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14 de abril del 2002 |
Venezuela La mascarada de Caracas
Marc Saint-Upéry
No es necesario ser partidario incondicional de la revolución bolivariana
para sentir disgusto por el triunfalismo indecente de los nuevos dictadores que
pretendían haber derrocado la «dictadura» de Hugo Chávez. No sólo Chávez no
es ningún dictador, sino que ni siquiera corresponde al modelo clásico de
caudillo populista autoritario. Es fácil caricaturizar Chávez, pero es
difícil encasillarlo, y por discutible que sea el personaje, el asesinato
político y moral que trataban de cumplir unos vulgares golpistas sin vergüenza
no tiene sustento en la compleja y ambivalente realidad de la breve
experiencia bolivariana. Incluso en materia de política económica, a pesar
de su denuncia del neoliberalismo imperante, Chávez no ha sido particularmente
radical y su gestión sabía a menudo más bien a --¿demasiado?- prudente
ortodoxia financiera.
Por un lado, ha aprendido de los fracasos de las izquierdas estatistas del siglo XX y sabía que no hay ningún modelo preconstituido y puramente voluntarista de alternativa económica. Sin embargo, por otro lado, tan firme es en él la convicción casi mística de su misión salvadora que descuidó casi totalmente la necesidad de democratizar, descentralizar y transparentar las políticas públicas y de fomentar la iniciativa independiente y la participación activa de los varios sectores sociales. Enfrentado contra los poderes facciosos y corporatistas del capital económico, la revolución bolivariana, más vigorosa en las palabras que en los hechos, no supo construir capital humano y perspectivas articuladas desde la misma sociedad. De ahí que muchas decisiones sensatas y acertadas de su gobierno, incluso una necesaria pero tardía y tal vez técnicamente discutible reforma agraria, padecieron de esta mezcla confusa de pragmatismo moderado, promesas de asistencialismo generalizado y retórica incendiaria sin sustento real. Nunca se dejaron percibir claramente los ejes estratégicos del cambio deseado, ni se transformó en profundidad el estilo de hacer política, como lo testimoniaban los rasgos crecientes de oportunismo y corrupción en el mismo movimiento bolivariano. A esto hay que añadir un cierto caos administrativo debido a una mezcla de inexperiencia y de burocratismo. Frente a la feroz hostilidad de las élites, en lugar de promover sujetos sociales activos e independientes y canales de comunicación alternativos, Chávez apostó exclusivamente al verticalismo plebiscitario y a una burda y agresiva contrapropaganda de Estado que le volvieron insoportable incluso a parte de sus mismos aliados progresistas. En ausencia de esta capacidad de autorganización autónoma y de crecimiento político de los sectores populares que lo apoyaban, más de dos años de ingeniería institucional supuestamente destinada a consolidar su poder a largo plazo no le sirvieron para nada a la hora decisiva. Los sectores democráticos y progresistas de Latinoamérica deberán hacer el balance de esta experiencia sin ojeras ni prejuicios ideológicos. Sin embargo, hoy en día, la prioridad es otra. La mayoría de los gobiernos latinoamericanos, sea por oportunismo, por cobardía o por servilidad hacia los dictados de una potencia mundial hegemónica que está hundiendo al planeta en el caos provocado por su ciego unilateralismo, no denunciaron la mascarada puesta en escena por las autoridades facciosas de Caracas. Tal vez así creyeran que podían ganar tiempo y asegurarse la complacencia benévola de los dueños del mundo. En realidad, están cavando su propia tumba y minando lo poco de legitimidad que les deja una globalización salvaje que destroza la soberanía de los pueblos y la dignidad de la esfera pública. Aceptar el derrocamiento conspiratorio del gobierno constitucional de Venezuela habría sido aceptar que este continente se vuelva definitivamente tierra de nadie, botín de las mafias empresariales y corporativas y de los señores de la guerra, presa de los chantajeadores y masacradores de la derecha subversiva y de la supuesta izquierda dinamitera y terrorista. Hugo Chávez Frías no es el mesías redentor que cantaban las masas adictas al carisma caudillista. Tampoco es el tirano diabólico denunciado por los complotadores y los gorilas de la plutocracia corrupta y sus cómplices de la televisión y de la prensa venezolana, quienes son una deshonra para el periodismo latinoamericano. Hugo Chávez Frías, cualquiera que sea la opinión sobre el balance de su gestión -que no padece en lo absoluto de la comparación con sus tristes predecesores: es el legítimo jefe del Estado venezolano. Quien no denunció con el máximo vigor el golpismo sucio e hipócrita que intentó derrocarlo, ha perdido todo sentido de la decencia y participa del hundimiento de cualquier proyecto de democracia sustentable en América Latina. |
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