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14 de abril del 2007 |
Mario Roberto Morales
El 31 de diciembre de 1977 llegué a México luego de casi treinta horas de viaje en autobús, con un buen amigo que también conocía a Luis Eduardo Rivera, en cuyo departamento de San Ángel íbamos a vivir por dos semanas. Llevaba el número de teléfono de Tito Monterroso en el bolsillo, y también, bajo el brazo, un impenetrable borrador de Los demonios salvajes, que había ganado en septiembre de aquél año el premio centroamericano de novela, auspiciado por la Dirección de Bellas Artes en Guatemala. Iba yo decidido a mostrárselo al maestro.
Luis Eduardo, que andaba como loco con una chava que se llamaba Pola, nos encendió el televisor y nos recomendó un "buen programa" para pasar el año nuevo: "El Show del Loco Valdés". El que estaba loco era Luis Eduardo, porque el año nuevo lo pasamos mi cuate y yo escuchando mariachis y bebiendo tequila con sangrita, primero en el Tenampa y después en el Tlaquepaque, hasta que empezó a amanecer. Fue unos días después, por medio de un teléfono público de la glorieta de Insurgentes, que por primera vez escuché la voz socarrona de Tito. Luego de que le expliqué de donde venía, y que deseaba conocerlo porque quería mostrarle algo de lo que yo escribía, me dijo que nos viéramos en/... Se cortó la comunicación, y cuando introduje otra moneda y el maestro me contestó de nuevo con su vocesita de quien no mata una mosca (y no la mata), me espetó: "Sí, se le acabó el veinte, artista. No se preocupe. Veámonos en el bar La Ópera, en Cinco de mayo, a las siete". Y allí estuvimos mi amigo y yo, puntuales como británicos, y pedimos un par de cervezas. Al rato entró Tito, vio para todos lados, lo reconocí por una foto vieja de la revista Alero que yo tenía, me levanté, caminé hacia él y, desde mis alturas, descendí hasta su manita aguada y menuda y me presenté. Era chiquito y rosado como un botón. Suave como un marshmellow. Empezamos a traguitear y a hablar de literatura. De pronto se agachó y, de un bolso que llevaba con él, sacó unos papeles, me los largó y me dijo: "Esto es para usted, artista, es una traduccioncilla que acabo de publicar". Se trataba de la versión suya al español de Una modesta proposición, de Jonathan Swift. Cuando llegó el momento de desenvainar mi ilegible manuscrito, Tito sonrió, lo tomó en sus manos y me dijo: "Está bien, artista, sólo que fíjese que yo no leo novelas. Nunca. Eso le acabo de decir a Carlos Fuentes, que quería que leyera un manuscrito suyo de no sé cuántas páginas". Me cayó mal Tito esa vez. Al cabo de más tragos y más plática, nos preguntó si queríamos un aventón porque ya no tenía tiempo, que ya se iba, que si fuera otra ocasión nos emborrachábamos pero que esa noche ya no podía. Me cayó gordo a pesar de que era chiquito y rosado como un botón. No bello y malo como Satán, como Cara de Ángel; ni feo, católico y sentimental como el Marqués de Bradomín, sino chiquito y rosado como un botón: un Rosebud, como quizás diría Welles. Y se fue. De la cólera, mi cuate y yo nos quedamos en La Opera quién sabe hasta qué horas de la noche, para luego caer de nuevo al Tenampa, donde lo pelamos hasta desollarlo. Ese fue mi primer encuentro con Tito. Infortunado. Traumática impresión para un escritor primerizo que se enfrenta por primera vez con un maestro. Mala onda, el Tito. Como habría dicho Clavillazo, nunca hay que hacer eso. La segunda vez que conversé con él fue en 1988, en Alemania. La Academia de Artes de Berlín nos había invitado a un grupo de escritores centroamericanos a una especie de seminario que duró más de una semana, y ahí estaba Tito con Bárbara Jacobs, su esposa. Me acuerdo que durante un desayuno en el hotel President, donde nos hospedábamos, alguien comentó que Chuchú Martínez y Roberto Armijo estaban desayunando con cognac, y Tito sonrió y dijo: "Eso se paga muy caro". Luego preguntó por qué Sergio Ramírez no estaba hospedado en el mismo hotel en el que estábamos todos nosotros, y yo le respondí que tal vez era porque a él le tocaba un hotel que se llamara Vicepresident. Y se rió con ganas. Esa vez en Alemania no hablamos mucho porque siempre coincidimos en grupos numerosos de escritores hablantines, y ni él ni yo éramos muy "sociables" que digamos. Con Luis Brito (que estaba afónico) y Franz Galich cruzamos a Berlín Oriental. Tito no fue con nosotros porque había preferido ir a meterse a una librería de viejo, y entonces, platicando con Franz, yo me acordé de la primera vez que había pasado al lado oriental por el Checkpoint Charlie en 1968, hacía nada menos que la bicoca de veinte años. Aquél muro -el Muro de Berlín- que Otto René Castillo había ayudado a construir con tanta dedicación y amor, todavía estaba allí en 1988, como el dinosaurio de Tito. Luego lo volví a ver, con Bárbara, en México, otra vez, en 1990, creo, para la presentación de una reedición de un libro suyo en la librería Del Sótano, en Coyoacán, y tampoco hablamos mucho porque hubo coctel y eso, y sólo me acuerdo de un intercambio de miradas eróticas con Pilar Pellicer, que estaba preciosa. Fue para mi estadía de cuatro meses en el Programa Internacional para Escritores, en la Universidad de Iowa, en 1993, que pude hablar largo y tendido con Tito y verlo a cada rato durante los escasos días que él y Bárbara pasaban en la ciudad, ya que todos salíamos a dar charlas y eso, y ellos dos salían más que todos los demás porque andaban en una gira de Bárbara, y Tito simplemente la acompañaba y, de perdida, pues de repente daba él también una que otra lectura aquí o allá. Era otoño y todo estaba hermoso. La pequeña ciudad de Iowa, de cielos amplios y altos, se abría a la furia de 38 escritores de todo el mundo, cada uno haciendo un libro en su respectiva celda del octavo piso de un edificio que irónicamente se llama el Mayflower, y cada uno viviendo sus locuras con los demás, ya fuera en los bares, en los apartamentos de uno u otro, o en las calles de la pequeña ciudad. Yo terminé allí Señores bajo los árboles. Tito y Bárbara me regalaron las ediciones más recientes de sus libros, y ahora sí, Tito (dice) que se leyó mis novelas y que le gustaron mucho. ¿Le creo? Je. Durante una recepción que el First National Bank nos dio a los escritores, a Bárbara la saludó el gerente muy amable y le preguntó a Tito si el también escribía. Tito, sin vacilar, le dijo:" No, yo no, sólo ella…" En el listado de los gringos ellos dos aparecían como: Barbara Jacobs and husband. Háganme ustedes el favor. Yo me encargué de divulgar una antología de narradores centroamericanos en inglés, sobre todo entre los escritores asiáticos y africanos, en donde aparece "Mr. Taylor", ese memorable cuento de Tito, para que supieran con quién estábamos. Una tarde, no se me olvida, salimos juntos de la Universidad él, Bárbara y yo, y nos fuimos a medio cenar al comedor universitario. Allí, sentados frente a una enorme ventanal, viendo patos en el río, comenté acerca de mi crítica de la izquierda guatemalteca, y Tito me salió con que algunos principios siguen siendo válidos compañero, y yo: claro maestro, eso no es el punto, y él: que los manuales soviéticos habían tenido alguna significación a pesar de todo, y yo: claro maestro, mi crítica es otra, y ya me fui como quien dice explayando, abriendo. Bárbara me escuchaba con pupila fija, y al fin el maestro y yo llegamos a un entendido. Quiero decir, creo que comprendió el sentido de mi crítica y ya pudimos hablar en un lenguaje común sobre los problemas de la izquierda. Le dije que yo me solía enterar de cuando él llegaba a Nicaragua y tenía reuniones sociales con Tomás Borge, pero como nunca pude verlo allí, lo de Nicaragua sólo pasó a ser un lamento compartido por los tres. Una mañana, en el vestíbulo del Mayflower, Tito se enfrascó en una conversación intensa con un muchacho venezolano, dramaturgo y fanático del beisbol. Fue increíble oírlos. Yo me quedé callado, recordando a un pitcher apodado el Látigo Acosta cuando yo entrenaba en el Diamantillo del Hipódromo del Norte, y Tito y el venezolano desplegaban como toreros una cultura beisbolística verdaderamente impresionante: historias, scores, en fin. Si de algo sabe Tito en esta vida es de beisbol. A fe mía que sí. Y me pidió que no lo contara en Guatemala porque pensaba que lo iban a considerar reaccionario, o de plano "hueco". Nos reímos a carcajadas los dos. Seguro, de dolor. Nos despedimos fraternalmente una noche, y yo le pregunté si vendría a Guatemala en caso de que la Universidad de San Carlos le otorgara un doctorado honoris causa. Me contestó que sí, que iría personalmente a recibirlo. Y como yo trabajaba en Extensión Universitaria de la universidad estatal, informé del asunto e hicimos la formal propuesta para darle el doctorado a Tito, ante el Consejo Superior Universitario. Mismo que respondió que no, sencillamente porque sus miembros no sabían exactamente cuáles eran los méritos de ése señor... Monterroso. He estado pensando mucho en Tito en estos días. Por eso se me vinieron a la cabeza todos estos recuerdos. Me duele causarle este dolor. Digo, el de confirmarle que los universitarios de su país no saben ni siquiera quién es. Aunque él, como todos los escritores guatemaltecos, ha creado ya la concha necesaria como para seguir escribiendo a pesar de los "topos huraños" que controlan Guatemala. Esos especimenes que crecen en los edificios administrativos y se reproducen en la humedad de los sótanos burocráticos, Sigue siendo chiquito y rosado como un botón. Y un gigante de su "misericordiosamente breve" (como dice Monsiváis) narrativa. No sé cuando lo volveré a ver. Recuerdo que, en Iowa, el poeta hondureño Juan Ramón Saravia le clavó el apodo de Arbusto Monterruco. Porque Tito también le había puesto un apodo a Saravia, del que no me acuerdo ahora (yo le puse: Amon Rah El Saharaviah, por su pinta de árabe). En fin. Seamos consecuentes con el maestro y dejemos las cosas hasta aquí. Seamos misericordiosamente breves y dejemos que la historia juzgue a los "topos huraños". De todas maneras, cuando despierten, verán que el Muro ya no se encuentra allí. Y que el dinosaurio de Tito sí, allí estará, viéndolos fijamente y con sonrisa bonachona, satisfecho de su victoria. Los "topos huraños" callarán y esconderán el rostro, avergonzados de sí mismos. Pittsburgh-San José (Costa Rica), mayo de 1995.
Nota
La siguiente administración universitaria le confirió a Tito el doctorado honoris causa y él llegó a Guatemala a recibirlo. Luego, le dieron el premio Príncipe de Asturias, en España. Y pocos años después murió en México. A veces, como hoy, lo recuerdo agazapado detrás de sus anteojos gruesos y su sonrisa pícara.
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