15 de agosto del 2007
Nada hay más fácil en la vida que ser seguidor de alguien. Lo difícil es pensar y actuar por cuenta propia. Es tan difícil que a menudo solemos creer que pensamos y actuamos a partir de nuestra soberana voluntad cuando en realidad estamos repitiendo ideas con un fervor que es igualmente imitativo. Y no es que se trate de interiorizar el prurito de la originalidad a toda costa, sobre todo si uno transcurre una etapa formativa de sus criterios y de expansión de su intelecto. Pero la aspiración de cualquier pensador, intelectual o escritor que se respete, debe ser la de llegar a ser capaz de ejercer con libertad su propio criterio. Y lo irónico del asunto reside en que, para lograrlo, primero debe aprender, estudiar, tener maestros y dejarse guiar. Lo que nos lleva al asunto de qué significa ser maestro, guiar y orientar.
Muchos intelectuales (o universitarios medianamente intelectualizados, que no es lo mismo) perciben que su obligación es formar legiones de jóvenes con un pensamiento uniforme y sin variaciones. Creen que de esta manera están contribuyendo al avance del pensamiento de sus países (o de países ajenos) porque viven en la ilusión de que son poseedores de la única verdad válida en el mundo. Esto, como se sabe, se llama fundamentalismo, y afecta a los guías espirituales, académicos, universitarios, religiosos, políticos y hasta culturales, al extremo de que la humanidad ha entrado en una etapa de guerra de fundamentalismos, echando por la borda las conquistas sociales del Renacimiento y la Ilustración, de modo que tenemos a la orden del día confrontaciones de esencialismos religiosos, de teorías económicas y políticas, y de posturas etnocentristas y culturalistas.
Claro que los fundamentalismos constituyen sólo la fachada ideológica de estas confrontaciones, pues su causa fundamental sigue siendo económica y, más específicamente, de mercado, como lo prueba la necesidad del control del petróleo y la consiguiente carrera armamentista en el Medio Oriente, una táctica siniestra para contrarrestar la ofensiva económica china, que en pocos años dominará el mundo de los negocios. Estas guerras entre fundamentalismos contrastan pues con el funcionamiento económico del mundo, regido por la lógica del mercado. De lo que se deduce que la fachada ideológica fundamentalista de los conflictos forma parte del efecto que tiene el aparato mediático del sistema, diseñado para hacer creer a las masas lo que no resiste el menor análisis concreto.
Y henos de vuelta en el problema del seguidismo, de los maestros adocenantes y de los pupilos fanáticos y repetidores del verbo de sus mentores. Educar en el seguidismo implica educar en las polaridades de los fundamentalismos, es decir, de las fachadas ideológicas con que la propaganda mediática disfraza los problemas concretos. Formar legiones de seguidores cumple la función de uniformizar al mundo en las mentalidades esencialistas que lo tienen sumido en la violencia. De lo que se trata, por tanto, es de formar generaciones de intelectuales críticos (capaces de ejercer su criterio personal) y radicales (capaces de comprender la raíz causal de los problemas a fin de solucionarlos), enseñándoles a efectuar el análisis concreto de la situación concreta, dotándolos de las herramientas y de la entereza moral para llevar a cabo semejante tarea.
Un maestro debe formar seres libres, no autómatas ni perros de presa. De esto ya tenemos demasiado, y su mediocre cuanto inútil obra está a la vista.