.
Aquello ocurría en 1913. Años después, tras la primera Guerra Mundial, Jean Giono regresó a aquel desierto y encontró un enorme bosque. Los primeros robles plantados ya sobrepasaban la estatura de una persona, por los antiguos cauces secos, ahora corría el agua, el aire esparcía las semillas y soplaba una suave brisa impregnada de perfumes. En las aldeas ruinosas, se habían instalado parejas de recién casados, las viviendas estaban rodeadas de huertos y había niños que sabían reír. El relato de Jean Giono es una fábula, una fábula hermosa en la que la sola voluntad de un hombre crea una reacción en cadena que convierte un páramo en un bosque de las delicias. Hay dos circunstancias que Jean Giono elude. Si las hubiera abordado, su relato no sería una fábula. Apenas si apunta que se desconocía al propietario de aquellas tierras; que los políticos, cuando contemplaron el bosque nuevo y sus prodigios, decidieron protegerlo; que el estruendo de la guerra y de las lenguas de asfalto llegaba allí como un eco lejano. Ningún obstáculo, ninguna presión, ninguna coacción sobre el pastor, que durante cuarenta años prosiguió su tarea callada. Pero ¿de dónde sacó aquel hombre sus fuerzas? ¿Cuándo y por qué prendió en él una tan firme determinación? Dice Jean Giono que una vez el pastor, que se llamaba Elzéard Bouffier, era un hombre como cualquier otro, con esposa y un hijo, y vivía en una llanura donde las personas amamantaban resentimiento y avivaban rivalidades sin sentido. Perdió, sin embargo, a su familia, y Jean Giono explica simplemente que el pastor, puesto que pensaba que "aquellas tierras se estaban muriendo por falta de árboles" y "no tenía nada urgente que hacer", "había decidido enmendar aquella situación". Podríamos imaginar, entre estas pocas líneas, a un pastor hundido tras haber perdido a su familia, caminando sin rumbo, siempre caminando sin descanso por el páramo, tapándose los oídos para que el viento no se clavara en ellos. También podríamos imaginarlo postrado en la tierra, tomando en su puño un montón de polvo que se le escapa entre los dedos, sin "nada urgente que hacer". Nosotros, hombres y mujeres contemporáneos, tampoco tenemos nada urgente que hacer. Robert Musil, creo que fue Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, grabó el drama del sujeto posmoderno con este molde: "A la espalda, las ruinas; y delante, el vacío". El hombre posmoderno se encuentra solo en un páramo, y aquella esposa y aquel hijo que lo afirmaban a la tierra han fallecido. Durante siglos, fueron las religiones y los mitos los cimientos de su existencia individual y colectiva, de su organización familiar, económica, social y política. El pensamiento científico derribó aquellos pilares, y en la modernidad intentó convertirse ella misma en el pilar de un mundo nuevo, organizado racionalmente. En virtud de verdades que se suponían absolutas, a veces para combatirlas con otras verdades que también se suponían absolutas, la razón se puso al servicio de la irracionalidad, se entablaron guerras y se cometieron genocidios. Se ha dicho que el hombre posmoderno ha despertado del sueño dogmático. Quizá para caer en el sopor de un relativismo imposible. Es un durmiente sin valores, sin atributos, inmerso en un mundo en el que no cree y que se limita a gozar y a sufrir resignadamente, ligeramente, como si caminara por él rozando apenas el suelo con sus pies. No creemos en dioses porque los dioses no existen, tampoco creemos en la razón porque no es un objeto, sino un proceso, un método de conocimiento. Pero el hombre posmoderno, como aquel pastor del sudeste de Francia, quiere volver a vivir, a vivir con intensidad y con proyectos; ésa es su urgencia: vivir de modo que la vida merezca la pena de ser vivida... o abandonarse y perecer. La vida no siempre es una fábula y en el mundo del siglo XXI no hay pastores solitarios ni páramos sin fotografiar. Los nuevos valores tienen que ser comunes, pero no dogmáticos, y dinámicos, de modo que permitan que bajo ellos se cobijen una pluralidad de proyectos individuales y colectivos, a menudo divergentes y enfrentados. El hombre del siglo XXI deberá tener en cuenta el carácter huidizo de sus ideales, las trabas que es necesario superar para acercarse a él, la pugna necesaria para que no lo alejen demasiado. Un sueño que no se alcanza, pero que empuja a plantar: un mundo en el que todos los bosques imaginados sean jardines posibles, y toda lucha entablada, una lucha equitativa. (*) Nota: texto leído por José Marzo en los cines Alphaville de Madrid en abril de 2002 durante la presentación de la novela La alambrada. |
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