1 de noviembre del 2007
Acierta quien define la ley de memoria histórica, aprobada el 31 de octubre, como un punto de partida. En su aspecto activo, la ley condena formalmente el franquismo y sienta las bases para anular los juicios de la dictadura. En su aspecto pasivo, no contiene ningún apartado que insinúe el peligro de un punto final, ni desde luego cierra las puertas a iniciativas futuras de las distintas administraciones y del propio Congreso de los Diputados. Que el punto de partida no se convierta en final de trayecto depende, fundamentalmente, de que las organizaciones políticas y movimientos sociales sepan aprovechar el instrumento que se ha puesto a su disposición.
Sin embargo, la cara ética de la ley merece un juicio diferente. El Parlamento ha pasado con pies de plomo y buscando la puerta trasera en una cuestión que exigía una aproximación frontal. Por miedo, por un concepto mal entendido del consenso, por la debilidad de la mayoría progresista, por lo que quieran, pero ha desaprovechado el valor simbólico de la propuesta y ha renunciado a establecer una línea necesaria de demarcación, un antes y un después que contribuyera a regenerar no tanto la memoria de España como la forma de hacer política. Lo que no dice la ley es mucho más revelador, en este punto, que lo que dice.
Si la historia no me engaña, en España existía un régimen democrático que fue atacado en 1936 y derribado en 1939 tras una guerra de tres años: se llamaba II República. Pues bien, adivinen qué palabra no aparece ni una sola vez en la ley. República, en efecto. Sólo en la disposición adicional quinta se hace una referencia obligada, por motivos de cobro de pensiones, al personal de la Marina Mercante incorporado al Ejército Repúblicano. De modo que el Parlamento ha debatido y aprobado una ley que afirma ser «de memoria» y es incapaz de recordar una simple e inocente palabra que no obstante subraya, por omisión explícita y presencia implícita, todo el texto y el espíritu -así quiero creerlo- de nuestros legisladores.
«Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no da otra cosa», escribió Manuel Azaña. Por ese lado, no; pero de los representantes del otro, mayoría entonces y mayoría hoy, se esperaba más. Porque si hablamos de cultura política, esta ley es una triste constatación de que estamos lejos de recobrar el hilo que se rompió en 1939. El ejemplo del eufemismo «ilegítimo» en sustitución de «ilegal», muy discutido durante los meses pasados, puede no tener relevancia en la medida en que existe jurisprudencia suficiente para equiparar los dos términos; pero esconde tal dosis de cobardía y, sobre todo, una apelación tan oscura a la razón de Estado que no es posible cerrar los ojos.
Madrid, 31 de octubre.