11 de agosto del 2007
Siempre he desconfiado de quienes se indignan con estridencia ante la injusticia y de quienes se desgañitan protestando contra todo lo que está mal en el mundo. Las pocas veces que en Cuba, Nicaragua y Costa Rica asistí a conciertos de "música de protesta", fui siempre presa de una irritación desbordada ante las excesivas pasiones hemoglobínicas y necrófilas que los cantautores derrochaban idealizando a los combatientes e instando a quienes no lo eran a unirse con esperanzado entusiasmo al carnaval de violencia de las luchas revolucionarias.
Lo mismo me pasa hoy día cuando recibo mensajes electrónicos de hombres y mujeres que se muestran indignadísimos ante las ablaciones de clítoris de las que son víctimas tantas mujeres en el cuarto mundo, ante los linchamientos de homosexuales y ante el racismo visto como ejercicio unilateral desde el poder hacia quienes lo articulan con su apoyo, su silencio o su indiferencia. Junto a la desconfianza que brota espontánea y sin trabas, me asalta asimismo un hondo desprecio hacia todas esas buenas conciencias que, parapetadas frente a una pantalla de computador residencial o de oenegé, expresan con chirriante desparpajo su impecable altruismo y su doliente virtud, escamoteando el putrefacto inmovilismo moralista que los empuja a financiar mediante tarjeta de crédito a un niño del tercer mundo, para expiar la incomodad que quizá les produzcan las conductas fraudulentas de su cotidianidad.
En su libro Ese maldito yo, Cioran deja caer un certero aforismo según el cual "cuanto más se ha sufrido, menos se reivindica. Protestar es una prueba de que no se ha atravesado ningún infierno".
Es obvio que el sufrimiento del que habla el aplastante pensador rumano está muy lejos de parecerse a la metódica expiación católica del pecado original (y otros pecados), y más lejos se encuentra aun de proponer un conformismo complaciente hacia el estatus quo vigente. Por el contrario, su concepto de sufrimiento tiene que ver más con la experiencia como criterio de verdad, con la vida asumida como lucha, como "infierno", como práctica y reflexión radicales, como responsabilidad histórica y como riesgo. Un sufrimiento tal es el que nos fortalece para ser capaces de sacrificar ese otro sufrimiento chantajista de la culpa y el arrepentimiento maniqueos. En ese sentido, no hay duda de que quienes no tienen la suficiente entereza para vivir de esta manera, necesitan con desesperación compensar esa carencia con sustitutos que puedan aplacar el esporádico cuanto incómodo aguijón de la conciencia crítica, adormeciendo aplicadamente la eventual lucidez que les permitiría verse al espejo como lo que realmente son.
De aquí que los moralistas, los protestadores de oficio, los indignados de siempre, sean seres enmascarados detrás de cuyo disfraz sólo hay un esqueleto moral, una piltrafa ética, un desecho de lo que alguna vez pudo ser en ellos eso que llamamos vida. Estos cadáveres caminantes que ignoran que están muertos son los que en esta era posmoderna constituyen las vidas ejemplares de las más conspicuas progresías del mundo, atrapadas como se hallan entre los financiamientos que eximen a las corporaciones transnacionales de pagar impuestos, y una mala conciencia resultante de su inexcusable inmovilismo cobarde. Estas progresías son también las que han convertido a los movimientos emancipadores en vistosas galerías de personajes de opereta, que ponen en escena las divertidas farsas de la "corrección política", la moral farisaica y la cobardía elevada a las mareantes alturas de la "autoridad" severa y bienpensante.
Por todo lo dicho, el replanteamiento de cualquier utopía emancipadora y de cualesquiera estrategias de lucha reivindicativa, pasa por la eliminación de estos tumores políticos, los cuales han usurpado el lugar que una vez tuvieron los luchadores sociales, hoy convertidos en iconos del heroísmo y el martirologio que tanto seducen a los culposos intermediarios entre las corporaciones que buscan financiar lo que sea para evadir impuestos en el primer mundo, y los pueblos que de esta manera se sumen en la degradación moral del victimismo y la medicidad sistemáticos, convertidos por arte de magia en virtudes "revolucionarias".
La única consigna válida resulta ser, pues, atravesar el propio infierno asumiendo las consecuencias de la acción crítica y radical. Y no quedarse en la puerta de entrada exhortando a los demás a pasar adelante, con esa ancha sonrisa cínica que se vuelve máscara en el crispado rostro de los farsantes.
Ciudad de Guatemala, 9 de agosto del 2007.