12 de octubre del 2007
El cuerpo ha sido el lugar privilegiado en el que mostrar lo grotesco. Un arte que tiene su origen en lo decorativo concibe, por fuerza, todo elemento como mero ornamento (aunque no solo sea eso), y si no recuérdense las figuras archimboldianas o los paisajes del Bosco en el que las figuras humanas forman también parte de él como un elemento natural (decorativo) más. El cuerpo deforme, el tatuado, el cuerpo transformado en su más amplio sentido, el autómata o el ciberorganismo, que son dos extensiones del cuerpo, una premoderna y posmoderna la otra, son representaciones grotescas que se levantan como contestación a la norma clásica porque no siempre el mundo se ajusta a los parámetros clásicos.
El monstruo de Frankenstein, que Mary Shelley imaginó, es uno de los primeros creados por el hombre de manera un tanto primitiva porque la anatomía, la electricidad y la biología aún se hallaban en un estadio muy temprano de su evolución. Las teorías de Jean- Jacques Rousseau, junto con los avances en biología (y tengo la intuición de que las unas no se pueden entender sin las otras), le ofrecen a Mary Shelley una variación del tema del autómata. Con el tiempo vinieron los robots, y después de ellos, los ciberorganismos. El primero es señal de aquello que le falta al hombre. Es el autómata entendido como la culminación del rigor inhumano bajo una apariencia humana. Un robot no tiene sentimientos, no le asalta el miedo ni la alegría; es incapaz, entonces, de errar en sus cálculos. La vida del robot: acero y cables, se define por la ausencia de todo aquello que es humano: emociones y errores. El robot de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, o el de 2001, una odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick son lo mismo, y lo único que cambia es la presencia o ausencia de cuerpo, pues Hal es simplemente una voz que oímos y una serie de circuitos integrados que vemos en algún momento. María, de Metrópolis, posee un cuerpo, mecánico y artificial por mucho que intente aparentar humanidad (dentro de la estética futurista en que se rueda la película).
El ciberorganismo es, según Félix Duque, un hombre en el que los defectos y carencias han sido suprimidos a la vez que se han potenciado sus facultades, mediante la implantación de tecnología en su cuerpo. La idea proviene del ensayo de Donna Haraway A Manifesto for Cyborgs: Science, Technology and Socialist Feminism, in the 80s en 1985. Pero podemos retrotraernos a la figura del autómata para entender que tanto uno como otro ofrecen la idea de una naturaleza mejorada en el ámbito intelectual pero que no dicen nada, no pueden decirlo, en el nivel corporal porque no pasan de ser criaturas producidas por el ejercicio de la razón, una razón que se ha visto a sí misma como principio y culmen, y cuyo solo fin era la independencia total de cualquier constricción externa. La autonomía era el último objetivo, y para ello la mente pensó en la posibilidad de una inteligencia razonante encarnada en un cuerpo que en principio era un autómata (en realidad un robot primitivo si nos fijamos bien en los ejemplos y los diseños primitivos), que más tarde pasó a ser una criatura humana hecha de otros despojos humanos, y que por fin, en este siglo es un ser en el que se han implantado los últimos avances tecnológicos y la simbiosis de tecnología y humanidad es absoluta, como si ya no necesitáramos de aquella en forma de ordenadores, televisores, circuitos o sensores de cualquier tipo porque los hemos interiorizado. El ciberorganismo, además de ser una criatura propia de una sociedad posgenérica, es una criatura posindustrial - al contrario que el autómata, que es anterior a la industrialización, o que el robot, que pertenece a la época de la industrialización - y un ser en el que hemos interiorizado nuestros deseos, ansias y obsesiones tecnológicas. En otro sentido el ciberorganismo es un mutante dentro del ambiente de la tecnobiosfera. Se comporta al igual que lo han hecho las bacterias a lo largo de la historia: mutando para adaptarse al entorno. Otra de sus características es la negación de lo carnal, sin darse cuenta de que lo carnal no es una excrecencia; es, antes bien, lo que define en primera instancia el cuerpo. Sin la carne no hay vida, aunque sea incompleta, infeliz o dolorosa, mortal también.
El ciberorganismo es la representación que en nuestra sociedad tecnológica ha tomado lo ominoso, despojado, eso sí, de todo elemento humano. Es por eso grotesco y monstruoso; angustioso, pero no en exceso porque hay un puritanismo de fondo que impide el derroche. Hay también otros monstruos menos avanzados, iguales de siniestros, que provocan asco porque físicamente son repulsivos. Pueden ser la criatura alienígena de Alien (1979) de Ridley Scott, el bebé de Eraserhead (1976) de David Lynch o el protagonista de La mosca de David Cronenberg (1986). Un estadio anterior son las criaturas circenses que pululan por las películas de Tod Browning, como por ejemplo La parada de los monstruos (1932). Estos provienen, al igual que todo el cine de Browning, del carnaval o de la barraca de feria, porque en sus inicios el cine se entendía como espectáculo de masas carente de cualquier sofisticación. Las personas que aparecen en sus películas son seres deformes, que mueven a la risa o a la compasión, pero nunca llegan a provocar el asco de intentos posteriores. Quizás la causa radique en que provienen de un ambiente eminentemente cómico o espectacular - el del circo -, y en el que la angustia moderna no ha hecho acto de presencia (no porque históricamente no existiera ya, sino porque no era su ambiente.)
El monstruo se enfrenta a la norma social, descubre sus fallas, mentiras, y medias verdades. Rompe el espejismo de la perfección de la naturaleza o critica radicalmente las normas sociales y psicológicas. Su función es la de perturbar, y los personajes de Browning solo a un nivel muy elemental lo logran porque los sabemos inocentes. Caso muy distinto es el de las películas de Lynch, Cronenberg o Scott. Son criaturas que producen un rechazo espontáneo porque nos perturban. Son el Otro que escondemos o del que nos negamos a aceptar su existencia. A pesar de su radical diferencia con respecto a nosotros, los intuimos parecidos, hechos de la misma pasta que nosotros. Son lo reprimido, lo siniestro, representados en una figura que nos disgusta profundamente.
Tanto El hombre elefante (1980) de Lynch comola ya citada La mosca nos enfrentan a dos seres que en parte son humanos y en parte animales. A pesar de los pocos años transcurridos entre ellas, hay una diferencia fundamental que evidencia la distancia que hay entre el grotesco clásico y el postmoderno bajo la especie de un universo tecnológico y científico en el que las identidades han perdido su espesor, su realidad, su esencia, y un hombre puede terminar siendo una mosca gracias al poder de la ciencia. El elemento sublime del Romanticismo da paso a lo abyecto postmoderno. El hombre elefante produce repulsión porque nos enfrenta también a la transformación de un hombre como consecuencia de una deformidad física. Le viene de nacimiento, lo que significa que es algo natural, un fallo de la naturaleza y contra el cual el hombre no puede hacer nada para evitarlo. O lo que es lo mismo, nos puede ocurrir a cualquiera de nosotros sin previo aviso y sin que hayamos jugado con fuego (con el del conocimiento prohibido).
Hay otros ejemplos, decía, que provienen de la pintura o de la literatura: la obra de Michel Tournier, las pinturas de Francis Bacon, la alteración corporal de Stelarc, los tatuajes entendidos como práctica ritual (y artística en nuestra sociedad en la que están descontextualizados).
Creo advertir que hoy lo grotesco es en buena medida el resultado de una deformación corporal (también podría decir transformación) que ha traspasado las barreras del arte para difuminarse en el mundo cotidiano.