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29 de noviembre del 2008

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Cultura

Fredric Brown

El granuja espacial (fragmento)


Fredric Brown
La Insignia. España, noviembre del 2008.

Fredric Brown, El granuja espacial y otras novelas de marcianos
Editorial Gigamesh. Col. Gigamesh Ficción, nº 40
Barcelona (España), 2008.
Colección dirigida por Alejo Cuervo
Traducción y prólogo de Jesús Gómez Gutiérrez
Portada de Juan Miguel Aguilera.

 

Uno

El granuja espacial

No lo llaméis por un nombre, porque no tenía nombre. No conocía el significado de nombre ni de ninguna otra palabra. No tenía idioma, porque no había entrado en contacto con ningún otro ser vivo en los miles de millones de años luz que había recorrido desde el extremo más alejado de la galaxia, en los miles de millones de años que había tardado en realizar el viaje. Por lo que sabía y por todo lo que alguna vez había sabido, él era el único ser vivo del universo.

No había nacido, porque no había ningún otro como él. Era una roca de algo más de kilómetro y medio de diámetro, que flotaba libremente en el espacio. Hay miríadas de mundos igualmente pequeños, pero son rocas muertas, materia inanimada. Él era consciente, una entidad: una combinación accidental de átomos y moléculas lo había convertido en un ser vivo. Por lo que sabemos en la actualidad, es un accidente que sólo se ha producido dos veces en la infinidad y la eternidad; el otro caso tuvo lugar en el fango primordial de la Tierra, cuando los átomos de carbono formaron seres vivos que se multiplicaron y evolucionaron.

Algunas esporas de la Tierra se dispersaron por el espacio y germinaron en Marte y Venus, los dos planetas más cercanos, y cuando el hombre aterrizó en ellos, un millón de años más tarde, encontró vida vegetal esperándolo. Pero esa vegetación, a pesar de haber evolucionado de forma muy distinta a la que el hombre conocía, se había originado de todos modos en la Tierra. El único lugar donde había surgido vida capaz de multiplicarse y evolucionar era la Tierra.

La entidad del extremo más alejado de la galaxia no se había multiplicado; seguía siendo única y estando sola. Tampoco había evolucionado, salvo en el sentido de que su consciencia y su conocimiento habían aumentado. Sin órganos sensoriales, aprendió a percibir el universo que lo rodeaba; sin lenguaje, llegó a comprender sus principios y su mecánica, y la forma de utilizarlos para moverse libremente por el espacio, así como para hacer otras muchas cosas.

Llamadlo roca pensante, planetoide racional.

Llamadlo granuja, en el sentido más clásico de la palabra: "uva desgranada y separada del racimo".

Llamadlo granuja espacial.

Vagaba por el espacio, pero no buscaba otras formas de vida, otras conciencias, porque suponía, desde hacía mucho tiempo, que no existían.

No se sentía solo, porque no tenía un concepto de la soledad. Tampoco tenía un concepto del bien o del mal, porque un ser solitario no puede conocer lo uno ni lo otro: la moralidad surge únicamente a partir de nuestra actitud hacia los demás. No tenía concepto de la emoción, a no ser que el deseo de aumentar su conciencia y sus conocimientos, digamos que la curiosidad, se pueda considerar una emoción.

Tras miles de millones de años, pero sin ser joven ni viejo, se aproximaba a un pequeño sol amarillo alrededor del cual giraban nueve planetas.

Hay muchos así.


Dos

Llamadlo Crag; era el nombre que usaba, y servirá tan bien como cualquier otro. Era contrabandista, ladrón y asesino. Había sido astronauta y tenía una mano de metal que lo demostraba; eso, el gusto por licores exóticos y una intensa aversión hacia el trabajo. El trabajo le habría resultado fútil en cualquier caso; para celebrar una simple juerga o para comprar el más barato de los estupefacientes, las únicas cosas que hacen que la vida merezca la pena, habría tenido que trabajar toda una semana si no se hubiera dedicado al delito. Sabía distinguir el bien del mal, pero no habría dado ni un grano de arena de Marte por ninguno de los dos. No se sentía solo, porque se había hecho autosuficiente mediante el procedimiento de odiar a todo el mundo.

Sobre todo en aquel momento, porque lo habían atrapado. Y de todos los lugares donde podían atraparlo, había sido allí, en Albuquerque, en el centro de la Federación y en el sitio de los cinco planetas donde tenía menos probabilidades de salir impune. Albuquerque, donde la justicia era más abyecta que el delito, donde los delincuentes no tenían la menor oportunidad a no ser que formaran parte del sistema. Los independientes no eran bien recibidos y no duraban mucho. No debería haber ido allí, pero había recibido información sobre un asunto seguro y se había arriesgado. Ya sabía que su informante trabajaba para el sistema y que el soplo había sido un cebo para atraerlo. Ni siquiera había tenido tiempo para hacer el trabajo... en caso de que existiera realmente y no fuera un simple producto de la imaginación del delator.

Lo habían atrapado al salir del aeropuerto. Lo registraron y le encontraron casi treinta gramos de neftin en el bolsillo, que estaban de verdad allí, ocultos en el fondo falso de un paquete de tabaco. Era el paquete que le había dado el parlanchín representante de una tabacalera que se había sentado a su lado en el avión, como muestra gratuita de la nueva marca de su empresa. El neftin era mal asunto; su posesión, aunque fuera para consumo propio, era un delito neuralizable. Había sido una jugada maestra. Lo habían pillado desprevenido.

Sólo quedaba una cosa por saber: si le caerían veinte años en la colonia penal del inhóspito Calixto o lo enviarían al neuralizador.

Se sentó en el catre de la celda mientras lo meditaba. Había una gran diferencia. Vivir en la colonia penal podía ser mejor que no vivir en absoluto, y siempre cabía la posibilidad, aunque fuera escasa, de huir. Pero la idea de acabar en el neuralizador era intolerable. Decidió que antes de acabar así, se suicidaría o conseguiría que lo mataran en un intento de fuga.

A la muerte podía mirarla a la cara y reírse de ella, pero no al neuralizador. Al menos, desde su punto de vista. La silla eléctrica de unos siglos atrás se limitaba a matar; en cambio, el neuralizador hacía algo mucho más grave: "ajustaba" al reo, si no lo volvía loco antes. Estadísticamente, una de cada nueve víctimas terminaba loca de atar; por ese motivo sólo se utilizaba en casos extremos, de delitos que se habrían castigado con la muerte en los tiempos de la pena capital, e incluso en tales casos, entre los que se encontraba la posesión de neftin, no era obligatorio; el juez podía optar por ello o por la alternativa de una sentencia máxima, de veinte años, en Calixto. Crag se estremeció al pensar que si lograban perfeccionar el neuralizador, si eliminaban esa posibilidad entre nueve de ser afortunado, probablemente se convertiría en pena obligatoria incluso para delitos menos importantes.

Cuando el neuralizador funcionaba, convertía al reo en "normal", por el procedimiento de eliminar de su mente todos los recuerdos y experiencias que lo habían convertido en una excepción a la norma. Todos los recuerdos y experiencias, los buenos y los malos.

Tras pasar por el neuralizador se partía de cero en lo relativo a la personalidad. Se recordaban las habilidades; se sabía hablar y comer, y si alguna vez se había sabido utilizar una regla de cálculo o tocar la flauta, todavía se sabía utilizar una regla de cálculo o tocar la flauta.

Pero no recordaría su nombre, a menos que se lo dijeran. Y no recordaría aquella vez que lo torturaron durante tres días y dos noches en Venus, antes de que el resto de la tripulación lo encontrara y lo salvara de las plantas animadas que detestaban cualquier tipo de carne, especialmente en forma humana. No recordaría aquella vez que padeció demencia espacial, ni cuando sobrevivió nueve días sin agua. No recordaría nada de lo que había vivido.

Empezaría de cero, como una persona diferente (...).


Publicado en La Insignia por cortesía de Gigamesh

 

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