1 de febrero del 2008
-¿Por qué tocas tanto el claxon?
-Para que suba la gente.
-Pero ahora no hay nadie en la carretera.
-Estoy que llego a mi pueblo y quiero que todos lo sepan -sonríe el chofer.
Cae la tarde del último domingo del año 2007 y me encuentro en una combi entre Zorritos y Tumbes. Recientemente he adquirido la costumbre de convencer a los taxistas para que, al menos mientras estoy en el vehículo, no toquen el claxon. Estos breves pactos contra la contaminación sonora me han dado resultados positivos en Lima, Piura y Ayacucho, pero el joven chofer de la combi es un claxonero incorregible que me había mirado burlón desde que, al subir, logré desenterrar el cinturón de seguridad, sepultado debajo del asiento, y me lo coloqué.
-En Lima, el chofer y el pasajero que se sienta delante siempre se ponen el cinturón -me justifico, mientras él sonríe como si me hubiera puesto un huevo frito en la cabeza.
Unos kilómetros más adelante, al ver un voluminoso vehículo de la Policía de Carreteras, le digo:
-¿Y si les aviso de que estás sin cinturón?
-¿Acaso les interesa? -se encoge de hombros.
El interés de la policía es fundamental para que las normas de tránsito se cumplan: gracias a él he visto en el Cuzco que los colectivos que recorren el Valle Sagrado ya no llevan pasajeros apiñados en la maletera. Pero en esta caleta tumbesina, los agentes están más preocupados por entablar amistad con unas lugareñas mientras cae el sol y ni siquiera se fijan en la combi.
Al no funcionar el argumento de autoridad, le recuerdo:
-Ayer, en esta carretera, ha habido tres muertos.
Aunque Lima concentra la abrumadora mayoría de vehículos automotores del Perú, los accidentes mortales son mucho más frecuentes fuera de la capital. En diciembre, Ketty Sánchez, la lingüista shipiba que fue alumna mía en la Universidad de San Marcos, falleció mientras viajaba en un mototaxi en la carretera Federico Basadre, que fue embestido por un camión. También en esa carretera tumbesina, las combis, los camiones y ómnibus deben esquivar los imprevisibles mototaxis.
En el tramo de la Panamericana que corresponde a Máncora es muy común ver niños de doce años manejando mototaxis. Hablando de choferes precoces, hace pocos días, murieron una niña en Puno y un anciano en Huacho, ambos atropellados por muchachos de quince años que estaban manejando sendos camiones.
El chofer de la combi parece mayor de edad, pero no creo que tuviera mayores problemas si no lo fuera. En todo caso, maneja tan relajado, sin temor a papeletas o batidas, que parece que estuviera paseando.
Súbitamente, mis reflexiones se interrumpen porque siento un objeto punzante clavado en mi nuca. Mantengo la calma y se reanuda el hincón. Sé que debe haber una explicación lógica y tranquilizante. Para confirmarla, pregunto al chofer:
-¿Me están asaltando o es tu cobrador?
Imagino la furia de algunos pasajeros limeños ante la insolencia de un cobrador que pretende cobrarles incrustándoles una uña afilada en el cuello. Después de pagar, hago la siguiente broma:
-No vayas a pensar que realmente creo lo que te voy a preguntar. ¿Y mi boleto?
Fuera de Lima, pedir boleto es tan surrealista como pretender pagar el pasaje con tarjeta de crédito. Aún en localidades norteñas relativamente prósperas, sigue campeando la informalidad. La mayoría de los hospedajes no tienen boletas de pago ni licencia de funcionamiento y sus tarifas dependen del ánimo del propietario. En Máncora, muchos restaurantes han ocupado de facto la carretera Panamericana para establecer mesas y sombrillas. En Tumbes, la gasolina ecuatoriana se vende en botellas en las esquinas a vista y paciencia de las autoridades.
Sobre el coqueteo de algunos lugareños con la ilegalidad, me confiesa un enfermero tumbesino:
-La diferencia entre Ecuador y Perú es que si allá hay un ratero, todos corren a perseguirlo. En cambio, en el lado peruano corren... pero para salvarlo de la policía.
De hecho, en esos días, dos policías quedaron malheridos en Chiclayo cuando una multitud se puso a defender a un delincuente. En esta especie de operativos populares de rescate, la población ha llegado a destruir comisarías en algunas localidades fronterizas.
El chofer me está contando la última vez que lo asaltaron cuando llegamos a Tumbes y yo debo bajarme. Él se despide con un gesto benevolente de ese limeño con ideas extravagantes. Yo debo seguir hasta la Plaza de Armas, tomar algunas fotos de los coloridos monumentos y aprovechar para empujarme un último plato de langostinos antes que salga mi ómnibus.
Mientras tanto, pienso que se puede ser amistoso, campechano y bromista, como tantos tumbesinos, y al mismo tiempo tomar las medidas necesarias para vivir mejor. ¿Será posible promover un cambio de actitudes?