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20 de abril del 2002 |
Venezuela: Los golpistas y el factor humano El día que bajaron los cerros
Raúl Zibechi
Para los defensores de las libertades y la democracia participativa, la forma como se resolvió la crisis institucional venezolana no puede haber sido más satisfactoria.
Un adelante, los golpistas del sable o del mercado, incluyendo claro a los de los medios, deberían saber que tienen delante un adversario mucho más difícil de derrotar o neutralizar que las viejas elites políticas (de derecha e izquierda), los sindicatos tradicionales o las instituciones de la democracia. Hay pueblos, o amplios sectores de esos pueblos, en condiciones de pesar en la balanza con tanta fuerza como para forzar a los golpistas a renunciar a sus propósitos. No es la primera vez en la historia de nuestro continente que sucede algo así, pero los casos en que los pueblos frenaron golpes de Estado fueron tan escasos que se pierden en la memoria. Ciertamente, la insurreción popular que bajó de los cerros no fue el único factor que modificó el cuadro inicial de fuerzas. Hay por lo menos que considerar otros tres: la torpeza de los golpistas, la división de las fuerzas armadas y el papel de los medios internacionales y algunos gobiernos de la región. Parece claro que los golpistas mostraron demasiado pronto sus intenciones y su carácter, al emprenderla contra los poderes legislativo y judicial y todas las instituciones legalmente constituidas. Al parecer, esa torpeza inicial, aderezada con una amplia caza de brujas la primera noche del breve gobierno, convencieron a los militares leales a Hugo Chávez, y aun a los reticentes, de que todo se encaminaba hacia la restauración del viejo régimen. Y es que la caída del viejo régimen, el del bipartidismo (Acción Democrática y Copei) signado por un sistema de corrupción escandaloso, comenzó su debacle en febrero de 1989, cuando se registró el Caracazo. Hablar de corrupción parece, a estas alturas, ya casi un lugar común y las palabras empiezan a perder sentido. De ahí que sea mejor poner un par de ejemplos. Uno macro y otro micro: Venezuela habría recibido por la venta de su petróleo, entre 1960 y 1998, el equivalente a 15 planes Marshall, según comentó Chávez al director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet. Mientras Europa fue capaz de ponerse en pie después de la guerra con un solo Plan Marshall, siete de cada diez venezolanos siguen sumidos en la miseria. El segundo ejemplo parece sacado de las mejores novelas del realismo mágico: la amante de Carlos Andrés Pérez, relevado de la presidencia en 1993 por apropiación de fondos públicos, ganó el primer premio de la lotería nacional gracias a los buenos oficios del entonces presidente. Él mismo forjó una de las grandes fortunas del mundo, que ahora disfruta en su "exilio" estadounidense. Contra esas prácticas se levantó la población venezolana en 1989, con un costo de más de mil muertos por la represión policial. El motivo puntual del Caracazo fueron los aumentos de las tarifas de servicios y precios que decretó el flamante presidente Carlos Andrés Pérez, quien había asumido la presidencia apenas 25 días antes del estallido. En realidad, fue un estentóreo ¡basta! de una población que había visto cómo los dos partidos tradicionales dilapidaban los recursos del país. Esos sectores, los que viven en los cerros que rodean la capital, fueron el pequeño gran detalle que no tuvieron en cuenta los golpistas. Ni los propietarios de los medios de comunicación, ni los estrategas de Washington. Pueden discutirse largamente los aciertos y desaciertos del gobierno de Chávez. Puede gustar o no su forma de encarar la cosa pública. Pero ésa es otra discusión. Lo real e incontrastable es que fue elegido por la mayoría abrumadora de los venezolanos, en unas elecciones cuya transparencia no fueron cuestionadas por nadie. El problema está en otra parte. "La crisis que enfrenta la humanidad es en el fondo una crisis de percepción", sostiene Fritjof Capra. Y, aunque parezca demasiado sencillo, pone el dedo en la llaga. Los privilegiados del mundo, empezando por las clases medias y altas venezolanas y siguiendo con buena parte de la población estadounidense y europea, así como las elites de la mayoría de las naciones del mundo, han embotado sus sentidos. Hay, por lo menos, dos cosas que no han comprendido. La primera es que la acumulación de riqueza, y hasta su mantenimiento, tienen límites que deben empezar a reconocer. Segundo, que el más importante de esos límites, más aun que los ambientales, es la creciente conciencia de los pueblos acerca de sus derechos. Que, por otra parte, están dispuestos cada vez más a defenderlos y a pelear por ellos. La derrota de los golpistas venezolanos, la más importante que cosecha Washington desde Playa Girón, Cuba, en 1962, es una buena oportunidad para la reflexión (aunque ahora dicen que es Chávez quien debe reflexionar). En algún momento, alguien allá arriba debería comprender que las cosas no pueden seguir siendo así, eternamente. Que la gente, incluyendo en destacado lugar los habitantes de Estados Unidos y de Israel, está empezando a hartarse de sus propios gobiernos. Y también del sistema que los engendró. Atontados por la saturación de los medios, los gobernantes de esos países no los escuchan. Hasta que les den una sorpresa. |
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