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21 de agosto del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Terremoto en un país desigual


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, agosto del 2007.

 

La tarde del 15 de agosto había prometido llevar a mi abuela a comer helados. Estaba llegando al edificio donde vive, en un sexto piso, cuando la cantidad inusitada de gente en la calle y algunos gritos me hicieron pensar que había habido un temblor. Como vi el ascensor ocupado, decidí usar las escaleras. Al llegar al cuarto, me pareció que se producía una réplica, pero el movimiento fue tan fuerte que me pegué a una columna.

Encontré a mi abuela asustada, aunque su departamento no había sufrido mayor deterioro que dos o tres adornos que puse en su sitio. Recordamos los terremotos de 1970 y 1974 (en el de 1966 apenas sabía caminar) y otros que ella había vivido, como el de 1940. Era una conversación lógica en un país donde siempre habrá terremotos; un detalle de la vida peruana que muchos no recordaban hasta este miércoles.

A pesar de los recientes sismos de Nazca, Arequipa y Moyobamba, el Estado seguía en el mismo olvido de siempre, sin ningún plan de prevención. En realidad, las autoridades son tan incapaces de afrontar el daño que generan fenómenos permanentes como la contaminación, los accidentes de carretera y los estragos del invierno en la sierra (eso que los periodistas llaman friaje), que difícilmente pueden prevenir un problema menos visible.

Cuando no hay planificacion, las medidas eficaces dejan paso a las efectistas. Como que Alan García se traslade a Pisco o que disponga la suspensión de las clases escolares en todo el país, incluyendo lugares como Huancayo, Iquitos y Piura donde ni siquiera se había sentido el temblor.

Aunque los terremotos son inevitables, la previsión puede servir para aminorar sus peores consecuencias; sobre todo en una sociedad tan desigual, donde los daños serán devastadores para los que menos tienen. Por ejemplo, en Barrios Altos, el Rímac, el Callao e innumerables ciudades peruanas, millones de personas habitan en viviendas precarias que no resistirían un terremoto; pero hasta ahora, la desidia del Estado condena a quien no tiene capacidad económica a una desprotección total.

La desigualdad también aparece en la diferente calidad de los servicios públicos: el sismo no afectó el suministro de electricidad en Pueblo Libre, Miraflores y San Isidro, donde hasta los teléfonos fijos siguieron funcionando con normalidad. Sin embargo, en varias zonas populares limeñas todavía no ha llegado ni la luz ni el agua. La misma desigualdad se manifestó en la respuesta del Estado: minutos después del terremoto, un contingente de policías ordenó el tráfico en la avenida Javier Prado, evitando las terribles congestiones que se produjeron en otros distritos por la desesperación de quienes deseaban llegar a tiempo a sus hogares.

Prevenir implica reconocer los problemas de nuestra estructura moral, como los transportistas que aprovecharon la desesperación de quienes temían por sus seres queridos. Se trata de una manifestación despreciable de la "viveza", que aparece en todos los estratos de la sociedad peruana.

Conociendo esos antecedentes, el Estado pudo intervenir y disponer, por ejemplo, que los vehículos de la Policía Nacional o las Fuerzas Armadas ayudaran a que todos los ciudadanos consiguieran llegar a las zonas afectadas y no sólo quienes podían pagar lo que pedía la empresa Soyuz, otro ejemplo de ausencia de escrúpulos y valores.

Es verdad que la solidaridad con las víctimas ha sido impresionante, pero los saqueos de farmacias, bodegas y vehículos con alimentos reflejan que no se ha planificado seriamente la distribución. Algunos ministros desubicados llegaron a pedir que los damnificados caminaran durante horas en pos de una botella de agua o un paquete de galletas, en lugar de organizar la entrega de víveres en las zonas periféricas de las ciudades o en los poblados más alejados y también más necesitados.

Me disculparán la dureza, pero creo que la gestión del desastre muestra algo muy sencillo: los iqueños, como la mayoría de los peruanos, siempre han sido ciudadanos de segunda categoría para el Estado. Por eso se permite a Soyuz que arriesgue vidas con toda impunidad. Por eso, los complejos agroexportadores pudieron apoderarse del agua que antes abastecía a las poblaciones jóvenes de Ica. Por eso se producen todo tipo de abusos laborales contra las trabajadoras de dichos complejos (recién este año ha aparecido un solitario sindicato). Por eso los hospitales son tan precarios; más aún si el gobierno actual sigue la política establecida por Fujimori: que los centros de salud estatales deben "autofinanciarse" y cobrar a la gente por las atenciones que reciben. Por eso no se piensa en organizar a la población o en llevar ayuda a los lugares donde se encuentra.

Unas pocas personas, niños sobre todo, han sido acogidos por sus familiares en Lima, pero el resto se encuentra en total incertidumbre. Muy cerca de la zona devastada, sin embargo, las casas de playa de los veraneantes de Asia cuentan con infraestructura para albergar a todos los damnificados; pero exceptuada la Defensoría del Pueblo, a ninguna autoridad se le ocurriría sugerir una medida que pueda incomodar a los propietarios acaudalados.

Los terremotos son desgracias naturales, pero sus consecuencias reflejan la solidaridad de algunos y la ausencia de valores de otros, la imprevisión de las autoridades y, especialmente, la terrible desigualdad en que vivimos.

 

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