19 de marzo del 2008
Cuando me llamó el satélite de Control estaba escribiendo el informe de los progresos del día en la cúpula del observatorio, esa oficina cubierta por una burbuja de cristal y situada en el eje de la Estación Espacial como el cubo de la rueda de un coche. En realidad no era un buen sitio para trabajar, pero la vista que se tenía desde allí resultaba sobrecogedora e impresionante. A unos pocos metros de distancia podía ver los movimientos de los equipos de construcción, que parecían grabados a cámara lenta en una extraña especie de ballet cósmico, mientras ensamblaban la estación como si reunieran las piezas de un rompecabezas gigante. Y más allá de todo aquello, treinta mil kilómetros más abajo, el glorioso azul verdoso de la Tierra llena flotando contra las miríadas de estrellas de la Vía Láctea.
- Aquí la estación supervisora -dije-. ¿Hay alguna dificultad?
- Nuestro radar muestra un pequeño eco a tres kilómetros de distancia, aproximadamente a cinco grados al oeste de la estrella Sirio. ¿Puede darnos un informe visual?
Una cosa que se acercaba a nuestra órbita con tanta precisión difícilmente podía ser un meteorito; debía de ser objeto que se nos había escapado, tal vez una pieza sin asegurar que quedó a la deriva. Eso supuse al menos; pero cuando eché mano de los binoculares y rebusqué por el cielo en dirección a la constelación de Orión, descubrí mi error enseguida. Aunque aquel viajero del espacio estaba fabricado por la mano del hombre, no tenía absolutamente nada que ver con nosotros.
- Lo he encontrado -dije a Control-. Es un satélite de pruebas con forma de cono, cuatro antenas y lo que parece un sistema de lentes en la base. A juzgar por su diseño, probablemente fue lanzado por las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos a principios de los sesenta. Sé que perdieron la pista de algunos cuando fallaron sus transmisores. Intentaron alcanzar esta órbita varias veces antes de lograrlo definitivamente.
Tras una breve búsqueda en los archivos, Control pudo confirmar mi suposición. Les llevó un poco más saber que Washington no tenía el menor interés en nuestro descubrimiento de aquel satélite extraviado veinte años antes, y al parecer, todo indicaba que se quedarían tan contentos si lo perdíamos de nuevo.
-Bueno, no podemos hacer eso -dijo Control-. Aunque nadie lo quiera, esa cosa es una amenaza para la navegación. Alguien tiene que salir y traerlo a bordo.
Ese alguien, comprendí, tenía que ser yo. No me atrevía a relevar de su trabajo a ninguno de los hombres de los equipos de ensamblaje, ya que íbamos retrasados en el programa de trabajo y cada día de retraso en el proyecto costaba un millón de dólares. Todas las redes de televisión de la Tierra esperaban impacientes el momento en que pudieran canalizar sus programas a través de nuestra estación espacial y lograr con ello el primer servicio global de polo a polo.
- Saldré yo mismo a rescatarlo -repuse finalmente, mientras ponía una banda elástica a mis papeles para evitar que las corrientes de aire procedentes de los ventiladores los dispersaran en el interior de la cúpula. Aunque lo dije en un tono que daba a entender que iba a hacerles un gran favor, lo cierto es que aquella misión me gustaba. Ya casi hacía dos semanas desde que había salido al exterior por última vez, y estaba cansado de hacer informes de mantenimiento, observaciones y cálculos y de archivar datos y todos esos ingredientes que hacen la vida tediosa en el interior de la cúpula de un supervisor de estación espacial.
El único miembro de la tripulación a quien encontré por el camino fue Tommy, nuestro gato recién adquirido. Un animal doméstico significa mucho para los hombres que se encuentran a miles de kilómetros de la Tierra; pero no hay muchos de animales como el gato, que se adapten por sí mismos a un entorno de ingravidez. Tommy maulló suplicante cuando empecé a enfundarme en mi traje espacial; pero yo tenía demasiada prisa para detenerme a jugar con él.
En este momento quizá deba recordarles a ustedes que los trajes espaciales que utilizamos en la estación son completamente diferentes a los trajes flexibles que se utilizan cuando hay que caminar por la superficie de la Luna. Los nuestros son en realidad unas diminutas naves espaciales, tan pequeñas que sólo pueden llevar a un hombre en su interior. Unos cilindros rechonchos de unos dos metros de largo, con cohetes de propulsión de baja potencia y un par de brazos en forma de acordeón en la parte superior que coinciden con los del operador. Normalmente, sin embargo, uno mantiene las manos en el interior y acciona los controles manuales desde un pequeño panel de control a la altura del pecho.
Tan pronto como estuve debidamente acondicionado en el interior del aparato personal, activé la energía que lo ponía en marcha y comprobé los calibradores del diminuto panel de control. Existe una palabra mágica, "CORB", que con frecuencia oirán mencionar a los hombres del espacio cuando saltan a su cápsulas, y que recuerda sistemáticamente la necesidad absoluta de comprobar el combustible, oxígeno, la radio y las baterías. Todas las agujas de mi panel de control estaban situadas en la zona de seguridad, por lo que bajé el transparente hemisferio sobre mi cabeza y me encerré herméticamente en su interior. Para un viaje corto como aquél no tenía por qué comprobar los compartimentos internos que normalmente se utilizan para transportar alimentos, material y equipo en misiones de más larga duración.
Mientras la cinta transportadora me depositaba en la cámara de vacío, me sentí como un niño indio cargado a espaldas de su madre, hecho un fardo. Después, las bombas actuaron debidamente hasta bajar la presión a cero, se abrió la compuerta exterior, y los últimos vestigios de aire me arrojaron hacia las estrellas, dando vueltas ligeramente sobre mí mismo.
La estación se encontraba a sólo unos pocos metros de distancia, pero pese a todo yo era un planeta independiente, un pequeño mundo formado por mí mismo. Estaba encerrado en el interior de un diminuto y móvil cilindro, con la vista más soberbia que pueda conseguirse del Universo, pero apenas si disponía prácticamente de libertad alguna de movimientos en el interior de la cápsula. El asiento acolchado y el arnés de seguridad me impedían dar vueltas de un lado para otro, pero me permitían alcanzar los controles con ayuda de manos y pies.
En el espacio el gran enemigo es el Sol, que puede dejarle a uno ciego en cuestión de segundos. Abrí con mucho cuidado los filtros oscuros correspondientes a la parte "noche" de mi cápsula y volví la cabeza para mirar las estrellas. Al mismo tiempo, dispuse en mi casco el dispositivo automático de ajuste de la luz solar, de tal forma que, aunque mirase en cualquier dirección, me hallase escudado de aquel resplandor intolerable.
Poco después encontré mi objetivo, un brillante objeto plateado cuyo destello metálico le hacía claramente diferenciable de las estrellas que le rodeaban. Presioné con el pie el control de propulsión en la dirección conveniente y sentí la suave aceleración producida por los cohetes de baja potencia que me alejaban de la estación. Tras unos diez segundos de empuje calculé que mi velocidad ya era bastante elevada y corté la propulsión. Me llevaría unos cinco minutos llegar hasta mi objetivo, y no muchos más volver con él en aquella misión de salvamento.
Y fue en aquel instante en el que me lanzaba al abismo cuando me di cuenta de que algo iba terriblemente mal.
Nunca hay silencio absoluto en el interior de un traje o de una cápsula espacial; siempre se oye el suave silbido del oxígeno, el débil zumbido de los ventiladores y motores, el susurro de la respiración propia e incluso, escuchando con cuidado, los rítmicos latidos de tu corazón. Todos esos sonidos reverberan a través de la cápsula, incapaces de escapar al vacío circundante; son en realidad el fondo, del que no parece uno darse cuenta, de la vida en el espacio, y que sí se notan cuando cambian.
Y habían cambiado: a ellos se había unido un sonido que no pude identificar. Era como un roce intermitente y apagado, acompañado a veces por un ruido chirriante como si se tratase de la fricción de un metal contra otro.
Detuve en el acto hasta mi propia respiración, intentando localizar el extraño sonido. Los calibradores del panel de control no me ofrecían la menor pista; todas las agujas estaban firmes como una roca en sus diferentes escalas y no tampoco había ningún parpadeo de luces rojas, que son las que automáticamente avisan del desastre inminente que te puede caer encima por cualquier circunstancia imprevista. Aquello me proporcionó cierta seguridad, aunque no mucha. Hacía tiempo que había aprendido a confiar en mis instintos en ese tipo de cuestiones; y sus luces de alarma parpadearon y me dijeron que volviera a la estación antes de que fuera demasiado tarde.
Incluso ahora, me disgusta recordar los minutos que siguieron, cuando el pánico se extendió por mi mente como una marea incontenible, rebasando los diques de la lógica y la razón que todo hombre ha de erigir frente al misterioso universo. Supe entonces lo que debía ser encararse con la locura; ninguna otra explicación encajaba con los hechos. Porque ya no podía pretender que el ruido que oía correspondiese a un mecanismo que no funcionaba correctamente. Aunque me hallaba en una situación de total aislamiento, lejos de cualquier ser humano e incluso de cualquier objeto material, en realidad no estaba solo. Aquel vacío en donde no existe el sonido me estaba llevando al oído ese leve pero inequívoco conjunto de sensaciones que son la vida.
En aquel momento, capaz de helar el corazón a cualquiera, tuve la sensación de que algo intentaba penetrar en el interior de mi cápsula; algo invisible que intentaba buscar refugio del cruel y espantoso vacío del espacio. Me giré como un loco en el arnés de seguridad, rebuscando febrilmente en todas las direcciones del espacio, excepto en el cono prohibido que proyecta la destructora luz del Sol. No había nada, por supuesto. No podía haberlo, pero aquel chirrido misterioso y deliberado se hacía cada vez más claro y evidente.
A despecho de cuanto se ha escrito sobre nosotros, y que considero un absurdo, es falso que los hombres del espacio seamos supersticiosos. Pero ¿puede reprochárseme el que, habiendo agotado todos los razonamientos de la lógica, recordara repentinamente cómo había muerto Bernie Summers, a la misma distancia de la estación a la que yo me encontraba entonces?
Fue uno de esos accidentes "imposibles". Siempre lo son. Tres cosas habían ido mal al mismo tiempo. El regulador de oxígeno de Bernie se había estropeado y aumentado la presión; la válvula de seguridad no había expulsado el aire excedente y una junta cedió. En una fracción de segundo su traje espacial quedó abierto al vacío.
No llegué a conocer a Bernie; pero de repente su destino se convirtió en algo sobrecogedor para mí, porque una idea horrible acababa de entrar en mi mente. Uno no habla sobre esas cosas; pero una cápsula espacial es demasiado valiosa para desecharla aunque haya matado a su portador. Se repara, se vuelve a numerar y se utiliza de nuevo como otra cualquiera en perfectas condiciones.
¿Qué ocurre con el alma de un hombre que muere entre las estrellas, lejos de su mundo natal? ¿Estás ahí todavía, Bernie, aferrado a la última cosa que te une a tu hogar perdido y distante?
Mientras luchaba contra las pesadillas que me asaltaban por doquier, ya que para entonces parecía que los chirridos y los misteriosos ruidos provenían de todas direcciones, apareció una última esperanza a la que me aferré con desesperación. Por el bien de mi salud mental, tenía que probar que aquél no podía ser el traje espacial de Bernie, que las paredes metálicas que me rodeaban tan de cerca no habían sido nunca el ataúd de otro hombre.
Tuve que hacer varios intentos antes de poder pulsar el botón adecuado y conectar la longitud de onda de emergencia.
- ¡Estación! -llamé jadeante -. ¡Tengo graves dificultades! ¡Consigan inmediatamente los registros de mi cápsula y...!
No acabé de transmitir lo que deseaba; me dijeron después que mis gritos habían estropeado el micrófono. Pero, ¿qué hombre solo en el completo aislamiento de un equipo espacial no habría gritado al sentir que algo le rozaba suavemente la nuca?
Sin duda, debí lanzarme hacia delante en un movimiento desesperado, pese al arnés de seguridad, y fui a dar con la cabeza en la parte superior del panel de control. Todavía estaba sin sentido, con una gran herida en la frente, cuando el equipo de salvamento me alcanzó a los pocos minutos.
Y debido a ello, resultó que yo fui la última persona en toda la inmensa Estación Espacial de enlace que se enteró de lo que había sucedido. Cuando volví a la realidad unas horas más tarde, todos los médicos de a bordo estaban reunidos junto a mi cama; pero pasó un buen rato antes de que los doctores se molestaran en mirarme. Estaban mucho más interesados jugando con los tres gatitos que nuestro mal llamado Tommy había tenido la humorada de criar en el tranquilo rincón del pequeño espacio superior trasero de mi cápsula número 5.