22 de agosto del 2007
Se cumplen 18 meses desde que el gobierno de la socialista Michelle Bachelet asumiera la conducción de los destinos del país. En este periodo, tanto la popularidad del gobierno como de la propia mandataria han experimentado un acelerado descenso, según reveló una encuesta de Adimark dada a conocer recientemente.
Por primera desde el inicio de su mandato, el nivel de respaldo a la gestión de la presidenta Michelle Bachelet (41,5%) ha sido superado por el porcentaje de desaprobación (42,8%). ¿A que se debería tal caída en el apoyo al gobierno en tan breve lapso de tiempo?
Algunos analistas han atribuido el descenso a los efectos negativos decurrentes del fracaso del Plan de Transporte Público de Santiago (Transantiago) que por cierto ha influido en la percepción negativa de la población desde que se implementó. Sin embargo, aun considerando que dicho factor tiene alguna influencia en la pérdida de aprobación, es indudable que éste expresa sobretodo el malestar manifestado por los habitantes de la capital. La última encuesta revela justamente que desaparece la diferencia de evaluaciones entre Santiago y regiones, que ahora se igualan. Por lo tanto, si el Transantiago no parece ser la razón exclusiva para el mal desempeño de las encuestas a nivel nacional, es necesario buscar otras claves explicativas que nos permitan comprender este fenómeno en su totalidad.
A nuestro entender, el agotamiento mostrado por el gobierno y la presidenta hay que buscarlos dentro de una constelación de factores, que se encuentran tanto en la manutención de la matriz económica y sociopolítica heredada de la dictadura como en un conjunto de aspectos interrelacionados que han impedido al gobierno, por una parte, cumplir con las promesas de transformación del modelo realizadas durante la campaña y, por otra parte, propender a una más activa participación de la comunidad en la construcción de un proyecto nacional.
En el primer caso, el gobierno, lejos de marcar la diferencia con relación a lo realizado por las anteriores administraciones, viene mostrando una tendencia a profundizar la aplicación del modelo neoliberal en curso. Ello se expresa claramente en la manutención de un equipo económico en sintonía con los preceptos del neoliberalismo ya por todos conocidos: estabilización, superávit fiscal, ventajas competitivas, respeto irrestricto por la propiedad privada, desregulación, sistema impositivo regresivo, estimulo al lucro de las empresas por sobre los trabajadores, etc.
En el conflicto suscitado entre los trabajadores del cobre y las empresas contratistas de Codelco, fue clara la postura a favor de las empresas que asumieron los ministros del área económica -especialmente el titular de Hacienda, Andrés Velasco- y el directorio de Codelco, encabezado por Juan Pablo Arellano. Según lo denunciado por un grupo de diputados oficialistas, estos personeros "han utilizado las mismas prácticas antisindicales de la dictadura, amenazando y dividiendo al movimiento sindical. Han desplegado toda su artillería tecnocrática para impedir concesiones razonables, lo que resulta paradójico con los altos precios del cobre y con los miles de millones de dólares acumulados en las cuentas de Codelco y en la caja fiscal. (…) Esta intransigencia e irresponsabilidad ha sido respaldada por el ministro de Hacienda, quien ratifica sus políticas contra los sectores más débiles de la sociedad chilena"
Insisto, esta crítica proviene de diputados de la propia Concertación y pone en evidencia que la economía del país está actualmente en manos de funcionarios más proclives a congraciarse con los intereses de la banca y de las transnacionales que de apoyar decididamente las transformaciones del modelo económico que el país requiere con urgencia.
Asociado a lo anterior, en el ámbito de la participación ciudadana, el gobierno parece más interesado en evitar cualquier tipo de conflicto que en incentivar nuevas formas de envolvimiento de la ciudadanía en la construcción de un modelo más democrático de gestión en los asuntos públicos. El celo mostrado por las autoridades en la defensa del "orden público" ha significado hacer caso omiso o actuar con indolencia ante acciones represivas desplegadas por la fuerza pública, como en el caso del trabajador forestal asesinado, en la violencia ejercida contra los estudiantes secundarios, en la descalificación de los trabajadores del cobre o de los deudores hipotecarios. Estos hechos contradicen flagrantemente la declaración de buenas intenciones expresadas en innumerables discursos, de que la actual administración se caracterizaría por ser un "gobierno ciudadano". La ausencia de una mayor inclusión de la ciudadanía en la solución de sus necesidades, se debe en gran parte a una excesiva gubernamentalización de las políticas, con la consiguiente desautorización y deslegitimación de las movilizaciones emprendidas por la sociedad civil para la activación de sus demandas.
Con relación a la política social, el gobierno tampoco ha respondido a las expectativas de la gran mayoría del pueblo chileno. Si bien el gasto social ha experimentado un aumento en el último período, este gasto se orienta fundamentalmente por el principio de la focalización, dejando en manos del sector privado una parte importante del funcionamiento de esferas claves como educación, salud, previsión, vivienda y servicios sociales, reforzando el carácter neoliberal de su política. Estas, al final, sólo han experimento cambios que buscan sobretodo su maximización y no su reestructuración. Sintomático de lo anterior, es que de acuerdo a los resultados de la última encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN), más de dos millones de personas viven todavía en condiciones de pobreza y que la distribución del ingreso continúa siendo abismal: los ricos son cada vez más ricos.
Finalmente, aunque no menos importante, la presente administración también ha ignorado o minimizado los efectos del modelo económico productivista sobre los recursos naturales. Los chilenos seguimos testimoniando la emergencia de conflictos socioambientales entre las empresas y las comunidades locales. Sabemos que la mayoría de estas empresas buscan sólo el lucro a expensas de los recursos del país, empresas que generalmente son amparadas por el comportamiento omiso de la autoridad en la fiscalización de muchos emprendimientos que atentan contra el medio ambiente y que fragilizan las formas de vida de las comunidades y pueblos que habitan en esos ecosistemas (1).
A partir de este escenario, surge la interrogante sobre cuál debería ser el papel a ser desempeñado por la izquierda chilena para la construcción de un nuevo proyecto de país. Si asumimos la definición de Norberto Bobbio respecto de lo que significa ser de izquierda, concordaremos que el leit motiv de las diversas agrupaciones y partidos que se dicen representantes de esta "sensibilidad" es la lucha por una mayor igualdad y por justicia social.
Considerando este prerrequisito mínimo, emerge al unísono el dilema que enfrenta la izquierda chilena. Este consiste por una parte en apoyar incondicionalmente -o con espíritu crítico- la propuesta de cambios que pretende implementar la administración de la socialista Bachelet, o por el contrario, considerar que tales transformaciones requieren medidas más drásticas e imposibles de ser aplicadas por un gobierno que se sustente en una coalición de partidos como la actual.
En la primera situación, si la izquierda quiere profundizar los mecanismos democráticos de formulación de políticas e impulsar las medidas que propendan a una mayor protección de la ciudadanía, no se puede alejar de lo realizado por el gobierno sin correr el riesgo de dejar vía libre a los grupos que pretenden dar continuidad al modelo imperante en el país, desde un discurso hasta ahora tributario de los sectores más progresistas. No es casualidad que la derecha enarbole hipócritamente la bandera de la igualdad y la justicia social como parte de su estrategia.
Una segunda posición de la izquierda consiste en asumir que en el actual contexto nacional y global sería imposible realizar las transformaciones que son necesarias para mudar la matriz neoliberal. Esto, porque todavía seguimos muy dependientes de las directrices que emanan del cuadro general de globalización financiera y, también, porque en el ámbito interno, la Concertación no representa en su conjunto una coalición de partidos dispuestos a romper definitivamente con la herencia dejada por la dictadura. Una tesis conspirativa decurrente de este análisis llevaría a sostener que la mejor opción que existe para reforzar la perspectiva de un proyecto socialista es que la derecha gane las próximas elecciones. Ello representaría el fin de la Concertación y la posibilidad de construir nuevas alianzas que impulsen una estrategia de cambios más radicales.
Ante una versión dicotómica del dilema (apoyar incondicionalmente o boicotear), una izquierda moderada sostiene que aún hay tiempo y espacio para ejercer un respaldo constructivo del gobierno e insiste en la urgencia de impulsar y consolidar un conjunto de reformas en el ámbito económico, político, social y cultural. Esta izquierda no puede ser autocomplaciente con las imperfecciones y promesas incumplidas del Ejecutivo, que todavía están en carpeta. Una postura crítica no implica necesariamente desealtad con el gobierno; bien al contrario, su función es aportar en la búsqueda de los caminos que lleven a profundizar las reformas progresistas. La posición intransigente de ciertos ministros y otras autoridades en la solución de algunos conflictos representa un retroceso importante en ese esfuerzo de inclusión en que debería estar empeñado el gobierno y los partidos que lo sustentan. Aún más, los conflictos son precisamente una manifestación del descontento de la población para con lo realizado por las autoridades.
Que se imponga una u otra perspectiva depende de muchos factores; entre ellos, de las propias movilizaciones de la sociedad civil. Sin embargo, todo apunta a prever que de no realizarse las transformaciones anunciadas, el proyecto de la coalición de partidos -y de la izquierda que la apoya- esta condenada a su agotamiento y fracaso.