La insignia
5 de marzo del 2001


Vastas emociones y pensamientos imperfectos


Ferran Gallego
El Viejo Topo, nº 150. España, marzo del 2001.


De esta forma: "vastas emociones y pensamientos imperfectos", Rubem Fonseca titulaba una de sus obras, refiriéndose a la consistencia insegura de los sueños, a su materia inexpresiva. A tientas, en la noche, ese ser torpe que nos encarna en la sombra trata de llegar a las figuras lacias que llenan las horas del sueño. Trata de caminar por la superficie tersa y silenciosa, que a veces interrumpen los sobresaltos de la ciudad despierta. Vastas emociones y pensamientos imperfectos aparecen en las horas nocturnas, nos señalan un rumbo incierto por donde llegar hasta la madrugada, hasta el momento en que la luz se disperse por el cuarto y devuelva el perfil a los objetos, la exactitud a las distancias.

El ciclo está cambiando. Durante casi veinte años, hemos transitado por un viaje al fondo de la noche. En los años ochenta, la dimensión de la derrota no afectó sólo a los comunistas. Desguazó la columna vertebral de los valores genéricos de la izquierda. Normalizó la explotación, la desigualdad y la competencia implacable entre los individuos, naturalizó las relaciones de clase convirtiendo cualquier resistencia en una desdeñable operación de nostalgia, cuando no en una reprobable defensa del terror y la corrupción del "socialismo real". El volumen de la derrota de la izquierda fue tan vigoroso porque no se limitó a señalar quién tenía más fuerza, sino que llegó a desarbolar las razones de los vencidos. En otros momentos, en otras horas nocturnas y silenciosas, bajo la represión que siguió a la Comuna o bajo la barbarie del fascismo, la izquierda conservó el nervio de su resistencia, sin desmoralizarse en la opinión de que sus argumentos ya no eran válidos. Lo peor de lo ocurrido desde la caída del muro ha sido la asunción de una derrota en los términos de una deslegitimación de los propios motivos de combate. Lo peor ha sido la doble actitud, tan complementaria, en la que unos decidieron peregrinar a los paraísos artificiales de las terceras vías, mientras otros se instalaban en la conmovedora e inútil veneración de unos recursos ideológicos inservibles, yaciendo en la intemperie y la desnutrición de las verdades inmóviles, saqueadas por la erosión de la realidad.

La izquierda ha tenido que viajar en tercera clase, alojarse en los pabellones de los miserables, abandonar las confortables sesiones de análisis autocomplaciente para entender hasta qué punto estaba deteriorada su capacidad de entender su propio mundo. Para entender de qué manera confundía la realidad y el deseo, los monstruos que soñaba con la razón que los producía. La izquierda ha tenido que asistir al espectáculo del desmoronamiento de un sistema en el que reposaba buena parte de su confianza moral para volver a interrogarse sobre su identidad. En los malos momentos, la cultura de la resistencia ha preservado un espacio indispensable. Ha tenido que devolver el sentido originario a las palabras, porque éstas no sólo son vías de comunicación, sino también formas de conocimiento. Cuando todo el mundo exigía que los comunistas se disolvieran, algunos tuvieron el coraje moral de mantener una tradición, de no renunciar a una experiencia que ha recorrido generaciones distintas, que ha ido acumulándose hasta formar un relieve en el paisaje estéril del capitalismo. Algunos han preservado el lenguaje, los signos, la memoria, para entregarlos a los jóvenes que quieren empezar este siglo sin hipotecas, pero que deberían hacerlo en compañía del recuerdo de una lucha centenaria.

En un relato de Stefan Zweig, "La colección invisible", se explica el drama de un pequeño funcionario, que a lo largo de su vida va acumulando grabados de artistas notables, acumulando la mejor colección de Alemania. Una enfermedad le hace perder la vista y, al llegar la hiperinflación de los años veinte, su familia va vendiendo los grabados y sustituyéndolos por páginas en blanco. Al cabo de unos años, los álbumes que contenían los trabajos de Rembrandt, de Mantegna, de Durero, se han convertido en los sepulcros de una serie de hojas vacías. Sin embargo, el anciano funcionario enseña con orgullo la colección a sus visitas, creyendo que los genios renacentistas y barrocos continúan llenando sus carpetas. A veces, la izquierda se ha comportado como ese coleccionista ciego, creyendo disponer de unas imágenes que la justificaban por sí mismas. La izquierda ha creído que las respuestas estaban en esa carpeta de hojas pálidas, a salvo de la temperatura y la humedad ambientales. La función de la izquierda no es arrojar el álbum al fuego, sino volver a llenarlo, recuperar las secuencias verdaderas de su trayectoria.

Eso implica una tarea de búsqueda incesante, que vuelva a contaminarnos con lo que ocurra fuera de los recipientes de alta seguridad ideológica. En primer lugar, comprender el tipo de derrota que se ha sufrido y las condiciones de acumulación de fuerzas en que nos encontramos. No basta con una aceptación genérica del retroceso. El sentimiento de culpa pertenece a otras culturas. La nuestra nos exige la definición de los errores. La izquierda ha gobernado, ha sido poder, ha legitimado con su discurso formas de Estado, maneras de administrar los asuntos de todos. La izquierda se ha organizado de formas determinadas, ha concebido la política y la estrategia de acuerdo con unos principios que han cobrado cuerpo en partidos, en sindicatos, en instrumentos diversos de acción, resposables del perfil de gobiernos y oposiciones, de poder y de movilización. La referencia al pasado ha servido, unas veces, para establecer una dinámica absorta de fieles y reliquias. Otras, para trenzar el diálogo atroz del paciente y del psicoanalista. Se trataría, más bien, de examinarnos para acumular saber, no para darnos falsa seguridad ni para flagelarnos hasta que nos asomen las costillas. Sencillamente, entender por qué una izquierda que dispuso de potentes antenas de recepción de acontecimientos sociales, de valiosas neuronas para dar coherencia a la información y de músculos enérgicos para modificar la realidad, ha podido ser contemplada como un vejestorio autista, encerrado en un misterioso mundo de recuerdos sombríos y palabras en desuso. Comprender, en definitiva, por qué tanta gente nos ha dado la espalda y se ha refugiado en el apoliticismo, en la cínica contemplación de una historia inmutable, en la indiferencia ante nuestros actos y en el desprecio de nuestras propuestas.

Se trata, además, de entender el ciclo histórico en el que estamos. Porque eso es lo que la izquierda útil ha hecho en otros momentos, lo que hicieron, sin ir más lejos, esos jovenzuelos que redactaron el Manifiesto Comunista y que han sido citados, manoseados, ensuciados y pervertidos durante tantos años. No se trata de recuperar la letra, sino el talante intelectual de Marx y Engels, de los primeros socialistas, de los trabajadores que luchaban tratando de integrar su combate concreto en la literalidad de La Internacional. Aceptemos, de una vez, que el capitalismo fordista ha concluido, que hemos cruzado una línea histórica de no retorno, que el enemigo de clase ha organizado las condiciones de explotación de una forma estructuralmente distinta a la de los años comprendidos entre la Gran Guerra y la caída del muro. Descubramos que la fuerza "agregadora" que tenía la socialización en el capitalismo de fábrica de productos duraderos ha terminado. Que las formas de alienación social que acompañan la explotación de este nuevo siglo son distintas. Aceptemos el dominio de un capitalismo difuso, en el que los productores y los consumidores están separados, donde los asalariados se fragmentan en círculos concéntricos cada vez más alejados del obrero con trabajo fijo, que experimenta la explotación en la gran empresa, tomando conciencia de clase en compañía de centenares de obreros de su misma condición. Aceptemos el porcentaje de cada forma de explotación concreta en el balance de los recursos de alimentación del sistema. Las consecuencias de este análisis deben conducir a rupturas políticas con el pasado, pero son el territorio fértil para recuperar lo que en política es iniciativa: anticiparse a los movimientos del adversario, elegir el terreno del conflicto.

Lo que nos exige esta nueva etapa es demostrar que somos capaces de resolver problemas concretos de la gente partiendo de análisis globales. Hasta ahora, en esta fase de pérdida de posiciones tan prolongada, la izquierda se ha limitado a lanzar discurso contra el sistema. De lo que se trata es de buscar formas operativas para acumular fuerzas, que procedan de luchas y victorias parciales. Se trata de ejercer el reformismo anticapitalista y mantener la tensión moral del discurso contra las formas de organización general de la explotación. Hay ejemplos de cómo hacerlo. Cuando la izquierda se organiza para luchar por la semana de 35 horas, golpea el vientre del sistema, es capaz de luchar contra la plusvalía, de hacer visible la posibilidad de generar empleo, de reducir el tiempo de trabajo y aumentar el de ocio, de crear una coherencia entre el desarrollo técnico y las necesidades humanas, de situar la lucha en una estrategia internacional. Cuando esta demanda se convierte en sentido común de la mayoría de los trabajadores, ya se ha obtenido un avance importante. Si se consigue su aprobación por ley, se ha ganado una batalla que tiene carácter anticapitalista, aunque no destruya el sistema de un día para otro. Cuando se defiende el presupuesto participativo, cuando se señala que los mismos recursos pueden gastarse de otra forma, se están poniendo las condiciones de una movilización de las clases populares que afectan a su calidad de vida; que, sobre todo, adquieren el perfil de algo posible, que sólo deja de realizarse por la falta de voluntad del poder, lo ejerza quien lo ejerza. Si esa batalla se gana, la lucha por la recalificación de la democracia se convierte en sentimiento compartido de una mayoría que sabe que ha ganado, que ha conseguido mejorar en lo inmediato su capacidad de participación y sus condiciones de existencia.

En el diagnóstico de las nuevas condiciones del ciclo, hay signos de un cambio de correlación de fuerzas. Lo que ha ocurrido en Davos y en Porto Alegre muestra la pérdida de confianza de la burguesía y la recuperación de las señas identificativas de una izquierda amplia, que suma diversas tradiciones, que se encuentra en un objetivo común, sea cual sea su procedencia. Porto Alegre es una acumulación de saber social, de experiencias convertidas en propuestas de acción inmediata y de luchas que se metabolizan como armas teóricas para la razón de la izquierda, después de tantos años en que sólo ha habido las razones de la derecha. No se parte de cero, sino de miles de acciones fragmentarias que se suman para dar un nuevo semblante a la expresión de una izquierda global. El miedo de la derecha procede de esa potente renovación, de la capacidad de sumar conocimiento que puede surgir de esa nueva internacional. El miedo de la burguesía procede de ese temor a dejar de ser la gestora del único mundo posible. El miedo del enemigo de clase es que nadie le crea, en que su capacidad de convencer se desarticule para dejar al desnudo sólo su capacidad de dominar.

En muchas ocasiones, la expresión del anticapitalismo es sólo una intuición prepolítica. En otras, se vertebra de formas distintas a las que estamos acostumbrados. Da igual. Lo importante es saber que hay un tren en marcha, al que va subiéndose gente diversa, con equipaje distinto, pero sabiendo que es su tren hacia el futuro. Lo importante es que haya un tren de marcha lenta, al que se van subiendo luchadores de lenguas diversas, de razas distintas, de tradiciones políticas diferentes, después de tantos años en que las locomotoras de la izquierda yacían en los cementerios enmudecidos donde el metal se oxida. Lo importante es que el discurso del liberalismo está adelgazando, que su valor de cambio se degrada, que su capacidad de convicción de envilece. Que los jóvenes no se lo creen, que los campesinos lo desdeñan, que los consumidores condenados a nuevas epidemos alimenticias lo empiezan a despreciar, que los ciudadanos que asisten al espectáculo de la ley de extranjería empiezan a comprenderlo en su dimensión brutalizante. Lo importante no es sólo que muchos no quieren ser ya víctimas, sino que hay una mayoría que no quiere asumir la función del verdugo activo o del espectador indiferente. Lo importante es que el nuevo siglo nos pide estar a otra altura, distinta a la resignación de hace unos años, al entusiasmo sin dudas de hace algunos decenios. Nos exige humildad para aprender de todas las experiencias, negarnos a ser cómplices de cualquier mecanismo de manipulación. Nos exige que no haya diferencias entre lo que prometemos y lo que hacemos. Nos pide que resolvamos los problemas reales, pero que no utilicemos el sufrimiento a corto plazo para conformarnos con las soluciones a medias o para unos cuantos.

¿Seremos capaces de organizarnos de esta forma? ¿Seremos capaces de convertir las vastas emociones y los pensamientos imperfectos en algo más sólido, que supere el material tenue de los sueños para adquirir la solidez de la esperanza? Y hacerlo con el talante adecuado. Si antes utilizaba un cuento de Zweig, tal vez nos sirva ahora Thomas Mann, sus palabras al describir cómo se sentía un escritor cuyo manuscrito se ha perdido en un desastre ferroviario: "Me di cuenta de que volvería a empezar desde el principio. Sí, con paciencia animal, con la tenacidad de una criatura primitiva a la que alguien le ha destrozado la obra prodigiosa y complicada fruto de su diminuta inteligencia y aplicación, pasado el primer instante de confusión y perplejidad volvería a comenzarlo todo de nuevo, y quizás esta vez me resultaría algo más fácil."



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