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4 de septiembre del 2007

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Sergio Ramírez
La Insignia. Argentina, septiembre del 2007.

 

En estos días de celebración de los acuerdos de paz que se firmaron en Esquipulas (Guatemala) hace veinte años, sus protagonistas han dedicado más tiempo a dilucidar el pasado que a pensar en términos del futuro de Centroamérica. No creo que a estas alturas sea tan importante averiguar si alguien merecía el Premio Nóbel de la paz más que otro a quien al fin se lo dieron. Cuando la historia escrita trata de ser corregida con tachaduras y borrones, se descuida el presente y se menosprecia el futuro. El futuro que tantas urgencias presenta ante nuestros ojos de centroamericanos.

Hay mejores preguntas que hacerse de cara a aquel proceso de paz tan fundamental, que de una u otra manera ha marcado la historia de Centroamérica. Y la primera de esas preguntas tiene que ver con el sentido real de la paz. Hay una frase que por manida no es menos cierta, que dice que la paz no es solamente la ausencia de guerra. Y para que la nuestra sea una paz de fondo, necesita de la equidad social, que no se consigue sino con justicia económica; y necesita también, cuándo no, de la democracia.

En la guerra que se libró en Centroamérica en los años ochenta estaba de por medio la guerra fría, no hay duda. El enfrentamiento entre las dos grandes potencias mundiales, los Estados Unidos y la Unión Soviética, tuvo entre nosotros un escenario tropical. No es que Gorbachov estuviera pendiente en el teléfono de las negociaciones en la mesa de los presidentes, como seguramente lo estaba Reagan, pero los suministros militares que llegaban a Nicaragua eran soviéticos, y ese hecho bastaba para hacernos parte de la guerra fría. Y precisamente por eso es que Gorbachov, dentro de su perestroika, quería salirse de este escenario, tal como quería aligerar sus cargas en otras partes del mundo.

Pero eso no define todo el panorama. Se había llegado al punto de la guerra no porque la Unión Soviética la hubiera provocado de manera aviesa, en busca de extender su hegemonía, sino porque existían en Centroamérica, como siguen existiendo, condiciones de desigualdad y miseria que, en aquel tiempo, legiones de jóvenes idealistas buscaban resolver por la vía de la violencia. Y no sólo eso. El orden social injusto estaba sostenido por regimenes autoritarios, dictaduras familiares, o de grupos oligárquicos, que negaban espacios de participación democrática.

Por eso triunfó la revolución sandinista en Nicaragua, y la verdad histórica es que la Unión Soviética nada tuvo que ver con el derrocamiento de la familia Somoza, porque su tesis oficial de entonces, extendida como norma de disciplina a los partidos comunistas que pertenecían a la Internacional, era negarse a la violencia y trabajar por abrirse espacios dentro de los sistemas imperantes. La Unión Soviética de Breznev entró en el escenario nicaragüense después, cuando se trató de armar al ejército naciente, y prefirieron hacerlo a través de terceros países, para no involucrarse directamente.

Terminó la guerra en Centroamérica, terminó la guerra fría al derrumbarse la Unión Soviética y arrastrar en su caída a los regimenes de Europa oriental. Pero las condiciones de marginación e injusticia no han terminado. Con la paz, a finales de los años ochenta, las promesas fueron muchas. Desarrollo económico, equidad social. La economía de mercado, que se estableció por parejo y sin restricciones en todos los países de la región, antes en conflicto, se presentó entonces como una panacea, una pócima mágica capaz de resolver el asunto de la pobreza en pocos años.

No fue así. Basta leer los índices económicos de cada país para darse cuenta de que hay más gente que vive hoy en niveles de pobreza extrema; mientras tanto las privatizaciones de empresas y servicios públicos hicieron más ricos a no pocos de los que ya antes lo eran, y aparecieron también nuevos ricos muy ricos, ahora sin discriminación ideológica, porque muchos de los antiguos revolucionarios se convirtieron en prósperos empresarios; socios ahora, en no pocos casos, de sus antiguos adversarios capitalistas.

Pero está también el asunto de la democracia. Si uno de los hilos conductores de lo que entonces se llamó en los documentos oficiales de Esquipulas "la paz permanente y duradera", era la justicia económica y social, igual categoría ocupaba la democracia. Y por lo menos en lo que respecta a Nicaragua, uno de los escenarios principales de la confrontación hace veinte años, siento que estamos retrocediendo.

La democracia en Nicaragua se encuentra maniatada por un pacto de caudillos, que coloca los intereses personales y de partido de estos dos personajes, por encima de las instituciones, de las leyes y del funcionamiento independiente del sistema judicial. Hay demostraciones palpables de que a lo largo de este año, desde el regreso a la presidencia del comandante Daniel Ortega, todos los poderes del estado, en manos suyas y de Arnoldo Alemán, se hallan perfectamente concertados para amparar y ejecutar lo que ambos deciden, y sobre todo lo que decide el presidente Ortega, en desprecio de lo que manda el orden jurídico, o tomando como pretexto al orden jurídico.

De eso deberían hablar los antiguos protagonistas de los acuerdos de paz de Esquipulas, de cómo la democracia y la justicia social son elementos esenciales del orden pacífico de que deben gozar los países centroamericanos, antes de dedicarse a dilucidar quién mereció o no el premio Nóbel de la Paz. Son materias pendientes para los protagonistas de entonces y también para quienes tienen en sus manos hoy el poder, ya sea porque son nuevo en el oficio, o porque regresaron a él.

No vaya a ser que lleguemos a necesitar otro Premio Nóbel de la Paz porque hubo que apagar las llamas de otro conflicto violento.


Buenos Aires, septiembre del 2007.

 

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