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26 de febrero del 2008

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Qué fácil es matar campesinos


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, febrero del 2008.

 

Los campesinos fallecidos la semana pasada a manos de la policía no han sido las primeras víctimas mortales atribuíbles al segundo gobierno de Alan García. Desde julio del año 2006, más de diez personas han muerto en circunstancias similares.

Tampoco son los primeros del año 2008: el 10 de enero, el niño John Acosta falleció en Pucallpa por el impacto de una bomba lacrimógena. Antes de John, otro niño también murió debido a la acción policial: el 22 de abril del año pasado, Imel Huayta, de ocho años, viajaba con sus padres en un camión hacia Ilave cuando varias balas impactaron en el parabrisas. Era la manera en que la policía de la zona realizaba un operativo contra el contrabando. El hermanito de Imel, de cuatro años, también quedó gravemente herido.

Pero las víctimas de la semana pasada tampoco son los primeros campesinos: diez días antes de la muerte de Imel, Marvin González, joven agricultor de Chimbote, fue abatido por la espalda. Se tiene también el caso de Julián Altamirano (Andahuaylas, 15 de julio del 2007) y, según muchos cajamarquinos, de Isidro Llanos (2 de agosto del 2006), aunque el caso se produjo cuando Alan García apenas llevaba seis días en el poder.

Como en los tiempos de la violencia política, las principales víctimas de la represión policial son agricultores. Este fue el caso de doce de los quince muertos durante el gobierno de Toledo, desde Reemberto Herrera y Melanio García, enfrentados a la empresa Majaz, hasta Guillermo Tolentino, que protestaba contra los abusos de Barrick en Huaraz, pasando por Efraín Arzapalo, quien reclamaba contra la contaminación del Lago Chinchaycocha en Junín. Sus muertes provocaron mas bien indiferencia en la opinión pública limeña, más preocupada por noticias secundarias como los embustes del presidente o los exabruptos de su esposa.

Sin embargo, las muertes de la semana pasada poseen varios elementos muy preocupantes que las distinguen de los anteriores asesinatos de civiles a manos de las fuerzas del orden.

En primer lugar resulta gravísimo el empleo de armas de fuego contra la población. Es verdad que anteriormente el uso indiscriminado de bombas lacrimógenas había tenido consecuencias mortales, como ocurrió en los casos de los estudiantes Fernando Pinto y Edgar Talavera (Arequipa, junio de 2002), así como del anciano agricultor Marcelino Sulca (San Clemente, febrero del 2002). Sin embargo, el hecho que tanto Emiliano García y Rubén Pariona en Ayacucho como Julio Rojas en Barranca hayan fallecido por disparos en la cabeza es más que una coincidencia. Creemos que puede hablarse de un cambio en las directivas de la Policía Nacional.

Otro elemento sumamente peligroso es el respaldo político que estos delitos han recibido. Mientras Toledo negaba los hechos, sosteniendo que su gobierno no había derramado la sangre de nadie, Alan García ha elogiado el brutal "desempeño" policial y señalado que es una advertencia para la población. A nivel internacional se sabe que cuando las autoridades elogian prácticas represivas, éstas tienden a repetirse, porque los policías se sienten reforzados.

Precisamente, pocas horas después de las declaraciones de García, el estudiante ayacuchano Edgar Huayta, que participaba en los funerales de los dos campesinos asesinados, recibía una bomba lacrimógena en la cabeza y ahora se debate entre la vida y la muerte. Esa noche, también un burrier mexicano fue asesinado en la DIRANDRO y luego se dijo que se había suicidado (con las manos esposadas, aparentemente).

Los sectores empresariales, que tanto respaldan a García, están dispuestos a creer las "teorías de la conspiración" más hilarantes antes de aceptar que las protestas se deben a la exclusión que sufren millones de peruanos. Como ocurrió con Sergio Alanoca y Herminia Herrera, los dos maestros del SUTEP fallecidos en julio, algunos titulares distorsionan los hechos al señalar que "las protestas causaron cuatro muertos". Intentan presionar al Ministerio Público para que actúe solamente frente a los manifestantes, desconociendo toda responsabilidad penal de los policías que asesinaron a los campesinos.

Es difícil entender que un presidente pueda estar satisfecho por la muerte de sus compatriotas, más aún cuándo la mayoría de los casos (incluido el de Santiago Lloqlle, aparentemente de manera accidental) se han dado en el sur del país, donde el índice de aprobación del gobierno es mínimo, la pobreza aumenta según las propias cifras oficiales y la existencia de los mayores atractivos turísticos parece no generar ningún beneficio.

Los voceros del régimen insisten en que las protestas sociales dañan la imagen del país, tomando en cuenta las futuras cumbres presidenciales. Habría que preguntarse si no la daña más un régimen que mata campesinos, que ignora las necesidades de los pobres y que considera la realización de cumbres alternativas nada menos que un acto "contra el Perú".

Si no cesan las muertes de campesinos, el año de las cumbres presidenciales puede terminar convirtiéndose en el año de la barbarie.

 

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