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2 de diciembre del 2002 |
Xavier Caño Tamayo
Casper Gutman es un gangster de modales exquisitos y palabra culta (un personaje de "El halcón maltés", de Dashiell Hammet), dispuesto al asesinato para conseguir una valiosísima figura de oro y piedras preciosas. Cuando se le pregunta qué derecho de propiedad tiene sobre esa joya responde: "Un objeto de tal valor pertenece indudablemente a quien lo consiga". Ésta parece ser la filosofía del actual sistema de patentes: el conocimiento, para quien se apropie de él. De ahí surge la nefasta concepción de la propiedad intelectual (las patentes), celosamente defendida por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Según Noam Chomsky, "los derechos de propiedad intelectual no son más que protección del control que garantiza a las megacorporaciones el derecho a cobrar precio monopólicos". Denuncia también a las corporaciones que se empeñan en patentar productos porque -dicen- los descubrieron, olvidando que partieron de conocimientos y hallazgos de biología y ciencia, conseguidos con dinero público en instituciones públicas.
Hay patentes desde hace siglos, pero en los ochenta, los países ricos se pusieron nerviosos porque Estados asiáticos se convirtieron en competidores: eran capaces de imitar lo que hacían pero lo vendían más barato. Entonces el norte echó mano de la OMC para que estableciera algún sistema que volviera las aguas a su cauce y se inventaron los "trips" (derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio), una forma de frenar a los países en desarrollo del sudeste asiático y de perjudicar a los países pobres. Los ciudadanos tuvieron conocimiento de la voracidad y miseria moral de los países del norte en asunto de patentes con el conflicto entre medicamentos y genéricos (más baratos) para emergencias sanitarias. Suiza, Canadá, EEUU, Australia y Japón se opusieron a que la OMC autorizara el uso de medicamentos genéricos para combatir el sida, porque los derechos de patentes de las farmacéuticas estaban vigentes (¡durante 20 años!). Intermon Oxfam denunció que los países ricos continuaban defendiendo los beneficios de la gran industria contra el derecho a la salud de los más pobres. Una fuerte presión internacional hizo que se llegara a un acuerdo de fabricación de genéricos sin pagar derechos de patente, aunque con condiciones ambiguas. Esta muestra de codicia se dio en un mundo en el que mueren cada año diecisiete millones de personas por no poder conseguir medicamentos, según Médicos Sin Fronteras y la Organización Mundial de la Salud (OMS). Infecciones respiratorias, malaria, sida, tuberculosis y enfermedades sexuales diezman a los países pobres porque los fármacos tienen precio prohibitivo. En Europa, el tratamiento de una neumonía con antibióticos equivale a dos o tres horas de salario, pero en África representa el sueldo mensual. Un tercio de la población mundial no tiene acceso a los fármacos. Las macroempresas farmacéuticas dicen que el sistema actual de patentes garantiza financiar la investigación, pero, según la OMS, sólo dedican el 0,1% de los fondos de investigación a buscar algún producto contra la malaria, por ejemplo. La malaria es desconocida en los países ricos, pero hay 500 millones de casos en el mundo y causa el 3% de muertes en países pobres. Por otra parte, los grandes laboratorios solo producen un 1% de fármacos para enfermedades tropicales y apenas se dedica 10% del gasto mundial de investigación en el 90% de los problemas sanitarios mundiales, como denuncia el Foro Global para la Investigación de la Salud. La intransigente y voraz propiedad intelectual custodiada por la OMC no atañe solo a los medicamentos; también a los recursos naturales: plantas, animales y microorganismos están en el punto de mira de corporaciones transnacionales y, al tiempo que niegan fármacos parapetados tras las patentes, saquean los países pobres, ricos en recursos naturales: envían a sus ejecutivos-exploradores a averiguar qué plantas, semillas o microorganismos de países pobres pueden proporcionar grandes beneficios. Cees J. Hamelinck, profesor de la Universidad de Ámsterdam, denuncia que "en varios países pobres se saca partido del conocimiento local para fabricar medicamentos muy rentables, sin el consentimiento informado de los habitantes del lugar". Ya es hora de reclamar los derechos de los habitantes de una zona sobre los recursos naturales de ese territorio; no son "partes interesadas" con los que firmar contratos leoninos, sino titulares de los derechos sobre sus tierras. En el Foro Internacional Indígena sobre Biodiversidad, celebrado en Holanda, se ha proclamado que 600 millones de indígenas, y no los Estados, son los dueños de los recursos genéticos extraídos de plantas y animales de sus territorios." No somos inquilinos. Es nuestra tierra". El economista español Joaquín Arriola ha denunciado que "el dominio de las patentes por países del norte es uno de los factores que dificultan la industrialización de países del sur" y Cees Hamelinck escribe en el "Unrisd news" de la ONU que "cada vez existen más pruebas de que las cláusulas de la OMC sobre propiedad intelectual constituyen un obstáculo para la generación de conocimiento de las sociedades en desarrollo y favorecen el saqueo de los recursos del sur." La transferencia de tecnología no perjudicial para el medio ambiente es fundamental para que el sur salga del subdesarrollo y ahuyente la pobreza. El actual sistema de patentes es un impedimento insalvable para ello. El derecho al conocimiento es demasiado esencial para los seres humanos como para permitir que dependa de poderes económicos e intereses comerciales. Por eso, el informe del PNUD de 1999 presentó el conocimiento como nuevo patrimonio de la humanidad y base imprescindible de posibilidad de desarrollo. Lo que nos lleva de la mano a negar el actual sistema de propiedad intelectual. |
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