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19 de mayo del 2001 |
Los libros y los lectores El mundo como acertijo
Graciela Montes
¿Por qué hablamos tanto de lectura, y recordamos con nostalgia a los lectores perdidos, y hablamos del modo de conservar a los que nos quedan y planeamos maneras de formar cuanto antes -antes de que la lectura desaparezca del todo- otros lectores nuevos? ¿Por qué tanto dramatismo en el planteo? ¿Cuáles son las ideas, las fantasías y las expectativas que nuestra época deposita en los libros, en la lectura, (si es que deposita algunas)? ¿Por qué nos parece tan necesario salir a predicar que leer es bueno?
Por un lado, no puede llamar la atención que salgamos a defender la lectura, ya que vivimos literalmente sumergidos en la letra. Nuestro mundo es un mundo escrito, aunque haya amenaza de extinción de lo que llamamos "lectores" y "lectura". Leer se leen -hay que leer- muchísimas cosas, desde un poema, una novela o un ensayo, a diarios y revistas, manuales, enciclopedias, diccionarios, un folleto, la lista de las compras, la guía telefónica, el horario de los trenes, las indicaciones de pantalla de las computadoras, catálogos, carteles indicadores y publicitarios, cartas, facturas, etiquetas, el menú de un restorán, inscripciones diversas -grabadas en la piedra o pegadas con un imán a la puerta de la heladera-, recetas o fórmulas químicas y matemáticas. El camino de la letra ha sido hasta ahora arrollador e irreversible. Pero entonces, si leer y escribir no son suficientes para tener status de "lector", ¿a quién llamaremos lector? ¿a un lector como Don Quijote, leyendo con avidez sus novelas de caballería y saliendo luego, lanza en ristre, a emular a los mejores? ¿a Irineo Funes, la pura memoria? ¿a Madame Bovary, la soñadora, sentada en los jardines de su internado, construyéndose un mundo alternativo? ¿a la madre del revolucionario de Gorki, que aprende a leer en un panfleto por amor a su hijo? ¿a Bastián, el de La historia interminable, siempre a caballo entre dos mundos? ¿a los lectores-libros vivientes que imagina Bradbury en Fahrenheit 451? ¿a los devotos del folletín? ¿a los activos usuarios de las bibliotecas populares a principios de siglo? ¿Qué clase de escenas lectoras se corporizan en nuestra imaginación cuando hablamos de lectura y qué sentimientos nos despiertan esas escenas? ¿Cómo imaginamos al lector? ¿sentado en su cátedra? ¿tendido en la cama? ¿atento a la pantalla? ¿hojeando una revista? ¿marcando el libro con un lápiz? ¿abrazándolo contra el pecho? ¿esgrimiéndolo en la mano? Raymond Williams, historiador de la cultura, define un concepto delicado, casi intangible, que llama "structure of feeling", estructura de sentimiento. Es algo así como el tono, la pulsión, el latido de una época. No tiene que ver sólo con su conciencia oficial, sus ideas, sus leyes, sus doctrinas, sino también, además, con las consecuencias que tiene esa conciencia en la vida mientras se la está viviendo. Algo así como el estado de ánimo de toda una sociedad en un período histórico. Algo que se palpa y nunca se atrapa del todo, pero que suele quedar sedimentado en las obras de arte. A eso llama Williams estructura de sentimiento. Esta estructura de sentimiento, aunque intangible, tiene grandes efectos sobre la cultura, ya que produce explicaciones y significaciones y justificaciones que, a su vez, influyen sobre la difusión, el consumo y la evaluación de la cultura misma. Las trampas de la letra. La pregunta sería entonces: ¿tiene la lectura un sitio significativo en la "estructura de sentimiento" de nuestra época? Si no lo tiene, no habrá discurso de legitimación que alcance para volver a convertirla en experiencia y, necesariamente, todo recién alfabetizado terminará convirtiéndose en iletrado. Y, si lo tiene, ¿cuál es? ¿qué "sentimientos" despierta en nuestro momento histórico la práctica -individual y social- de la lectura? ¿son los mismos que despertaba hace quinientos, doscientos, ochenta o cuarenta años? Se me ocurre que la lectura -la práctica de la lectura- está en crisis porque ha perdido su vieja significación social y no termina de encontrar una nueva, la que le corresponde a nuestro tiempo. Como si confluyesen, por un lado, un conjunto de "ideas acerca de la lectura", bastante cristalizadas, resabio de la estructura de sentimiento de un momento histórico anterior y, por el otro, un estado de ánimo -el correspondiente a la época- en el que la práctica de la lectura no termina de encontrar su sitio. Hay un desencaje que nos provoca desasosiego, y el desasosiego nos lleva a multiplicar los discursos que, cuando cristalizan, se convierten en trampas. Una rehistorización de la lectura puede servir para ayudarnos a salir de los discursos cristalizados. La lectura -como los historiadores de la lectura han mostrado- cambia, tiene una historia, no es de una vez y para siempre, siempre idéntica, sino que ha llegado a ser, se transforma. Ni las modalidades ni los protagonistas son los mismos. Durante muchísimo tiempo la lectura y la escritura fueron privilegio de un grupo muy reducido de personas, las mismas que decidían las guerras, las alianzas, las modas, los impuestos y que, mediante la letra y el canon, la ortodoxia que la letra trasmitía, buscaban moldear la configuración simbólica de la sociedad. Pero, como bien se sabe, y aun en esas estrechas circunstancias, aparecieron las contradicciones, y la historia siguió adelante. Hubo luchas religiosas, ascenso de la burguesía, invención de la imprenta, educación pública, alfabetización masiva, secularización, multiplicación de los textos, abaratamiento del libro y, para el siglo xix, ya había estallado eso que se llamó "el furor de leer". Y apareció "el lector", un agente social nuevo, ágil, capaz de cruzar sus barreras sociales, a la vez devoto y exigente, alerta. Los lectores se interesaban por los lectores. El circuito del libro (formado por escritores, traductores, editores, bibliotecarios, maestros, libreros, tipógrafos e imprenteros) estaba todo, de punta a punta, en mano de lectores. En ese tiempo de expansión del libro, leer era socialmente muy significativo. La lectura era una llave. Eso no significa que la letra fuera siempre y por naturaleza trasmisora de un pensamiento liberador (de hecho buena parte del material que circulaba era dogmático y funcionaba en un sentido domesticador, aunque había de todo). Lo novedoso estaba en el libre acceso, que permitía el surgimiento de esta figura nueva: "el lector" o, muchas veces, "el ciudadano lector". En El siglo de las luces, de Carpentier, y también de alguna manera en la Amalia, de Mármol, es posible encontrar a ese modelo de ciudadano-lector. Leer era entonces ocupar un espacio, convertirse en paseante de la cultura, haciéndola propia, no de manera erudita pero sí con frescura y libertad, como si se recorriese un paisaje. Leer era significativo. También era significativa la lectura para los protagonistas del acontecimiento de quema de libros del Centro Editor de América Latina que se rememoró especialmente en la última Feria del Libro de Buenos Aires. Para los que hacíamos esos libros, para los que los leían y también para los inspectores de censura que cayeron sobre nosotros en 1978, en plena dictadura militar, y para el juez que mandó incinerarlos, leer era significativo, sin lugar a dudas. A todos, con un sentido o con otro, la lectura, lejos de sernos indiferente, nos significaba. Un lector era alguien que, por medio de la lectura -y de todo lo que la lectura traía aparejado: información, marcos culturales, discusión de ideas, mundos fantásticos, viajes- de algún modo redefinía su lugar en el mundo, su lugar personal y también su dimensión social. Y alguien autónomo, además, que entraba y salía de los universos, y hacía su camino. Creo que esto es lo que extrañamos hoy: la significación -no la masividad-, y la autonomía. Aunque se produzcan hoy muchos más libros que antes, y aunque, en un sentido democrático, sean muchos más lo que están en condiciones (potenciales) de leer, leer ya no parece significar, para la estructura de sentimiento de nuestra época, lo que significaba antes. Eso no supone el apocalipsis, ni la desaparición de la lectura de la faz de la Tierra, como sugieren algunos profetas de lo irreversible. Lo que supone, sí, es que la lectura está cambiando, y que de alguna manera habrá que refundarla para que gane un nuevo sitio. Debemos estar dispuestos a este cambio. No creo que nos convenga abroquelarnos en las viejas significaciones, conservándolas así, cristalizadas y en bloque, ofendidos por el avance de las nuevas tecnologías, por la incultura y por la amenaza que parece pender sobre el objeto libro. Por ser lectores, justamente, deberíamos "leer" de manera más libre y más desprejuiciada lo que nos está pasando. Voy a hacer pie en el sentido más amplio, fuerte y primario de la palabra "leer": recoger indicios y construir sentido. Y esa es una actividad que comienza en el momento de nacer -o acaso antes- y termina en la lectura final, la del estribo (si tenemos la suerte de que la muerte nos sorprenda leyendo). Es anterior al libro, incluso anterior a la letra, y sin duda anterior a la escuela, a las cátedras universitarias, a los circuitos literarios y culturales. Pero es lo que hace a cualquier lectura ser lectura. Y lo que le da peso y sentido, en consecuencia, al libro, a la letra, a la escuela, a la cultura, a la civilización, a la ciencia. Si esa clase de lectura desaparece, la lectura ya no es lectura. Porque estamos perplejos. ¿Qué es lo que desencadena esa actividad de construcción de sentido? ¿Qué nos lleva a recoger indicios y a "dibujarnos" el mundo de cierta manera? El acertijo, el enigma. Esa presencia, enigmática siempre, de lo que nos rodea cuando la recibimos de manera directa, con nuestros sentidos, en toda su densidad. Leemos porque estamos perplejos, sorprendidos, conmovidos e intrigados. Tenemos la difusa sensación de que, en eso que nos deja perplejos, nos sorprende, nos conmueve y nos intriga, algo hay que tal vez podamos atrapar, alguna clave, un secreto. Visto así, el universo de las lecturas sería una tarea de por vida, un sitio en permanente construcción, una especie de ciudad nunca quieta. Cada lectura, como una especie de pequeña constelación de sentido que ingresa y, al ingresar, reordena, reconstruye ese espacio en obra, nuestro espacio propio, nuestra producción más genuina. El acertijo no se resuelve nunca, el enigma es siempre mudo -"mi límite", como decía Wittgenstein-, pero entre tanto fui construyendo mi ciudad, mi casa, mi pequeña galaxia de lecturas. |
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