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5 de agosto de 2001 |
El viaje: en la literatura como en la vida (I)
Mempo Giardinelli
Quiero reflexionar ante ustedes, y con ustedes, acerca de nuestras pasiones compartidas: la literatura y el viaje.
Literatura, digo, como viaje a la fantasía, como disparador de la imaginación que nos impulsa a descubrir. Literatura como camino hacia el conocimiento. Como indagación filosófica y psicológica -ese viaje interior- hacia el interior de la especie humana. Quiero decir, por lo tanto, que literatura y viaje son, esencialmente, paralelos casi perfectos.
Por supuesto que esto lo supo, o lo intuyó, el mismísimo Homero. Hace sólo un mes, caminando por la Acrópolis de Atenas, yo pensaba exactamente en este texto que estaba escribiendo y me decía que desde aquellas alturas majestuosas el mundo, la vida, no podía verse sino como un viaje: el mar está ahí y atrae, bajo el cielo infinito, pero sobre todo uno se siente impulsado a reflexionar sobre las miserias y grandezas de los hombres y mujeres que siempre transitaron esas tierras y todas las tierras del mundo. La Odisea de Ulises, vista así, no es sino un viaje fabuloso hacia la verdadera dimensión del ser humano, además de que ser griego -entonces y siempre- era y es sinónimo de la palabra "viajero". De igual modo algunos siglos después Virgilio hizo lo mismo, cuando Augusto lo convocó a escribir (o sea a inventar) la historia de Roma. Lo que en realidad hizo Virgilio fue escribir otro viaje fabuloso: Eneas cruza el Mediterráneo para desembarcar en el Lazio y fundar una civilización. Después de ellos, prácticamente toda la literatura universal se ocupó del viaje como materia fundamental. Y así la literatura misma resulta un viaje, siempre fabuloso, extraordinario, fantástico, en cada uno de los textos que se convirtieron en clásicos y hoy forman el acervo infinito de la escritura del mundo. El viaje es protagónico en los relatos de Las Mil y Una Noches. No en vano las máximas alturas imaginativas de ese libro maravilloso se alcanzan con el Pájaro Rujj, con Sindbad el Marino, con huídas y navegaciones fabulosas. Lo es también en el Medioevo y en el Renacimiento: el Cid Campeador es un viajero, como lo es Marco Polo, y Dante Alighieri, en el 1300 florentino, retoma a un Virgilio imaginario que, en lugar de al Lazio, ahora viaja al Infierno. Otro viaje fantástico, una peripecia alucinante que bordea el horror y que -mejor aún- refunda la literatura: porque la vincula a lo social y a lo político; porque la lleva a indagar en lo moral y lo religioso; porque la hace cuestionar todo lo establecido; porque revuelve las creencias más infinitas y profundas de los seres humanos (que son Dios, el Cielo y el Infierno); y porque a ese viaje Virgilio lo hace por amor a Beatriz y ya sabemos que el amor es el otro gran motivo de la literatura universal. (Por eso, por favor, espero que vuelvan a invitarme cuando hagan un congreso sobre el amor, así seguimos reflexionando...). El viaje es también protagónico en Cervantes, desde luego. El Caballero de la Triste Figura es un "caballero andante", esto es, un viajero irrefrenable. El movimiento es el sentido mismo de su vida literaria. El escenario de sus imaginarias proezas es el permanente cruce de territorios: familiares como La Mancha o desconocidos y peligrosos como Argelia y el Mahgreb. Cervantes continúa la tradición homérica y virgiliana, y las moderniza. Don Quijote de la Mancha funda la novela moderna basándose en el andar itinerante de ese personaje de locas y literarias ideas, que al desplazarse nos provoca tanto admiración como ternura. Y no casualmente una de las cimas de esa novela ejemplar es aquel pasaje impresionante en el que el cautivo en Argel (alter ego del propio Cervantes, sin duda) huye en el Galeote con la bella Zoraida y sus compañeros y cruzan el Mediterráneo (como antes lo hizo Eneas y antes Ulises) hasta llegar a Sevilla de regreso. El viaje, una vez más, es escenario y motivo de la mejor literatura. Podríamos seguir enumerando cómo Literatura y Viaje han sido, a lo largo de los siglos, no una misma cosa sino ese paralelo casi perfecto. Me atrevería a decir, incluso, que es difícil concebir una literatura sin viaje, como es casi imposible que un viaje no provoque literatura. Esa es la tradición que inauguraron los Clásicos y que se difundió en todas las lenguas. Viaje y Literatura son paralelos perfectos en Rabelais como en Salgari, en Conrad como en Melville, en Sarmiento como en Dostoievsky. Aún en Shakespeare y en Goethe es posible encontrar viajes. Y ahí están en los grandes del siglo que acaba de terminar: James Joyce y Ernest Hemingway, Louis Ferdinand Celine y Romain Rolland, Jack London y John dos Passos, Giusseppe Ungaretti e Italo Calvino, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras. También todo el llamado boom que tan bien conocen y todavía estudian aquí en los Estados Unidos: Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, por supuesto. Y también hay viaje en Jorge Luis Borges y en Rosario Castellanos, en Pablo Neruda y en Joao Guimarães-Rosa... La lista es interminable. Y es que la literatura no es sino la vida por escrito. La literatura no es sino una versión de la vida que ha sido puesta en palabras. La literatura no es otra cosa que un mágico testigo del paso de los hombres y las mujeres por la superficie de la Tierra y es, al mismo tiempo, la indescifrable e invisible huella de sus pasos, sus dudas, sus miedos, sus sueños y alucinaciones. Estoy diciendo: un viaje infinito. El viaje del ser hacia adentro del ser en forma de palabra escrita, palabra domiciliada en el papel y, ahora, es cierto, en la pantalla. Quizá por todo esto que digo, por esa convicción que tengo, para mí viajar y escribir son la vida misma. Viajar y escribir son, para mí, tan naturales como respirar. Desde hace años salgo de mi tierra, el Chaco, en el Norte de Argentina, una o dos veces por mes, por razones profesionales. Asisto a congresos de escritores, ferias de libros y encuentros literarios; doy conferencias en academias y universidades de todas las Américas y Europa; y siempre aprovecho los viajes para zambullirme en mundos ficcionales. Porque yo no viajo sólo para conocer ciudades o sitios nuevos o exóticos; ignoro lo que es la perspectiva turística. A cada viaje yo voy como quien camina al azar: en apariencia distraído, lo que encuentre me hará feliz, sobre todo si me abre más los ojos. Me resulta imposible viajar distraídamente. Yo viajo alerta, con todos los sentidos despiertos y atentos. En grandes ciudades como Nueva York, París o Buenos Aires; en carreteras de Brasil, Canadá o Palestina; entre las piedras mitológicas de Grecia, Roma o México; o en ese extraño mundo despojado y misterioso que es la inmensa Patagonia, siempre lo que me turba y estimula del viaje es la incitación a escribir, la irrefrenable pasión escritural que en todo viaje se desata. Por supuesto que me acompañan -y me guían y salvan, diría yo- todos los libros que he leído. Ellos determinan mi marcha, porque yo viajo haciendo literatura de cada observación y al observar evoco textos. Así, conjeturalmente, cada cosa que veo y cada texto que recuerdo se asocian en mi imaginación. La invención literaria florece por la sencilla razón de que cuando se viaja siempre se evoca. Uno viaja, y mientras lo hace mira y recuerda. Contempla y compara. Observa y mensura. Y así se avanza, sabiendo que todo, aún lo aparentemente más nimio, puede ser motivo escritural. El viaje interminable y fantástico que es la literatura universal es mi impulso constante. Yo no soy más que un escritor que viene cumpliendo con ese impulso inexorable. Desde mi primera novela hasta la última, el viaje ha sido mi motivo más constante: el exilio, la transterración, el movimiento, el zarandeo de los personajes en cada viaje interior. Particularmente en mi novela más conocida: Santo Oficio de la Memoria, que es -hay quien lo ha dicho- una versión contemporánea del viaje de Virgilio a los Infiernos. Texto que transcurre en un barco que navega desde Veracruz, México, hasta Buenos Aires, es también una incursión íntima en el mundo de la inmigración, el exilio, el desexilio y la democracia. |
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