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La insignia
13 de febrero del 2007


Fernando Silva Santisteban


Duccio Bonavia
La Insignia. Perú, febrero del 2007.


Discurso pronunciado por el arqueólogo italoperuano Duccio Bonavia con ocasión del nombramiento póstumo de Fernando Silva Santisteban (1929-2006) como doctor honoris causa de la Universidad Nacional de Educación.


Este encargo que se me ha encomendado por parte de la familia, de agradecer por la distinción póstuma que se le acaba de tributar a Fernando Silva Santisteban Bernal, me llena de orgullo pero al mismo tiempo me crea una sensación de vacío y de profunda consternación. La pérdida es demasiado grande y demasiado cercana y les confieso que se me hace difícil encontrar los términos para expresar, no sólo lo que siente la familia sino también aquellas palabras que Fernando se merecería y que yo no logro decir. Pues con su partida se ha quebrado una vivencia de cuarenta y cuatro años, durante los cuales caminamos por la angosta y difícil vereda de la vida muy juntos, compartiendo alegrías y penas, pocos momentos de satisfacciones muchos de congojas tremendas.

Permítaseme decir algunas palabras, recordando al amigo más que al intelectual, pues sobre este segundo aspecto se acaba de referir con amplitud y conocimiento el profesor Alcántara.

Al escribir estas líneas, pues improvisar habría sido imposible dada la emoción, he recordado aquel día de un lejano fin de 1962 o quizá principio de 1963, cuando Fernando entró en el Museo de Arqueología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que en aquel entonces funcionaba en la Calle Zamudio y donde yo trabajaba. Venía acompañando a Luis Guillermo Lumbreras quien iba a proponerme el ser profesor de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga en Ayacucho. Fue él quien me presentó a Fernando. Me parece estarlo viendo, con su figura espigada, su mandíbula prominente y esa sonrisa bonachona que lo distinguía. La idea de ir a Ayacucho la verdad que no me atrajo y le dije a Lumbreras que no aceptaba. Fernando al despedirse, me manifestó que le gustaría conversar conmigo en algún otro momento. Nos encontramos el día siguiente en el viejo patio de Letras de San Marcos. Durante nuestra conversación me llamó la atención que una persona a la que acababa de conocer, estuviera enterada de mi vida estudiantil y de los pocos aportes que hasta entonces había hecho para la arqueología peruana. Con gran sagacidad no me pidió que aceptara de ir a Ayacucho, ni siquiera me tocó el tema directamente, sino que me hizo ver los potenciales atractivos que tenía esa zona para un arqueólogo. Me quedé impresionado no sólo por su preparación, sino por su don de gentes que tanto lo ha caracterizado. Nos despedimos y quedé pensativo. Al día siguiente acepté el cargo.

Fue en Ayacucho donde se forjó nuestra amistad. Durante todo el tiempo que estuve allí, él fue la persona con la que más juntos anduvimos. Nos veíamos a diario, compartiendo no sólo nuestra vida académica sino también las vivencias personales. Allí nació una hermandad indisoluble, una admiración y un aprecio mutuo que se ha mantenido hasta el final y que sólo la parca ha podido truncar.

Ya en Lima, después, nuestras vidas habían tomado un rumbo bastante parecido. Nos unía no sólo la parte afectiva, sino también nuestro interés y nuestro amor por el Perú indígena. Un mundo que Fernando, como buen cajamarquino, conocía mejor pues lo había vivido desde sus primeros momentos de vida y que yo como europeo recién comenzaba a entender, pero que ambos queríamos no sólo estudiar sino lograr a compenetrarnos con él para hacerlo más asequible para aquellos que, si bien son peruanos, no lo conocen. Pues la gran tragedia del Perú, y esto lo discutimos mucho con Fernando y estábamos completamente de acuerdo, es que somos un Estado pero aún no hemos logrado ser nación. Esa tragedia la sentimos ambos, viviente, especialmente en nuestras conversaciones con José María Arguedas con el cual los dos compartimos una inquebrantable amistad. Es que tanto él como yo habíamos recibido una formación antropológica, de modo que veíamos al mundo andino de la misma manera. Esa es la razón por la que hemos invertido nuestra vida con la meta de cumplir tres tareas fundamentales. Trabajar para el estado con el fin de tratar que desde sus organismos se crearan mecanismos administrativos y legales para salvar nuestro legado andino. Estudiar ese pasado, desde puntos de vista diferentes pero que al final convergen. Y, finalmente, enseñar para poderle transmitir a las jóvenes generaciones no sólo conocimiento, sino también nuestras ansias y nuestros temores.

Cuando se llega al final de la vida y se comienza a hacer recuento del pasado, sobre todo cuando uno se ve obligado a ello por un recuerdo como el que nos une esta noche, uno se da cuenta de cuantas horas ha invertido en aquellas tareas que uno ha considerado y creído prioritarias, sacrificando a veces incluso a la familia. Esto me trae el recuerdo de cuando Fernando era director, primero de este museo y posteriormente de la Casa de la Cultura, y yo funcionario del Museo Nacional de Antropología y Arqueología. Cuántas horas hemos dedicado a discutir problemas relacionados con el patrimonio cultural, a preparar proyectos de leyes, defensas y modificaciones de otras ya existentes, búsqueda de fondos para efectuar obras. Los largos viajes que hemos hecho juntos a lo largo de la costa y la sierra norte, muchas veces en condiciones difíciles. Tengo aún presente esa noche que llegamos a Tingo, dirigiéndonos a Cuélap cuando no había camino y la única forma de subir a las ruinas era hacerlo a pie o a caballo. En dicho pueblo no había donde pasar la noche. Y cuando le informé al comisario que Fernando era el Director del Instituto Nacional de Cultura, nos permitió dormir en dos celdas de la cárcel que por suerte estaban desocupadas.

Muchos de nuestros trabajos tienen ideas comunes, porque muy a menudo, cuando estábamos escribiendo, nos juntábamos para discutir, para pedir consejo, para saber si ambos estábamos de acuerdo y si no lo estábamos, lo cual sucedía bastante a menudo, para saber si lo que se decía era coherente y tenía cierta lógica. Para mi las discusiones con Fernando han sido una forma de ampliar mis conocimientos, de aprender siempre algo nuevo, de darme cuenta que a veces se pueden ver las cosas desde diferentes ángulos y que definitivamente en ciencia la verdad de hoy no es la de mañana. Nuestros debates han sido largos y a veces inclusive muy duros, sobre todo en los últimos tiempos que nos reuníamos casi semanalmente los días domingos. Y en muchos casos no lográbamos llegar a un acuerdo. Últimamente le interesaba mucho a Fernando el gran dilema de cuándo surge el estado en el antiguo Perú. Sobre esto nuestros puntos de vista eran muy divergentes. Pero lo que quiero enfatizar, es que las discusiones con Fernando eran muy diferentes a las que sostenía con la gran mayoría de otros colegas que no tienen la capacidad de separar lo personal de lo académico, en cuyo caso una discusión de este tipo termina en una enemistad. Con Fernando nunca sucedió esto, una vez finalizada la discusión quedábamos tan o más amigos que antes.

Una de las facetas más particulares de Fernando y quizá una de las menos conocidas, ha sido el coraje con el que ha sabido afrentar la vida. Para él, como para la mayoría de intelectuales, no ha sido fácil. Y en su caso concreto, menos aún en los últimos años, cuando su salud estuvo mermada. Pero si bien es cierto que a veces me decía que estaba al borde de la depresión, nunca sucumbió a ella, siempre supo sobreponerse, sobrellevar los problemas, enfrentarse a ellos con una hombría admirable.

En estos últimos años había un tema del que terminábamos hablando en forma recurrente, cambiando ideas por largas horas. Me refiero la gran crisis que estamos viviendo. Crisis de valores, crisis de principios que ni él ni yo hemos podido aceptar. Se le desgarraba el alma al constatar la penosa situación en la que se encuentra nuestro patrimonio cultural y la total inopia del estado frente a ello. Un Instituto Nacional de Cultura que no cumple ningún rol. La situación trágica de nuestros museos. La pobreza en la que ha caído la enseñanza universitaria. Recordábamos ese gran esfuerzo que hizo José María Arguedas cuando fue Director de la entonces Casa de la Cultura y que fue seguido por Fernando, para mejorar las cosas y que en buena parte se había iniciado y se estaba impulsando, hasta que con el gobierno militar al entrar en la dirección del Instituto Nacional de Cultura Martha Hildebrandt, se produjo un vuelco totalmente opuesto a esa política y se dio inicio a la crisis de la que hoy aún sentimos los efectos y pagamos las consecuencias.

Nos preguntábamos si había merecido la pena tanto esfuerzo y tanta dedicación por nuestra parte, para que de ello no quedara nada. Frente a esta triste realidad, ha sido la única vez que he visto a Fernando darse por vencido. La última vez que estuvimos juntos, me dijo que había llegado el momento de dedicarse solo a enseñar y a escribir y no participar más, para nada, en la administración pública, ni siquiera opinando. Hubo, en cierta manera, un acuerdo mutuo que ambos tomaríamos esa actitud.

La muerte de Fernando Silva Santisteban no es más que la continuación de una vieja tradición en nuestra sociedad, en el sentido de no reconocer en vida a nuestros grandes intelectuales. En todos estos últimos años Fernando ha sido un pensionista más, que tenía que luchar por su supervivencia. Ni el Estado ni las universidades públicas o privadas supieron reconocer en vida la obra de este gran hombre. ¡Cuanta verdad, y les pido disculpas pero tengo que decirlo, está encerrada en la vieja frase del poeta Marcial cineri gloria sero venit, es decir, que es tardía la gloria que se tributa a las cenizas!

Señor rector, no encuentro las palabras adecuadas para expresarle el profundo agradecimiento de la familia frente a este gesto que ha tenido la Universidad Nacional de Educación "Enrique Guzmán y Valle" que nos reconforta y nos honra. Le ruego, a nombre de ella, transmitir nuestra gratitud a la honorable Asamblea Universitaria y por su intermedio a todos los miembros del claustro.

Fernando Silva Santisteban nos ha dejado, pero su obra y su ejemplo son imborrables y quedan como un hito que esperemos sabrán seguir las nuevas generaciones, que tienen la tremenda responsabilidad de enmendar rumbos, retomando los principios básicos que nos han dejado nuestros grandes hombres. Lo que puedo decir, con absoluta seguridad, es que él está descansando en paz, porque tuvo la conciencia limpia.


Lima, 10 de febrero del 2007.



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