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9 de noviembre del 2007

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Cultura

Universo de locos, de Fredric Brown

Presentación


Philip Klass (William Tenn)
La Insignia. España, noviembre del 2007.

Fredric Brown, Universo de locos y otras novelas de marcianos
Editorial Gigamesh. Col. Gigamesh Ficción, nº 40
Barcelona (España), 2007.
Colección dirigida por Alejo Cuervo
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez

 

 

Universo de locos

No hay un escritor joven que no tenga determinados sueños típicos de los escritores jóvenes. Sueñan, por poner un ejemplo de palabras mayores, con ganar el Nobel y rechazarlo: "No, gracias. Todavía no. Esperen al año que viene, cuando haya terminado la trilogía". O en clave menos ambiciosa, con descubrir el nombre que usaba Aquiles cuando era una de las chicas y conseguir integrarlo en la rima de una quintilla satírica minuciosamente lasciva y primorosamente intrincada. Cualquiera que tenga sueños como esos acabará inevitablemente por soñar con que le den la oportunidad de escribir la presentación de Universo de locos, de Fred Brown.

Y después de mucho tiempo, aquí estoy. Por fin lo he conseguido. Era un poco demasiado joven para prologar a Rabelais o a Lewis Carroll, pero ahora, treinta años después, lo he conseguido con Fred Brown.

El libro me entusiasmó en cuanto lo leí, y desarrollé un profundo afecto por su autor desde el día en que lo conocí. No se debía únicamente a que tenía un ingenio tan afilado que le bastaba con un guiño para provocar una carcajada que se evocaba durante días, ni a que Dios, en su infinito amor por la especie humana, se hubiera encargado de hacer que Fred limitara casi toda su conversación a esos guiños, sino por encima de todo, y no me avergüenza reconocerlo, a que Fred Brown fue el único hombre que logró que me sintiera inmenso.

H. L. Gold, uno de los editores de Fred, lo definió de una forma concluyente: "Era más bajito y poca cosa que nadie". Yo también he sido bajito toda mi vida, y en aquellos tiempos, antes de que llegaran la prosperidad y la dieta contra la úlcera a base de nata, no cabe duda de que también era poca cosa. Pero ¿al lado de Fred Brown? Llamaba la atención desde lejos. Me pasaba lo que le pasaría a Jane Russell cuando le tocó actuar de contraparte de Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias: por fin debió de entender lo que es sentirse discreta.

Si además añadimos que Fred pensaba mejor mientras tocaba la flauta para sí, entenderán que durante nuestras largas caminatas nocturnas de una punta a otra de Nueva York me sintiera como un ogro desgarbado en compañía de un elfo. Todo eso sucedió mientras la década de 1940 daba paso a la de 1950, cuando él vivía en Nueva York, y más tarde, después de que se mudara con Beth a Taos (Nuevo México), cuando volvía a pasar unos días por alguna reunión editorial. Quedábamos en el club Hydra (una organización de profesionales de la ciencia ficción que, cuando no se dedicaban a expulsarse mutuamente, se entregaban a modernizar las bacanales) o se presentaba en mi casa, y salíamos a disfrutar de una caminata, un montón de charla y unas copas.

No se puede decir que Fred fuera élfico en ningún otro aspecto. Le gustaba andar mucho más que a mí. Era yo quien señalaba, cuando volvíamos por Broadway, que ya era hora de pasarse por el asador de la 72. Bebía bastante más que yo, aunque casi todo el mundo bebía más que yo. Fred, como las chicas a las que yo había intentado seducir tenazmente desde los diecisiete años mediante el procedimiento de emborracharlas, tenía que arrastrarme (cuando no estaba sobrio, yo tenía cierta tendencia a quedarme flotando majestuosamente sobre las bocas de incendios), llevarme a casa y meterme en la cama. Tuve que abandonar la bebida por incapacidad, pero Fred, por supuesto, llegó a los Juegos Olímpicos.

Pero lo más sorprendente de todo era que también le gustaba hablar todavía más que a mí. Los que me conocen me consideran locuaz -a fin de cuentas nací en mitad de una oración subordinada-, y la mayoría de los tartamudos consideraría a Fred Brown un tipo reservado; pero cuando estábamos solos, él se encargaba de hablar, y yo, de escuchar. De hablar por los codos y de escuchar con respeto.

¿De qué hablaba? Sobre todo, de trabajo: tarifas por palabra, artimañas de las editoriales, todos los problemas que pueda presentar una narración e, inevitablemente, la forma de superar el bloqueo del escritor. Hablaba sobre sus dolores de espalda, sobre su infancia en Cincinnati (Ohio) y sobre la estrecha amistad que mantenía con Harry Altshuler, su agente, que había vendido su primera novela de misterio, La trampa fabulosa, a Nicholas Wreden, de Dutton, justo después de que una docena de editoriales la rechazara por considerarla mediocre y sin interés. (La novela ganó un Edgar, el premio de la Asociación Estadounidense de Escritores de Misterio.) Hablaba sobre la experiencia de haber vivido y amado como corrector de galeradas en un periódico de Milwaukee; un corrector de galeradas que financiaba su pasión por el póquer con la venta ocasional de algún relato de ciencia ficción o misterio y, gracias a Dios, con una columna fija sobre problemas tipográficos que escribía en American Printer, una revista del ramo. Los integrantes del grupo con el que jugaba en Milwaukee también eran escritores por cuenta propia, y cuando alguien se quedaba sin dinero podía apostarse un argumento, siempre que fuera razonablemente original; en ocasiones había alguna trama que aparecía una y otra vez en las partidas antes de que algún ganador lograra convertirla en una historia vendible.

¿Por qué lo escuchaba con tanto respeto? No porque fuera un escritor mayor que yo, de más éxito y con más experiencia, ni porque yo fuera nuevo y estuviera empezando a emborronar papeles. Casi todas las personas con las que me relacionaba por aquel entonces eran mayores que yo y tenían más éxito, pero estaba embarcado en la creación de mi propio infierno particular y andaba a la caza de ideas para amueblarlo. Tampoco lo escuchaba porque expresara en voz alta los temores que yo me esforzaba por reprimir sobre el ámbito literario en el que había empezado mi trayectoria profesional: "Phil, recuerda que no sólo eres escritor de ciencia ficción: eres escritor. Este género es apasionante, pero también extraño; no encontrarás nada parecido a los aficionados a la ciencia ficción, o mejor dicho, a las organizaciones de aficionados a la ciencia ficción, en ningún otro sector del mundo editorial. Ya controlan las revistas a través de las secciones de correo, y están a un paso de convertirse en escritores, críticos y directores editoriales".

En aquella época, Ray Bradbury era el único aficionado cuya existencia podía considerarse conocida en nuestro rincón editorial; aún se estaba fraguando la riada de sangre nueva en el club Futurians de Nueva York y en las ciudades del Sur. Gente como Blish, Knight y Merril había saltado ya de las revistas de aficionados a las publicaciones de pago, pero el cambio sería todavía más notorio cuando otros como Gerrold, Carter y Panshin terminaran su periodo de aprendizaje en los fanzines. Richard Gehman, que a principios de la década de 1950 escribía para el New Republic, comentaría más adelante que esas publicaciones eran como un refrito infumable de Screen Romances y Partisan Review.

Y era precisamente sobre estos aficionados, los que estaban detrás de fanediciones y de las secciones de cartas, los aficionados sin talento, los impublicables, los soñadores, los nostálgicos y en particular los arrogantes, sobre los que trataba la novela de Fred Brown que tanto yo como muchos otros consideramos el acontecimiento editorial del año: la versión pulp de Universo de locos, que se publicó en Startling Stories en septiembre de 1948.

Aunque fuera un placer disfrutar de la compañía de Fred, y fuera frecuente que su experiencia profesional y sus consejos me resultaran muy útiles, lo que yo quería aprender era algo que sólo puedo definir como ese ingrediente creativo especial que tiene Universo de locos: el humor, la parodia y la sátira característicos de las revistas de ciencia ficción de la época. Yo intentaba emularlo, y sólo reconocía como maestros a unos pocos cultivadores de ese estilo: asiduamente, Henry Kuttner; de manera ocasional, L. Sprague de Camp, y Fred Brown en muchos de sus relatos y, sobre todo, en aquella extravagante novela, una obra prácticamente sin precedentes y con una pretensión de seriedad inaudita.

Era una novela especial, ciertamente. Que nos decía algo muy largo y complicado tanto a mí como al aficionado para el que se había escrito expresamente.

Empezaré por mostrarles a aquel aficionado. Y su mundo.

What Mad Universe

Tengo delante un ejemplar destrozado y remendado del número de septiembre de 1948 de Startling Stories ("La mejor scientifiction [STF]"), una de las tres revistas pulp que sobrevivían en aquella época, y que alentaban y publicaban una especie de frenesí epistolar protagonizado por sus lectores: los aficionados organizados y los que Fred Brown denominaba the random fandom (fandomitas aleatorios). En la portada, de Bergey, aparece una pelirroja en apuros, situada entre Saturno y la luna de la Tierra y ataviada con los pantaloncitos ajustados de rigor y un sujetador metálico, que huye de un BEM de manos muy, muy prensiles, y está a punto de saltar de la ilustración para ponerse a salvo en el regazo del lector.

En la portada se mencionan dos historias: "Tetraedros del espacio", de P.Schuyler Miller, una reimpresión del relato publicado originalmente en 1931 por Hugo Gernsback, y "Universo de locos", de Fredric Brown, la obra que nos ocupa. Los anillos de Saturno y los cráteres lunares, que aparecen en los últimos capítulos, establecen una vaga relación entre la portada y "Universo de locos". La chica que salta en pantaloncitos también procede de la novela, aunque parece parodiar las portadas de ese tipo. Pero el ser azulado, con su expresión de maniaco sexual y sus ojos, dientes y manos protuberantes, no procede sino de la imaginación del dibujante.

Estos seres parecían surgir por generación espontánea: cobraban vida e impulsos en cuanto detectaban el trasero mullido de una heroína espacial asustada. Eran las mascotas de las editoriales que publicaban las revistas, y en realidad no les interesaban demasiado ni a los lectores, ni a los escritores, ni a los directores editoriales de ciencia ficción. Sus parientes más cercanos eran los delincuentes sin afeitar de las portadas de novela negra, y los indios o los cuatreros malcarados de los westerns. Sobrevivían en las portadas de las publicaciones de ciencia ficción por el desconocimiento sobre el género que reinaba en la mayor parte de las editoriales. A fin de cuentas, ¿no había demostrado el Astounding de Campbell, años antes, que las máquinas y los enjambres de meteoritos ya les resultaban suficientemente sexys a ese grupo de lectores?

Los otros relatos publicados en aquel número eran "Rat Race", de Dorothy y John de Courcy; "Sanatoris Short-Cut", una aventura de Magnus Ridolph escrita por Jack Vance, y "Shenadun", un cuento de John D. MacDonald (todavía no habían empezado las aventuras de Travis McGee con el espectro de colores) ilustrado con un precioso y chispeante trabajo de Virgil Finlay. También había un artículo de R. L. Farnsworth, presidente de la Sociedad de Cohetes Estadounidense, que solicitaba financiación pública para enviar un cohete a la Luna. (Así se hablaba en aquel entonces: "enviar un cohete a la Luna", nueve años antes de que los rusos lanzaran el Sputnik para desconcierto de Eisenhower, que dijo: "Nadie me había hablado nunca de nada parecido".)

Para el siguiente número se anunciaba "A la caída de la noche", de Arthur C. Clarke, y "En estado latente", de A. E. Van Vogt, y el editorial alardeaba sobre los "habituales" de la revista: "Entre nuestros habituales se encuentran nombres como los de Hamilton, Leinster, Kuttner, Bradbury, St. Clair, Loomis y Tenn". Yo sonreí al leer el último: el único motivo por el que estaba en la lista y me mencionaban como "habitual" era que Sam Merwin, el director, acababa de comprarme un relato, el primero que había conseguido vender a aquella casa, y todo aquel que recibiera una buena suma de dinero4 de manos de su jefe, Leo Margulies, tenía que ser "habitual" y famoso.

Startling Stories ("20 ç. Revista bimestral de Better Publications, Inc.") era una de las escasas revistas a las que podían remitirse los escritores de ciencia ficción como Fredric Brown, y los aficionados como el Joe Doppelberg de su novela. Normalmente, para publicar en tapa dura había que dirigirse a pequeñas editoriales especializadas como Prime Press, Arkham House, Shasta y Gnome, cuyas tiradas eran tan reducidas que un solo ejemplar de una edición rara se cotiza hoy en día a más dinero del que cobró su autor en concepto de derechos. Casi todas las grandes editoriales se mantenían apartadas de la ciencia ficción; como mucho, publicaban alguna que otra antología enorme justo a tiempo para la campaña navideña. Un tal Nick Wreden, de Dutton, publicó una versión de Universo de locos en libro un año después de que apareciera en la revista, pero en esencia fue un favor que le hizo a un afamado novelista policiaco que tenía la curiosa manía de escribir cosas de géneros marginales. La espantosa cubierta del libro, así como la escasa promoción y publicidad que se hicieron de él, son una prueba más de que la ciencia ficción incomodaba por igual a los editores de revistas y de libros. La temática y los escritores ya eran tirando a raritos, pero los aficionados... ¡Aquellos mocosos pendencieros y ultraintelectualizados que encima pretendían escribir...! Si un profesional como Fred Brown, que en 1948 llevaba más de siete años en el género, consideraba a los aficionados algo demasiado exótico para su estómago, ¿qué pensaría de ellos un buenazo como Sam Merwin, que era un director editorial de cultura literaria tradicional, cuando de repente tuvo que rebajarse a atender una sección de correo y a hacer reseñas sobre todas esas increíbles fanediciones?

"Recibíamos aproximadamente nuestra cuota habitual de fanzines -comenta en el número de septiembre de 1948 de Startling- y la escondíamos en el cajón inferior de la mesa (el grande)..." Poco después, informa sobre un ejemplar de Fantasy Commentator (editado por A.?Langley Searles) recibido recientemente: "Adornado (?) con imágenes de los abuelos maternos del difunto H. P. Lovecraft y del escritor cuando era niño (a diferencia de Raymond Knight, parece que no logró posar también vestido de niña), es el típico ensayo de fanzine documentado, erudito y ocasionalmente pomposo. Una nueva entrega de la ciclópea historia del fándom de la scientifiction, de Sam Moskowitz..."

La historia por entregas que menciona se llegó a publicar en un libro, The Inmortal Storm, sobre el que Harry Warner Jr. comentó: "Se puede leer inmediatamente después de una narración sobre la Segunda Guerra Mundial sin que suponga un anticlímax".

Pero Keith Winton, el homólogo de Sam Merwin en Universo de locos, se las tenía que ver con las fabulaciones de Joe Doppelberg, un aficionado más joven y menos monumental que el Sam Moskowitz de hace treinta años. He aquí una selección de cartas de "Vibraciones del éter" (¡!) y autorretratos de diversos Joe Doppelbergs de septiembre de 1948:

Estimado director:
¡¡¡POR FAVOR, NO publique la carta que le envié recientemente!!! Acabo de leer "Aunque siga brillando la luna",6 de Ray Bradbury. No la publique no la publique no la publique.
Con Pederson
(carta completa)
[...] Me parece que la ilustración de portada representa a la perfección el argumento de Sneary y capta en el lienzo la esencia pictórica del drama que subyace bajo la espléndida narración de Sneary.
Bob Tucker
Tal vez deberíamos soltar al señor Kuttner en Winnie the Pooh. Ahora lo entiendo todo: en realidad, el oso es un robot de Neptuno, y Robin es un psiquatra que [...]
Chad Oliver
¿Se podría decir que la STF es como un chute de heroína? ¿Que una vez probada crea tal vacío en el corazón que la vida no merece vivirse sin ella? ¿O es demasiado fuerte? [...] En cualquier caso, la curiosidad puede matar incluso a un hombre gato de Júpiter [...]
William E. Stolze
Tras ese largo panegírico sobre Kuttner [...] una queja sin importancia. ¿Errata o error? El tutor de Jasón no se llamaba Caronte; Caronte era el barquero de la Estigia. El centauro que educó a Jasón se llamaba Q-u-i-r-ó-n. ¿Te acuerdas? ¿No te da vergüenza, Kuttner?
Marion Zimmer, "Astra"
Me he estado preguntando hasta qué punto la CF se dirige esencialmente a escapistas y frustrados... La CF está más alejada de la realidad que ninguna otra clase de ficción y, por tanto, resulta idónea para cualquiera que no soporte la realidad [...]
Frank Evans Clark
La portada de Bergey vuelve a ser atroz, pero a fin de cuentas es lo habitual. Me encaaanta lo mal que se llevan sus colores. ¡Ese ojo y ese amarillo nauseabundo! ¡Yupi! Bueno, Berg, pintamonas, sigue intentándolo [...]
Linda Bowles

Creo que Fred Brown habría considerado esta selección bastante representativa. Contiene la jerga habitual de la sección de correo, la afectación, los chispazos ocasionales de erudición y los igualmente ocasionales de bochornoso analfabetismo, y la tendencia a analizarlo todo hasta el último detalle, desde el planteamiento de las tramas hasta las ilustraciones. Ninguna otra forma de ficción había tenido nunca un público tan locuaz, tan voluble y tan exigente; había pocos oficios en que los trabajadores sintieran hasta tal punto la presión del público mientras trabajaban, o en los que recibieran tantos comentarios vehementes -y tantas estupideces, y tantas provocaciones- sobre el resultado.

En ese sentido, el público de Universo de locos es uno de sus protagonistas: está en el escenario, participando en la acción. Joe Doppelberg no es un simple aficionado a la ciencia ficción elevado a la enésima potencia hasta llegar a "Dopelle, amo del universo, [...] Dopelle, el supercientífico, el creador de Mekky, el único hombre que había estado en zona enemiga [Arturo] y había regresado con vida"; también es el lector que ve a los escritores caer del pedestal del profesionalismo para ser arrastrados por los suelos en la sección de correo de la revista.

Fred Brown trabajó en una revista de esa editorial en 1948 (sólo un par de días: el tiempo que tardó en descubrir que la oferta que le había hecho Leo Margulies se refería a setenta y cinco dólares a la semana, no a siete mil quinientos al año), de modo que el protagonista de la novela está basado en la experiencia del autor (Fred Brown) y la del director de la revista donde la publicó (Sam Merwin). Por tanto, es inevitable que la novela tenga un doble giro conceptual: Keith Winton, el protagonista, no está simplemente en un universo soñado por Joe Doppelberg; está en el universo que, en su opinión, habría soñado Joe Doppelberg. Aquí encontramos un diálogo enormemente complejo y cómico, un diálogo entre autor y lector que se produce muy pocas veces fuera del ámbito de la ciencia ficción; un diálogo del que Fred Brown era más consciente que la mayoría de los escritores del género y que, según me confesó en múltiples ocasiones, lo intimidaba. Desde luego, no dejó de advertirme sobre él.

No pretendo negar la tesis de Sam J. Lundwall, y de muchos otros, sobre Universo de locos: "es una parodia de los tópicos de la ciencia ficción". Lo es, sin lugar a dudas, pero las parodias son una parte más de todo ese complejo diálogo. Consideremos, por ejemplo, la indumentaria de las chicas espaciales: "Sí, los pantalones, cortos y muy ajustados, hacían juego con el corpiño verde. Las botas, del mismo color, ascendían hasta la mitad de unas pantorrillas bien torneadas, y entre ellas y los pantalones se veía la piel desnuda y dorada de unas rodillas huesudas y unos muslos redondeados". Por supuesto, el modelito procede de las portadas de las revistas con monstruos de ojos saltones donde se publicaban los cuentos de Fred Brown, pero ¿de dónde sale el lenguaje que se emplea para describirlo? Desde luego, no contiene los juegos de palabras típicos de Brown ni es una parodia de ningún estilo ajeno: es el lenguaje que necesita para introducir el diálogo entre el personaje de un aficionado creado por él y el escritor/director de revista, que tiene que vivir en la mente de dicho aficionado.

Desde luego, en la novela abundan las parodias de la ciencia ficción, desde el salto inesperado a una situación nueva y peligrosa, que contiene nuevos tipos de fuerzas policiales que persiguen nuevos y enigmáticos delitos, hasta la maravillosa figura heroica que puede salvar y salvará al mundo de los monstruos con la invención suprema: un cerebro mecánico desprovisto de cuerpo. Aunque el cerebro mecánico sí que es una parodia donde las haya (piensen un momento en su nombre, Mekky. ¿Mekky? ¡Claro!, se sale de la parodia y se convierte en personaje portavoz y deus ex machina (¿o deus in machina, tal vez?). Pero para Brown tenía otro objetivo.

"Le gustaba poner la lógica patas arriba", dice Harry Altshuler, su agente de aquella época.

Todo escritor se las tiene que ver con la lógica: es el hilo invisible que sostiene la narración, que vincula al personaje con sus acciones dentro de la historia. Pero hay formas de forzar la lógica. Una de ellas es una variante de las historias alternativas (la rueda del "y si...", como la denominó L. Sprague de Camp), con un presente lleno de efectos históricos similares a los que conocemos y que, sin embargo, derivan de causas totalmente distintas de las registradas (es Ferdinand von Zeppelin y no los hermanos Wright quien inventa el avión, en lugar del dirigible, en 1903. Además, tiene que emigrar a los Estados Unidos por la animadversión del káiser; en el presente, el mundo es tal como lo conocemos, salvo por un pequeño cambio de nomenclatura). Robert Silverberg afirma que los orígenes de la idea se encuentran en un relato escrito por Edward Everett Hale en 1898; no obstante, mi antecesor preferido de esta modalidad es Robert Frost, que en la última estrofa de un poema de 1916, "El camino no tomado", dice:

Lo diré con un suspiro
en algún lugar, a mucho tiempo de aquí:
Dos caminos se separaban en un bosque, y yo...
Yo elegí el menos transitado,
y tras ello todo cambió.

Un escritor puede alterar la lógica de forma bastante más notoria si trabaja con un universo paralelo. Uno de los primeros ejemplos está en Los hombres dioses, de H. G. Wells, que relata un viaje a una Tierra muy similar a la que conocemos, pero donde, en un presente paralelo, se ha desarrollado una civilización utópica. Sin embargo, los universos paralelos más habituales se rigen por leyes naturales distintas de las nuestras y, por tanto, se deben considerar fantasías. Las historias de Harold Shea (Fletcher Pratt y L. Sprague de Camp) de la vieja Unkown son ejemplos de dichas fantasías: mediante una especie de encantamiento semántico, el héroe se proyecta a la mitología escandinava o al mundo de Spenser en The Faerie Queene. Fred Brown rindió homenaje al padre de todas esas fantasías cuando, en una novela, mencionaba a "Charles Lutwidge Dodgson, conocido en el País de las Maravillas como Lewis Carroll".

Pero en Universo de locos se funden la historia de historias alternativas (ciencia ficción) y la de universos paralelos (fantasía). A principios del siglo xx, cuando en nuestro universo se inventaba el avión, un catedrático inventa el motor de curvatura. Eso es ciencia ficción. Pero si lo inventa es porque vive en un universo creado por las fabulaciones sobre los viajes espaciales de un aficionado a la ciencia ficción. Eso es fantasía pura... sobre la ciencia ficción. Brown desarrolló un argumento de ciencia ficción que escapaba a todas las limitaciones. Aquí, la distinción de John W. Campbell entre ciencia ficción y fantasía (la primera tiene que ser lógica, posible y buena; la segunda, únicamente lógica y buena) se desdibuja completamente.

Hay teclas que Fred Brown toca una y otra vez en sus historias: los extraterrestres que describe suelen ser manifiestamente despiadados; sus personajes siempre están bebiendo y son capaces de tragarse cualquier cosa que les sirva un camarero; el tamaño, referido a la diferencia entre una criatura y otra, suele merecer su atención; la narración se interrumpe en cualquier momento, incluso en mitad de la acción, para hacer un retruécano o un juego de palabras... Pero el asunto principal, al que vuelve constantemente, es el cuestionamiento de la realidad, cómo sabemos realmente lo que sabemos, qué parte de la realidad es, tal como lo expresó en "Ven y enloquece", "verdad con apariencia de mentira".

Esa cuestión, que es el tema central de Universo de locos, era para Fred Brown la pregunta cómica suprema, la elaboración del supuesto que expresó en "No sucedió": que "todo el universo es producto de la imaginación de una persona; en este caso, de mi imaginación". Y lo llevó tan lejos como su maestro, Lewis Carroll, cuando Alicia decía del Rey Rojo: "Él formaba parte de mi sueño, por supuesto... ¡Claro que yo también formaba parte del suyo!".

Hace poco hablaba de estas cuestiones con Fruma, mi mujer, que no llegó a conocer a Fred Brown, aunque lo ha leído y le encantan sus juegos de palabras.

-La ontología -le dije-. Esa era su inquietud. La ontología: el estudio del ser o de la realidad.
-¿La ontología? -repitió lentamente-. ¿No sabía que la ontología es una reelaboración de la filología?

Fred Brown murió en 1972. Me gustaría creer que oyó las palabras de Fruma y que Dios lo tiene descansando entre carcajadas.

Philip Klass (William Tenn)
State College (Pensilvania)
3 de marzo de 1978


Publicado en La Insignia por cortesía de Gigamesh

 

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