19 de enero del 2009
No sé exactamente si nos encontramos ante una ola remontada de morbosidad que rige, como un ascendiente astro meticuloso, los días y meses del año de gracia de 1983. Una morbosidad como la descrita por Nietzche -otrora tan denostado por la intelectualidad oficial- cuando escribía sobre la manía de la vejez que vuelve la mirada y repasa las cuentas del pasado con un afán desmedido de perseguir el consuelo en las remembranzas, en la cultura histórica, en los rituales de las efemérides y de los aniversarios.
Algo así debe ocurrir en un año de lenta rotación como el que transcurrió en 1983. En todas las redacciones, en el despacho del editor, en el contestador automático del conferenciante, en el aula universitaria... han mirado, como un casual, el calendario. Y comenzó, por un simultáneo arte de teletipo y onda, el ritual del aniversario. Conmemoraciones, celebraciones, números monográficos, mesas redondas, cartas al director y otros eventos de desigual parafernalia, se afilan como bisturís y descubren, para el público en general y para general información, que en dicho año se cumple el centenario de la muerte de Karl Marx, una de las mentes más lúcidas y autor de una obra fecunda de difícil parangón, que coincide con el año de nacimiento de John Maynard Keynes, Barón de Tilton, uno de los principales responsables de trasladar la economía desde las torres de marfil universitarios y elitistas hasta las sedes de los partidos políticos, los programas electorales, los ministerios y las revistas de divulgación.
Marx intentó descifrar analíticamente la naturaleza y funcionalidad de la teoría objetiva del valor trabajo y del plusvalor para respaldar un programa de acción política frente a la explotación de la clase trabajadora de su tiempo; mientras que Keynes persiguió la atenuación de los rasgos negativos del sistema hasta el punto que el reformismo económico aplicado bajo tutela estatal no sólo blindó al capitalismo en crisis frente a sistemas alternativos sino que representó un tanque de oxígeno aplicado al modelo de acumulación capitalista. El primero pretendía cambiar el sistema -y luchó políticamente por conseguirlo-; el segundo, salvarlo. Marx aspiró a una imbricación de la libertad y la igualdad -hijas de la Revolución Francesa-, esencialmente políticas, con la capacidad económica que llenaba de sentido toda la tabla de derechos declarados en 1789: una lección sobre la realidad del capitalismo y la emancipación social. Keynes, por su lado, ofreció su formación teórica, la visión global de lo que pasa en un momento dado, el gusto por el arte y la polémica, adornado con una especial versatilidad, ofreció, repetimos, todo ello para sacrificarlo -con una mezcla de escepticismo y resignación- en el ara de la economía, en nombre del capitalismo contemporáneo y de la "posibilidad de civilización".
Como decíamos: 1983 como un año especial, parece ser, con una inquietante alineación planetaria. Después de los años míticos -recordemos el año 2000, el 1984 de Orwell y la desesperanza...- ahora tendremos que añadir 1883, mudo testigo de la muerte de Marx y Wagner, y de los nacimientos de Keynes, Kafka, Mussolini y Ortega, entre otros. Pero también fue el año de la muerte y nacimientos de millares de personas anónimas, de millones y millones de hombres, mujeres y niños, que no aparecen en los calendarios, ni en las antologías, ni en las enciclopedias,.... Anónima humanidad que construyó, poco a poco, una realidad que fue asaltada por la razón. Una razón de desigual amplitud y de sobra conocida, como la de Marx y Keynes.
En el año 2008, un cuarto de siglo después, la profundidad de la crisis económica del capitalista contemporáneo nos remite, otra vez, al ritual de los aniversarios y al juego de fechas para recrearnos en una especie de circuito histórico en espiral que a lo largo del tiempo nos acerca a acontecimientos y respuestas que creemos ya archivadas en la memoria y en los documentos. El carácter especulativo de la economía capitalista en un casino global y la prepotencia del sistema hegemónico que se regodea en el proclamado fin de las ideologías con la prepotencia de saberse fuente del pensamiento único, nos obliga ahora más que nunca a optar por un pensamiento crítico que nos obligue a enfrentarnos con la autoridad de la Historia, cuyas lecciones son a veces difíciles de aprender incluso para aquellos que la recesión anuncia el nuevo despertar de Marx de su sueño eterno y de Keynes de su siesta. En este sentido, avanzamos las siguientes consideraciones para una necesaria reflexión colectiva.
Existen dos opciones para acercarse a la Historia. Una de ellas supone que la historia no tiene significado propio, autónomo, sino que es un mero relato-fábula del historiador, una aportación novelesca que se construye sobre las ruinas, los pergaminos antiguos, las reliquias.... La otra opción, al contrario, sostiene que la historia tiene una multiplicidad de significados según quien la escriba. En realidad, tanto una como otra son opciones erróneas. Ni el historiador es hacedor de historia (en todo caso, de literatura) ni existe una realidad objetiva distinta para cada historiador. Como nos dice E.H. Carr, el historiador nunca trabaja con absolutos.
La objetividad de la historia no tiene una identidad precisa. Los datos históricos son objetivos mientras son meramente datos. En cuanto históricos -es decir, utilizados por el investigador- se produce una relación dialéctica entre los datos y el estudioso. Si existiera objetividad, no sería en el dato histórico ni en el investigador, sino en la relación que mantienen.
El progreso del pensamiento económico ni es automático ni ineluctable; ni totalmente absoluto ni totalmente relativo. Es un proceso progresivo de acción-reacción, acumulativo y que responde a la historia. Los avances teóricos, los logros concretos para la política económica practicada u omitida, la consecución de objetivos, las herejías económicas (y los grandes herejes, los profetas capacitados, los errores compartidos), surgen del curso de la historia y no fuera de ella.
En síntesis, cualquier ley general de los fenómenos sociales tiene un carácter de "históricamente condicionado" o "determinado culturalmente". La esencia de esta argumentación nos conduce hacia serios obstáculos para el establecimiento de una historia que describa y explique dichos fenómenos. Sin embargo, la argumentación es inobjetable. Por otra parte, recurrimos a la problemática de la objetividad del llamado historiógrafo de la imparcialidad. Sometido a los datos, no es en modo alguno pasivo respecto a su propio pensamiento. Más aún -lo que es muy importante- el investigador aporta unas categorías de análisis y considera los datos a través de las mismas. La auténtica objetividad se encuentra en una aplicación correcta de la guía de categorías del pensamiento. Así nos encontramos con la realidad aprehendida mediante la razón: esta es la historia.
Una ciencia económica crítica no es una ciencia de mecanismos automáticos sino una ciencia de causas reales. En este sentido, y continuando con la historia susceptible de incorporar una relevancia al acervo científico, consideramos al legado de Keynes como un producto de su época y, en cierta medida, la culminación de un proceso que conduce a etapas progresivas en el pensamiento económico.
Como producto de su época y de un avance científico, es necesario tener presente las circunstancias que llevaron al conocido interés de Keynes por hacer del capitalismo un sistema económico y social viable. La crisis de 1929 y la llamada Gran Depresión en los países capitalistas más avanzados -esposando una crisis teórica con la depresión económica-; la utilización generalizada de las técnicas estadísticas y el ascenso del positivismo lógico, marcaron de una forma determinante este proceso que culminará con la vigencia del programa del positivismo en economía a través de Popper-instrumentalismo-Friedman. Este esquema obedece a una idea (he aquí la relativización: la razón del autor frente a la realidad para exponer la historia) que nos dice que los procesos de cambio no son una mera consecuencia de los avances más o menos acelerados de los conocimientos, sino que es -además- consecuencia de los cambios estructurales y de las crisis económicas, sociales y políticas que se operan en los países en cuestión. En definitiva, si los adelantos analíticos de una ciencia económica que suponemos crítica no se detienen ni se les otorga un contenido (llamémosle) institucional, transformaremos los análisis en cajas vacías de las que sólo se extraen, claro está, generalizaciones y conclusiones vacías por muy rigurosas que éstas sean.
Las mismas razones que forjaron a la teoría económica ortodoxa como un instrumento ideal para la defensa del sistema social existente impidieron, a su vez, explicar de una manera global el funcionamiento efectivo y real del capitalismo en su conjunto. La tentativa keynesiana fue, en este sentido, continuista a pesar de la postura crítica de Keynes contra los teóricos de la economía como la "lógica de la elección racional". Los ejemplos de L. Robbins (cuya obra es el locus classicus del que parten todas las discusiones, según M. Blaug) y L. von Mises (la ciencia económica como la parte más desarrollada de la praxeología) no sólo son significativos sino el núcleo de la doctrina oficial a la que J.M. Keynes ofreció una caricatura de epitafio en su Teoría General. Permanece, sin embargo, la argumentación macroeconómica, las tentativas de un desarrollo teórico más dinámico, la teoría concebida bajo la presión de la realidad... lo que no es poco, sin ser una alternativa a la tradición neoclásica.
Otro rasgo a señalar es la contribución de la doctrina keynesiana a reforzar los análisis de los marxistas occidentales y en crear un inusitado interés por la obra de Marx. Los keynesianos descubrieron que algunas categorías y varios instrumentos analíticos que trataban de encontrar, se hallaban en K. Marx y epígonos. Y los marxistas, por otra parte, se convencieron de la necesidad de interesarse por el keynesianismo como la fórmula de gestión de la crisis por parte del capitalismo avanzado contemporáneo y como un proyecto de modelización para programar reformas.
Desde el anterior punto, y sucedió en ocasiones, podemos decir que las causas de un interés mutuo no lo constituyen, ni mucho menos, las bases de una coincidencia. El horizonte de la política keynesiana es el corto plazo. Y a partir del nuevo paradigma keynesiano nos encontramos con una evolución ahistórica de la disciplina, eliminando paulatinamente los elementos sociohistóricos de la misma, precisamente los elementos que han hecho de la economía una ciencia social. Las instituciones sociales, para Keynes, son premisas de su especulación: no merecen un análisis profundo. ¡Qué diferencia respecto a Marx!. La utilización de términos macroeconómicos, la refutación de la ley de Say... son semejanzas entre Marx y Keynes. Semejanzas y no identidades ni continuación teórica. El éxito de Keynes está basado, en una proporción muy importante, en las posibilidades de supervivencia que concede su teoría al capitalismo: es necesario reformar el sistema para que no cambie. Y éstas son las razones por las que fue tan bien acogido por el poder. Mientras las cuestiones empíricas y la política económica a corto plazo acapara la preocupación general, los problemas planteados por las transformaciones a largo plazo son relegados a un plano secundario. Sin embargo, la tradición que se enfrenta a los problemas desde un conjunto orgánico de planteamientos económicos y sociológicos (Sombart, Weber, en cierto sentido Marshall) y el marxismo, sobre todo éste último, es una tradición -repito- enriquecida continuamente no sólo por el análisis científico sino por la historia, entendida como la realidad asaltada por la razón.
Posiblemente, el capitalismo esté agotando aceleradamente su papel histórico. Incluso es posible que la crisis actual sea de una gravedad sistémica de tal calibre que su recuperación signifique el destierro neoliberal y el mercado despojado de sus automáticas ventajas.
El sistema que surgió de su gran realización, la revolución industrial, se encuentra bloqueado por sus, aparentemente, mejores logros. El progreso técnico elevó los niveles de productividad pero creó la contraparte financiera de las inversiones hasta el punto que se convirtieron en un fin especulativo en sí mismo. La rápida difusión del capitalismo por todo el orbe le convirtió en el primer modo de producción universal de la historia pero inventó el imperialismo y la globalización como modalidad de gestión que aumenta exponencialmente la volatilidad y la vulnerabilidad de los más débiles. Pero los problemas actuales no necesitan un nuevo orden económico internacional -que nace viciado de origen- sino un nuevo modo que conduzca a las naciones más desarrolladas a la era postindustrial (la revolución tecnocientífica, según algunos autores) y que libere a los condenados de la tierra (F. Fanon).
Y todo enfocado en una meta clara situada en la utopía. Porque existe una razón que asaltará el futuro, porque la historia será realidad y porque la utopía está ahí no más: cambiar el gobierno de los hombres sobre los hombres por la administración de las cosas. Es necesario esgrimir ya las armas de otra racionalidad.