29 de octubre del 2007
Enfrentada al enésimo cuchicheo sobre sus visitas de alcoba, resulta inimaginable que Gabriela Mistral hubiese acudido a la figura del feminicidio -literario, en su caso- y menos con la liviandad con que hoy La Moneda enarbola el término para asociarlo al aniquilamiento político de una presidenta. No sólo el uso del concepto es impreciso, sino que mal iba a victimizarse ante rumores quien ya se había sobrepuesto antes al peso incontestable de, por ejemplo, la pobreza. La extraña metáfora del asesinato de imagen -un invento masificado en dictadura y que hoy parece indignar a las autoridades concertacionistas como antes a los militares-, es consustancial a nuestros tiempos porque hemos sido nosotros los expertos en imponer forma sobre fondo. A diferencia de la presidenta, Gabriela Mistral no parecía interesada en determinar qué imagen suya había que mantener a salvo de los pistoleros.
Sobre las cartas privadas de la poetisa que se han revelado desde hace un mes -algunas, muy elocuentes en sus expresiones de afecto por su amiga Doris Dana-, se leen y escuchan declaraciones cada vez más insólitas. No termina una de convencerse de que especialistas en los campos amplios y luminosos que a cualquier lector avispado le abre la buena poesía se comporten ante la vida privada ajena con tan opaca mezquindad. Conocer detalles sobre los últimos años de la autora de Desolación se ha convertido mucho más en el esfuerzo por encontrar modos de evitar la palabra 'lesbianismo' que en un ejercicio investigativo. "No me meto en las sábanas de nadie", advierte Luis Vargas Saavedra, uno de los encargados de ordenar este inédito legado escrito, camuflando con una dudosa apariencia de tolerancia los cientos de barreras que él mismo seguramente se ha impuesto por terror a saber lo que podría escandalizarlo. Y varios de esos académicos y ensayistas que han leído en tres idiomas los acuerdos de pareja entre Sartre y Simone De Beauvoir, u Oscar Wilde y Alfred Douglas descubren, de pronto, que el sexo nada tiene que ver con la escritura; que el celibato o la pasión no cambian ni una coma; que ser monógamo convencido, promiscuo ansioso u homosexual incomprendido son condiciones que se congelan al momento de volcar la propia vida en las letras. Vargas Saavedra cree que determinar la sexualidad de la autora "es tan importante como saber que un escritor tiene una dolencia hepática o tiene caries. Son datos físicos o psíquicos que no tienen relación con la obra".
No nos ha costado mucho evaluar las fortalezas y flaquezas de Michelle Bachelet, quien entre las primeras ha reunido el consenso hacia el mérito excepcional de su espontaneidad, y entre las últimas debe ahora incluir la frivolidad de homologar nuestro machismo endémico con la sórdida violencia física doméstica. Sin embargo, de nuestra mejor poetisa no queremos escuchar nada que siquiera pueda acercarla al doblez inescapable de cualquier vida sentimental asumida con viveza, con honestidad, con conciencia de su esencial dinamismo. Incluso si ese dato la ubica, al fin, descansando para siempre entre dos brazos delgados y amorosos.