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14 de agosto del 2002 |
Berna Wang
Cuando se despertó, una enfermera le estaba pinchando una vena en el dorso de la mano para conectarla a un gotero. «¿Qué me están haciendo?», preguntó con un hilo de voz. «Has tenido suerte, guapa: si en vez de noventa kilos llegas a pesar cincuenta, no estarías aquí. Ya te hemos vaciado el estómago y ahora te estamos poniendo Surbitón Complex y suero salino.» «Pero no me han
sacado la tristeza», alcanzó a pensar antes de dormirse de nuevo.
Estuvo tres días semiinconsciente, unida a la vida sólo por el delgado tubo de goma que salía de aquel aparato y que iba introduciendo gota a gota el Surbitón en su cuerpo. Tan débil que ni siquiera intentó arrancarse el tubo. Por fin, al cuarto día apagaron el gotero y quitaron el tubo de goma de la aguja que tenía en el dorso de la mano. Pero, «por si acaso hace falta, te dejamos la vía abierta», y le dejaron puesta la aguja con el tubito de plástico rígido y un tapón rojo, como los de los flotadores. Nadie pensó que volviera a intentarlo tan pronto. En realidad, nadie pensó que tratara de suicidarse en una sala de cuidados intensivos, sometida a vigilancia casi permanente. Pero esa noche, en un momento en que la enfermera no estaba a la vista, se quitó el tapón. Y se deshinchó como un globo, de golpe, rebotando furiosamente en las paredes de la habitación hasta quedarse debajo de la mesilla. Como un globo azul, pequeño, arrugado, vacío. (*) Relato perteneciente a la "Revolución del Surbitón" de la lista Escritura creativa. Reproducido en el número 8 del boletín de medicina y traducción Panacea. |
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