23 de enero del 2008
Es una mañana de finales de diciembre, en Dos Caminos (Guerrero, México). En el pueblo se respira algarabía, huele a día de fiesta; los lugareños saben que habrá boda. Más allá de amigos y familia, el enlace matrimonial no tendría nada extraordinario en comparación con los miles de casorios que se llevarán a cabo por estas fechas. Lo que los diferencia, y lo que explica que esté despierto a estas horas, es el huentli.
Dos Caminos es municipio de Chilpancingo. Se ubica a unos 50 kilómetros al sur de la capital guerrerense. Se puede llegar por la carretera federal que lleva a Acapulco. Tiene unos 3000 habitantes, pero parte de su población es flotante, es decir, va y viene a Estados Unidos. Su nombre proviene de la época de la Conquista, cuando el virrey Luis de Velasco ordenó construir en 1592 el primer camino de herradura de la ciudad de México a Acapulco. En el sitio en donde actualmente está el quiosco del pueblo, había una ceiba enorme bajo la cual los viajeros descansaban y pernoctaban. Justo allí, el camino se dividía en dos: el que iba hacia Costa Grande y el que iba a Costa Chica. Con el tiempo, se estableció un caserío permanente que después se convirtió en pueblo. Y cuando en 1928 se inauguró la primera carretera federal hacia el bellopuerto, Dos Caminos ya había formado parte de la diócesis del siglo XVIII e incluso sede del gobierno de Julián Blanco, mandatario provisional del Estado durante los primeros siete meses de 1915.
Huentlies un vocablo náhuatl que significa ofrenda. En muchas zonas de Guerrero y del país, la ofrenda acompaña todo rito fúnebre o alegre. Pero en Dos Caminos, el huentli (como tal) se vive, se ingiere, se disfruta únicamente en las bodas. En ninguna comunidad del Estado se hace lo mismo. Ni siquiera en los poblados vecinos, que se ubican a unos tres minutos.
El huentli corre a cuenta de la familia del novio, quien no puede asistir aunque pague la fiesta. Desde temprano, se debe preparar mole rojo, arroz y tortillas (hay que aclarar que este banquete es independiente de la comilona que tendrá lugar después del enlace nupcial); también se debe comprar un guajolote vivo, refresco y mucha cerveza. Los participantes empiezan a disfrazarse. Para calentar motores se destapan las primeras cervezas. Unos se visten de meretrices, algunos embuten su gruesa humanidad en un vestido de quinceañera y hay quienes prefieren ocultar su identidad bajo una pequeña máscara. Esta especie de mojigangas irá al frente del huentli y será encabezada por un guajolote adornado con un moño colorado.
La hora se acerca. Las mujeres de la casa apuran a servir en cazuelas de barro los alimentos que llevarán como ofrenda a la casa de la desposada. Que si las servilletas, las cucharas, los vasos, las tortillas o lo que falte. La hora se acerca y hay que apurar, porque al regresar del huentli hay que acicalarse para ir a la celebración religiosa y de ahí, ahora sí, a la pachanga en forma. La música de viento llega y empieza a entonar melodías. En los pueblos, este tipo de música sólo indica dos cosas: alegría o tristeza. Hoy es lo primero.
El sol marca las 11 de la mañana, dice un anciano de la casa. Ya está todo colocado en cazuelas, como marca la tradición. De jalón, se destapan varios cartones de cerveza, cinco o diez. Se reparten sombreros de palma entre los hombres y las mujeres. Según los cánones del pueblo, la comitiva con el huentli debe salir de la casa del novio, y a ritmo de una melodía característica que toca la música de viento, debe ir bailando hasta llegar al domicilio de la desposada. Durante el trayecto, los participantes bailan al ritmo de la canción, que no se toca en ninguna otra fecha. También se tira confeti, se quiebran jarritos de barro y se vacían todos los cartones de cerveza abiertos para ese fin (generalmente, siempre se destapan más; nunca alcanza).
El escenario es el siguiente. Primero el guajolote, luego los disfrazados. Le sigue el banquete, y ahí, los familiares, amigos, colados y mirones, para terminar con la banda de música.
Lo complicado viene cuando uno de los futuros esposos no es del pueblo. Cuando sólo la novia es doscamineña, el futuro dueño de sus quincenas debe traerle huentli. En cambio, si la desposada es de otro pueblo o ciudad, el novio debe ir a ese lugar. Se ha sabido de prometidos que han llevado huentli a Tixtla, Tierra Colorada, Chilpancingo, Acapulco y comunidades aledañas.
Más que un regalo, el huentli es pues una ofrenda simbólica cargada de buenos deseos, alegría y cariño. No sólo del novio y su familia, sino de todos los que de uno u otro modo estiman a los desposados. Se trata de un rito cargado de buenos deseos para los futuros esposos.
La festividad no tiene un origen claro. Puede que sea una variación de la Danza del Guajolote, que se lleva a cabo en las bodas en lugares Oaxaca, Morelos y Estado de México, puesto que el ave era símbolo de la fertilidad para los mexicas; no obstante, el horario, la música y la dinámica general son distintas a la del huentli. Otro antecedente directo podría ser el chimarekú, que es el ritual de las bodas otomíes, en el cual se realizan danzas rituales. Esta celebración se basa en el recorrido de la novia a la casa del novio, donde la entregan a los padres del segundo.
Ees cierto que en gran parte del país un bodorrio es sinónimo de pachanga por antonomasia, comida de gorra y chupe a discreción. Pero en Dos Caminos, el huentli pervive a pesar de las crisis económicas, del gasolinazo, del alza del dolar, de los narcos y del calentamiento global.