10 de mayo del 2008
Durante estos días, debido a que desde hace tres años trabajo en APRODEH, he recibido mensajes de solidaridad de numerosas personas. Para algunos, nada de lo que digan Lourdes Alcorta, Aldo Mariátegui o Mauricio Mulder puede ser cierto, por lo que seguramente APRODEH habrá tenido razón en lo que haya hecho o dicho. Otros coinciden con la carta enviada al Parlamento Europeo indicando que el MRTA ya no existe y elogian la valentía de APRODEH. Existen quienes también se solidarizan, pero creen que la carta fue un error que ha afectado a todo el movimiento de derechos humanos.
En cuanto a mí, he considerado siempre al MRTA como un grupo terrorista, empeñado además en brutales prácticas de "limpieza social", pero creo que la furibunda campaña contra APRODEH siembra dudas sobre la existencia en el Perú de un "proceso transicional".
Se denomina así a lo ocurrido en varios países de Centroamérica y el Cono Sur, donde se pasó de conflictos armados o dictaduras cruentas a una situación de democracia que permitía juzgar las violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado. Sin embargo, el caso peruano es diferente porque el fin del conflicto armado en 1992 llevó mas bien a la afirmación del régimen de Fujimori y éste, con los sectores neoliberales, aprovecharon la situación para proclamar una Constitución donde se eliminaban las disposiciones que garantizaban los derechos sociales.
Resulta paradójico que el trascendental juicio a Fujimori se produzca en vigencia de dicha Constitución cuando, por muchos aspectos que afectan a los sectores más vulnerables, pareciera que sigue gobernando: la precariedad en que se encuentran millones de trabajadores, la ausencia de un sistema de transporte público, los abusos de la ONP, el carácter costoso y temporal del DNI, las presiones sobre las comunidades campesinas e indígenas. Los sucesores de Fujimori han preferido continuar con esas políticas.
A esto se añade que durante los ocho años siguientes al fin del conflicto, Fujimori y los militares lograron generar un sentido común que todavía subsiste: "las violaciones a los derechos humanos fueron el lamentable costo a pagar para conseguir la paz y el desarrollo". Naturalmente, esta percepción convenía también al APRA y a los integrantes de Acción Popular.
Por eso, aunque tuvimos una Comisión de la Verdad, ésta no alcanzó el respaldo de la mayoría de los ciudadanos ni de las fuerzas políticas. Mas bien, la virulenta reacción multipartidaria contra el Informe Final demostró que el grupo victorioso en el conflicto armado se mantenía de facto en el poder y rechazaba todo cuestionamiento. Una muestra de ello es que Belaúnde sea recordado como gobernante tolerante y mesurado a pesar que durante su gobierno se cometieron las peores masacres de nuestra historia republicana.
Entretanto, como ocurría en los años autoritarios, la muerte de quince personas por las fuerzas de seguridad durante el régimen de Toledo quedó en la impunidad. El retorno al poder de García complica aún más el panorama, porque esa cifra luctuosa ha sido superada en menos de veinte meses. El miércoles pasado, la policía asesinó a otro campesino en Puno.
Dos elementos añadidos agravan la situación: la ausencia de pluralismo en los medios de comunicación, especialmente la televisión, y los continuos ataques del régimen y sus allegados a quienes apoyan los derechos de campesinos e indígenas (Grufides, Fedepaz o Racimos de Ungurahui).
Como queriendo confirmar que jamás hubo una transición, durante este año los voceros del régimen sostienen que aparentemente seguíamos, sin saberlo, viviendo un contexto de violencia armada: con total ligereza emplean el término terrorista para descalificar organizaciones sociales, universidades, protestas ambientales e instituciones.
Se pasa también de la difamación a la acción: en Piura, 35 autoridades, líderes campesinos e integrantes de ONG han sido denunciados como terroristas. Sin juicio ni sentencia Carmen Azparrent, Melissa Patiño y otras cinco personas, han sido sometidas al régimen carcelario más severo, aunque no existe ninguna prueba para involucrarlas como terroristas.
Resulta extraño que antes de una cumbre internacional el gobierno en lugar de generar confianza, parezca empeñado en reactivar el temor al terrorismo. Sin embargo, aún antes de ello, la situación era preocupante: se ha establecido hasta 25 años de prisión para quienes bloqueen carreteras en protestas sociales (en tiempos de Fujimori eran tres años) y se ha dispuesto la inimputabilidad de militares y policías que maten civiles.
En los peores años de la violencia, trabajar en derechos humanos implicaba afrontar riesgos, amenazas, campañas de desprestigio y, muchas veces, una sensación de soledad. En mi caso, la solidaridad que mencionaba al principio ha impedido que esta sensación aparezca; pero en los últimos días he confirmado mi percepción de que el Perú no llegó a vivir un verdadero proceso transicional.