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La insignia
26 de agosto del 2002


Crisis en Argentina

Un día normal en un país anormal


__SUPLEMENTOS__
Crisis en Argentina

Virginia Giussani
La Insignia. Argentina, agosto del 2002.



Desafiando al invierno, el día se vistió de primavera. Sábado a la mañana y ganas de caminar junto al sol. Decidimos ir a la parte antigua de la ciudad, recorrer sus atajos, sus cortadas, espiar los edificios antiguos, algunos desgarrados como el país, otros cálidamente maquillados. Llegamos a la plaza San Telmo, allí sólo nos quedaba elegir la mejor mesa, ni mucho sol, ni mucha sombra, donde sentarnos a picar algo y leer algunos diarios. Seleccionamos la que más nos gustaba y nos sentamos, tranquilos, felices. Diarios para leer, cerveza, algo para picar y un hermoso día. Es bello cuando el tiempo se detiene en esos íntimos instantes.

De pronto una señora se acercó, nos miró y nos pidió perdón por distraernos. Era una mujer mayor que no tenía aspecto humilde, parecía más bien de clase media que la obligaron a bajar al sótano de la vida de una cachetada. Bellas manos, pullover que alguna vez habrá costado caro, elegante andar. Saca un pañuelo lleno de orgullo y esconde entre sus pliegues un ramo de lágrimas rebeldes.

-Perdón, no quisiera interrumpirlos, perdónenme- Susurra, ante nuestro silencio y perplejidad. Nos cuenta que necesita ayuda, que está muy mal. No parecía una desequilibrada necesitando filosofar sobre la vida fuera de su soledad. Parecía una persona humillada, desesperada, condenada a la degradación inesperadamente.

Sin llegar a decirlo, comprendió nuestro gesto de invitarla a sentarse y ofrecerle algo para comer. Se rehusó. Quería evitar entrar en detalles pero su angustia la dominaba. Comprendí su dolor y la indignidad a la que era sometida. Le pedí que no nos explicara nada, que entendía lo que sentía y lo que le pasaba. No pude más que ofrecerle plata, era claro que ésa era su necesidad inmediata.

Sin embargo, sólo con las miradas, quizás, pudimos compartir algo que va más allá de ese roñoso billete que uno entregaba y otro recibía. Un abrazo no dado en su forma habitual, una caricia transparente, una complicidad absurda y dolorosa que nos ubicaba en aquella realidad que ninguna de las dos había elegido.

Se marchó con paso lento a seguir desafiando tempestades. Las noticias del diario ya eran viejas y los manjares que insistían en seducirnos desde sus platos, innecesarios. Esa mujer vencida y humillada bien podría haber sido mi abuela. Esa mujer bien podría ser yo dentro de unos años. Esa mujer sólo es una brutal pintura de un país que se desangra.



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