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26 de agosto del 2002 |
Eduardo Galeano
Desde que era muy niño, Heitor Villa-Lobos supo que tenía un oído de adentro. El oído de adentro, que sólo se abría cuando quería, escuchaba las voces de adentro, que él no compartía con nadie. El oído de afuera, en cambio, estaba siempre abierto a la estridencia de Río de Janeiro, y por ahí se metían, sin pedir permiso, los clamores de las calles bullangueras.
En sus años mozos, cuando vivía en un burdel del barrio de Lapa, Villa-Lobos tocaba el piano, en las madrugadas, para entretener a los clientes que esperaban a las putas. Gracias a su oído de adentro, podía componer sus obras maestras, como si tal cosa, en medio de aquella barahúnda de carcajadas y bebederas. Después, en sus años maduros, ese oído secreto fue el refugio de Villa-Lobos contra las voces enemigas que querían condenarlo al arrepentimiento o al aburrimiento: los insultos del público, los venenos de los críticos y los zumbidos de los mosquitos humanos que le jodían la paciencia. El oído de afuera pertenecía al ruido, pero el oído de adentro era el silencioso reino donde nacía la música. La música que deliraba, libre, vagabunda, como el Brasil que ella quería. |
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