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24 de agosto de 2002 |
Ronald Melzer
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Leni Riefenstahl merece un sitio privilegiado en la historia del cine gracias a sus películas documentales, pero su vida fue más propia de una novela. Aún lo es. A los 98 años sigue tan campante, sorteando insólitos avatares -un año atrás fue víctima de un accidente de helicóptero, del que salió ilesa- contestando cartas, refutando acusaciones, protagonizando un sinnúmero de reportajes escritos y filmados con diversos propósitos artísticos y políticos, y defendiendo sus derechos autorales sobre cuatro largometrajes y varias series de fotografías publicadas en lujosos libros. Para bien o para mal, su hiperactividad no ha sino activado una polémica ideológica y estética que acabó convirtiéndose en una parte fundamental de su propia vida. En rigor, cabe no prescindir de la hiperactividad y de la polémica a la hora de valorar, cuantificar, calificar, apreciar y despreciar una obra monumental, una de las más emblemáticas del siglo xx, mal que le pese a su propia autora, ciertamente poseedora de un irreductible egocentrismo pero igualmente incapaz de colocarse a sí misma como representante fidedigna de corriente alguna, tanto en el terreno del arte como en el de la política. Lo suyo fue trabajar y trabajar. Hacer y no pensar, salvo en lo concerniente al trabajo. Divertirse, siempre que le fuera "útil". Relacionarse con los demás, si le reportaba ventajas. Se dedicó a bailar, actuar, dirigir películas, sacar fotografías, esquiar, explorar tierras inhóspitas, bucear en alta mar, viajar por varios continentes, sufrir todo tipo de penurias y enfermedades físicas, recuperarse, defenderse con uñas y dientes de toda acusación, mantener un diario íntimo durante más de medio siglo y escribir en base a él una autobiografía -provisoriamente datada en 1987- de 600 páginas* que da precisa cuenta de todo lo que le ocurrió y casi ninguna cuenta de lo que le ocurrió a quienes la rodearon, acaso porque eso no cabía en su diario, o más precisamente porque esas minucias nunca fueron de su interés. UNA VIDA MUY INTENSA Hija de un próspero industrial y criada en un hogar de clase media en una Berlín floreciente, la jovencita Leni tuvo que convencer a sus padres de que su futuro estaba en las lides artísticas. La Primera Guerra Mundial y, sobre todo, la depresión posterior fulminarían la riqueza y parte del orgullo familiar. La contrariedad pareció impulsar su carrera: a mediados de los años veinte ya se había convertido en bailarina de ballet clásico, con algunas incursiones en el music-hall y en el teatro. Una rebelde lesión en una pierna la obligó a dedicarse de lleno a la actuación "dramática", mientras hacía uno y mil ejercicios para recuperar su cuerpo. La explosiva mezcla entre una inquebrantable vocación gimnástica, un poco común arrojo personal y una belleza física muy alemana y "pura" de la que han quedado incontrastables testimonios fotográficos, decidieron al director Arnold Franck a contratarla como actriz principal para sus "películas de montañas" de fines de los años veinte y comienzos de los treinta. Entre esos folclóricos retratos de proezas masculinas salpicados por abundantes dosis de ingenuo romance y espectaculares tomas de picos nevados, Leni aprendió a actuar para las cámaras, a simular, a relacionarse con productores, a conquistar galanes -algún actor, algún fotógrafo, el propio director- y, sobre todo, a escalar montañas y esquiar. Simultáneamente aprendía a dirigir. Le fascinaba todo el proceso técnico que giraba alrededor de la iluminación, de la búsqueda del ángulo adecuado, del montaje de secuencias rodadas en lugares diferentes a horas diferentes. No tardó en solicitar una participación más activa en ese proceso. Finalmente convenció a Franck de que la dejara rodar por su cuenta algunas tomas de El monte sagrado. Pocos años más tarde, de algún modo "liberada" de su tutor, ya había obtenido financiación para su propio proyecto montañés, La luna azul (1932), que escribió, dirigió, montó y produjo prácticamente en solitario. La crítica y el público saludaron efusivamente la irrupción de esa mujer autodidacta, implacable, poseedora de una enorme seducción personal y de la suficiente autodeterminación como para arrasar con todo preconcepto machista o ideológico. La exarcebada plasticidad de esa película y sus labores anteriores como aventurera intrépida llamaron la atención del futuro canciller Adolf Hitler, que rápidamente decidió ejercer una suerte de mecenazgo espiritual hacia quien podría serle, de algún modo, útil. La actriz y prominente directora también se sintió atraída por ese hombre tan seguro de sí mismo. Aun sin compartir las ideas raciales más extremistas de su nuevo mentor, aun sin simpatizar demasiado ni con los nazis en general ni con el partido en particular -nunca se afilió-, igual aceptó el reto de registrar las imágenes de los congresos de Nuremberg del 33 y del 34, cuando Hitler ya era el dictador de Alemania. A fines de 1934 Leni Riefenstahl había culminado y montado una pieza que ella insiste en tildar de "documental" y que el resto del mundo define como de "propaganda": El triunfo de la voluntad. Para buena (¿la mayor?) parte del mundo pudo ser una afrenta, pero para su realizadora no se trató más que de un aprendizaje formal que culminaría en los Juegos Olímpicos de 1936 y que plasmaría, después de dos años destinados a ensamblar imagen y sonido de miles de metros de película, en un documento monumental apropiadamente llamado Olympia. Fue su momento de gloria. Desde el punto de vista profesional, las seis décadas posteriores le aparejaron una interminable sucesión de problemas, disputas, crisis de conciencia, persecuciones y alguna que otra alabanza, todo esto introducido a la fuerza en medio de una agitación muy premeditada, aunque no haya sido ella quien "premeditó" el vaivén ideológico que lo motivó. La lista de logros, por llamarlos de algún modo, incluye el accidentado rodaje de una "españolada" hiperromántica iniciada durante la Segunda Guerra Mundial y culminada a mediados de los años cincuenta (Tiefland), un breve interludio como corresponsal (oficial) de guerra en el frente polaco, una docena de viajes y sus respectivas estadías (algunas de ellas de varios meses) en las tierras de los nuba, una muy primitiva tribu afincada en el centro y el sur de Sudán, su consagración como la fotógrafa ideal para captar el movimiento y la belleza de todos los hombres, según lo atestiguan varios libros y el registro de las más exigentes revistas internacionales (incluyendo la National Geographic), su obstinada dedicación a la fotografía subacuática (¡iniciada a los 80 años!), algunos homenajes a cargo de cinematecas en países tan diferentes como Gran Bretaña o Japón, y el frecuente reconocimiento de historiadores a El triunfo de la voluntad y Olympia como dos hitos del cine documental, o del cine a secas. La lista de insucesos puede ser más frondosa, porque incluye una interminable y azarosa rivalidad con Goebbels, con los sa y con muchos nazis, que se suponía que eran sus aliados, la humillación de someterse a innumerables jucios de "desnazificación", la prisión y la eventual tortura psicológica a cargo de oficiales franceses, las casi unánimes reprobaciones ideológicas y legales prodigadas desde el bando vencedor, tanto del costado capitalista como del socialista, la imposibilidad real de seguir ejerciendo su profesión de directora de cine, las dificultades para resguardar la "autoría" de sus películas, legal y económicamente. Gracias a los nuba, a los viajes, a algunos amigos y, sobre todo, a sus libros de fotografía, ha logrado sobrevivir al siglo. El siglo ahora es otro, pero ella sigue en lo mismo. UNA OBRA MONUMENTAL Es posible asociar el nombre de Leni Riefenstahl a la pequeña historia de las infidelidades, las traiciones políticas y los intereses espurios de diverso signo. Su obra cinematográfica, sus actos públicos tan poco meditados como la carta de felicitación que le envió a Hitler con motivo de la conquista (alemana) de París, su probablemente sincero "yo no sabía nada" cuando le mostraron imágenes de los campos de concentración, fueron funcionales al más recóndito de los oscurantismos. Más perdurable, a la larga, es la asociación de su genio creativo a todo un capítulo de la gran historia del cine, el que corresponde a un género y a una corriente estética a las que prácticamente inventó o reformuló: el cine de propaganda, el documental de agitación, o acaso -porque ella siempre ha insistido en que lo suyo no fue "propaganda" ni "agitación"- aquel "cine de registro directo capaz de reflejar la belleza, el fragor, la intensidad de unos cuerpos y unas mentes movilizados, individual o colectivamente, en pos del triunfo". Una definición que puede decir mucho o poco, según se mire. Dice poco, porque omite considerar la generosa puesta en escena de desfiles, discursos y reportajes que Hitler y compañía le facilitaron a fin de que ella reelaborara otra puesta en escena -El triunfo de la voluntad- tan malévola y genial que acabó convirtiéndose en una pieza clave dentro de un coordinado aparato de destrucción de países, colectividades y almas. O acaso porque tampoco tendría en cuenta que la seducción visual que vertió en Olympia en beneficio de esos efebos y ninfas que aspiraban al summum del esplendor corporal es, además de un himno a la superación, al esfuerzo y al trabajo, un virtual manifiesto ético. Nada más excitante, más ardiente, más sensual, más sexual, que esos competidores desprovistos de todo otro ideal que no fuera el de superar al otro. Tanto vale rubio o morocho, ario o negro, alto o bajo, alemán o yanqui, izquierdista o derechista. Leni Riefenstahl no era racista. No odiaba a nadie en general. Tampoco quería a nadie en particular. Pero dice mucho en la medida en que resume el resultado de una combinación de atributos propia de una "elegida por los dioses". Esta combinación incluye una inusual capacidad para concentrarse en lo esencial y comprender rápidamente lo básico del ritmo cinematográfico, una enorme solvencia técnica para poner en práctica lo aprendido, una notable intuición para colocar las cámaras en los sitios donde se obtiene una información más interesante, una fuerza de voluntad sobrehumana, útil para sobreponerse a toda dificultad, el don de mando de un general, un alto poder de concentración y, sobre todo, la determinación de usar todos los recursos posibles en pos de un ideal tan fatalmente banal o trascendente como una manifestación nazi, unos juegos deportivos o unas danzas africanas. Ocurre que a ella sólo le importaban la manifestación, las competiciones y las danzas. Y quienes las ejecutaban, en tanto cumplieran con el ritual. Lo demás no existía. El resultado de esa determinación tuvo tantas dosis de genialidad como de propaganda. UNA AUTOBIOGRAFÍA SIN BEMOLES Con el mismo método con que compuso pictóricamente la invencibilidad nazi o reinventó plásticamente la perfección humana en sus películas, Leni Riefenstahl redactó y montó su autobiografía siguiendo los dictados de sus propia intuición, de sus apuntes, de su memoria y de sus convicciones. Durante diez años se dedicó a releer, revisar y recopilar escritos, documentos, reportajes y todo dato útil relacionado con el único ser humano por el que muestra real interés: ella misma. Estrictamente armado según un orden cronológico, el relato refleja todo lo que le sucedió y pensó desde comienzos de la década del 10 hasta 1987, cuando puso un (provisorio) punto final. El material parece, en esos términos, convincente e irrefutable. También es apasionante. Es que fue (es) apasionante la vida de Leni Riefenstahl y es apasionante la precisión, el desparpajo, la pasión y la seguridad con que esa mujer es capaz de trasladarla a su nuevo juguete: un libro en el que no parece haber una coma, una interjección o un comentario fuera de lugar, pero donde jamás abrirá una puerta a los demás. Será, en cambio, prodigiosamente claro y minucioso para informar al lector sobre los 500 o mil acontecimientos que fueron marcando una vida singular, la suya, que fue así porque le pasaron estas (entre otras) cosas: padre rígido y protector, hermano querido y muerto en el frente, madre frágil y enfermiza, un gran triunfo en el ballet, un rápido estrellato como símbolo erótico en las "películas de montaña", la amistad de Hitler, el desprecio de Goebbels, el galanteo con muchos hombres que poco le importaron, la primera relación sexual con un hombre que le importó aun menos, la amistad y el compromiso con varios judíos prominentes, el vano intento de Josef van Sternberg por convertirla en una "segunda" Marlene Dietrich, el desprecio o la incomprensión de Hollywood cuando llevó allí su Olympia, la censura, los robos y los ultrajes sufridos después de la guerra, el "repentino" descubrimiento de lo que sucedía en los campos de concentración, la exploración de una fabulosa tribu perdida en el corazón de Africa, su decepción cuando la invasión civilizadora corrompió esa pureza ancestral, su nueva motivación como fotógrafa de la fauna y flora subacuáticas, sus reiteradas polémicas con quienes la acusan de nazi, le roban sus derechos de autor o le atribuyen (como Susan Sontag) una actitud "aria" y mitificadora a cualquiera de sus fotografías. Desde un punto de vista "objetivo" o desapasionado, es probable que todo lo que Leni Riefenstahl cuenta sea cierto. Sólo costaría creerle que, entre tanto ajetreo, haya encontrado tiempo para escribir un diario íntimo. También cuesta creerle su frialdad, su inhumanidad, su desproporcionado amor al trabajo. Fue así, sin embargo. Los cinéfilos encontrarán en el libro un material de primera mano que dedica medio centenar de páginas a los entretelones técnicos, metodológicos y políticos durante los tres años que dedicó a la preparación, rodaje, montaje y estreno de Olympia, posiblemente el único documental deportivo en cuya realización su director(a) invirtiera tanto esfuerzo físico como los competidores. Los historiadores podrán solazarse con un (auto)retrato que deja al descubierto, quizás involuntariamente, una variante de esa "banalidad del mal" de la que suele hablar sobre la base de modelos menos concretos. Los aficionados a la literatura podrán sorprenderse del formidable envoltorio formal de una biografía que atraviesa un siglo entero sin aportar una sola pista sobre qué cuernos ocurrió durante esos años alrededor de la señora Riefenstahl, más allá de que se tratara de una eximia documentalista. Los suspicaces se deleitarán con las puntuales e intencionadas referencias a la religión judía o a la filiación izquierdista de varias amistades mantenidas aun después de 1933. No debería faltar algún psicólogo que explique por qué la artista Riefenstahl, bajo cuyos ojos (y cámaras) pasaron su admirado Hitler, su odiado Goebbels, los campos de concentración, treinta millones de muertos y una guerra civil en el Sudán donde vivían "mis" (sic) nuba, se reserve el uso de la palabra "tragedia" para referirse a la "irremediable" pérdida de color de los negativos con los registros fotográficos de unos bailes ancestrales "imposibles de repetir en toda su pureza". Qué mujer egoísta. * Memorias, de Leni Riefenstahl, Taschen editores, 2000. Distribuye Trecho. |
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