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La insignia
30 de septiembre del 2006


El alegre colorido del exilio


Mario Roberto Morales
La Insignia*, septiembre del 2006.


El exilio suele ser evocado con nostalgias de altos vuelos por parte de quienes han tenido la oportunidad de experimentarlo; hablan de soledad, de xenofobias padecidas, de amores con hermosas extranjeras casi a contrapelo de una increíble voluntad consagrada a la acción "por el bien de la patria", y de nostálgicas sesiones espirituosas con los compatriotas venidos a menos en el país en el que les ha tocado en suerte sufrir "la lejanía del terruño". Pobrezas que luego se recuerdan entre risas de satisfacción por la intensidad de lo vivido; olvidos pasionales y "traiciones" por parte de la persona amada debido a que ha entrado a operar aquél axioma según el cual el amor de lejos es de... Y en fin, la ingratitud de los propios correligionarios políticos en el exilio, las aserradas de piso entre cuñas del mismo palo, el deseo y posesión de la mujer del prójimo, las puñaladas traperas de las cónyuges de esos prójimos que hallaron en otro exiliado la comprensión que nunca se hubieran atrevido a aceptar si no es en los ámbitos liberadores del destierro; el súbito darse cuenta por parte de hombres felizmente casados de que sus esposas no los comprenden pero sí una joven militante fogosa; esos repentinos encuentros consigo mismo que gracias a no estar "en el país" algunos patriotas furibundos suelen experimentar, atreviéndose entonces a mostrar inclinaciones políticas, religiosas o afectivas que en "el país de origen" permanecían convenientemente refundidas en el archivo mejor protegido del disco duro y que ahora parpadean "en pantalla" en el más avanzado Word Perfect 6. Y bueno, la inusitada conciencia sobre la belleza y la complejidad del propio país gracias a "la distancia" que el doloroso exilio impone sobre los "mejores hijos de la patria", hace presa de los exiliados y los induce a añorar su país según la máxima dariana sobre que "si la patria es chica, uno grande la sueña". Por eso los exiliados comienzan a pensar su país según las ventajas de París pero sin la neura de los parisinos, y lo mismo ocurre con México y el esmog, con Estados Unidos y el estrés, y hasta con Costa Rica, donde la paz se gana a los más violentos exiliados haciéndolos reflexionar en que después de todo quizás fueron muy duros con sus enemigos y que tal vez se merecen ese exilio que, bien visto, comporta inmensas ventajas si uno es capaz de "asimilar las adversidades" y "aprender de los propios errores".

El exiliado tropieza a cada vuelta de esquina con emociones que jamás hubiera vivido de no haber sido por la "traumática experiencia" en la que de pronto se encuentra inmerso: sin que lo hubiera soñado, en el extranjero se le comienza a ver como representante de su país y como un ser de elevadas cualidades que su condición misma de exiliado confirma sin más. Asimismo entra en contacto con "personalidades" homólogas de otros países y, al acceder a un estatus que en su país jamás hubiera llegado a tener, comienza a hacer del exilio el mejor ámbito de su condición humana y -por qué no- de su sobrevivencia. Los más listos y menos escrupulosos (casi siempre coinciden estas dos cualidades) logran relacionarse con agencias de cooperación internacional y, articulando proyectos a partir de la solidaridad con su pueblo -con la "justa lucha del pueblo" tal y tal-, se convierten en verdaderos beneficiarios de otros exiliados menos colmilludos que van llegando después al país anfitrión, y también de su propio país como totalidad, puesto que en foros internacionales y publicaciones diversas denuncian hasta la saciedad las injusticias que nos les permiten a ellos disfrutar de los soleados cielos de la patria y del calor de la familia. Así, estos exiliados célebres montan institutos de investigaciones, comités de solidaridad, asociaciones de viudas, madres o hijos de desaparecidos, torturados, perseguidos, etc., y, para el efecto, se las arreglan para tramitar su condición de funcionarios de Misión Internacional con las exenciones que tal condición implica (automóvil, menaje de casa, impuestos de aeropuerto, etc.).

Los exiliados menos colmilludos y, por ello, menos exitosos, se refugian en el sueño de una "patria liberada", a contrapelo de todas las perestroikas y las derrotas estratégicas y de la corrupción de los dirigentes y el bajísimo perfil del comandantismo. Entonces descubren vocaciones literarias y se lanzan a escribir dolientes poemas sanguinolentos, pasquines editados en McIntosh y a visitar a los colegas del exilio para levantar ánimos y expresarles que la lucha sigue y que la organización está experimentando un repunte a pesar de la inclemencia del enemigo. Otros, más agudos, han abandonado todo tipo de vinculación militante y aceptan desempeñar trabajos variados que van desde correcciones de pruebas y traducciones (cuando el exiliado habla inglés) hasta interinatos en las facultades de ciencias sociales e incluso labores de habilidad manual (si el exiliado no ha tenido la suerte de ir a la universidad). Las becas son otro expediente para este tipo de exiliado, pero tienen la desventaja de que son manejadas por los colmilludos, quienes les exigen un porcentaje "para la lucha" o les condicionan la ayuda a que escriban u organicen actos conmemorativos según la línea de la organización.

El "duro pan del exilio" se suaviza considerablemente para aquellos que deciden quedarse a vivir para siempre, sin sueños ni triunfalismos ni frustraciones, en el país anfitrión, y para los que deciden regresar a la patria que los expulsó en su oportunidad. Aquellos se acuerdan de vez en cuando de algún platillo favorito y estos vuelven renegando del atraso ideológico de la población. Entre estos, unos no aguantan lo que siempre aguantaron antes de salir al exilio y se vuelven a exiliar esta vez por su cuenta, y otros se quedan para adocenarse o para reincidir en su aficiones políticas, cuestión esta que les depara ya no el exilio sino el final de sus días. Otros aún, se asoman y esperan con el corazón en la mano a ver de dónde, si de la izquierda o de la derecha, les viene la invitación a salir (porque han sido críticos de ambos bandos), y escriben para "ensanchar la sociedad civil" y "consolidar el proceso de democratización", viendo a ver hasta cuando podrán hacerlo.

Como no se trata ahora de hablar sobre quienes se han quedado en su casa y se han perdido la experiencia del exilio, no diremos lo que los exiliados piensan de ellos, toda vez que encontrarlos después de diez o quince años les provoca fuertes sentimientos de lástima por el atraso y la inconciencia en que los hallan. Eso refuerza la imagen de superioridad que el exiliado tiene de sí mismo y del limbo que se ha inventado para vivir sus fantasías. Con todo, el exiliado se aferra de ahora en adelante a su experiencia de destierro porque de ella depende ya la integridad de su ser social e individual. El exilio, dice Cioran, tiene sus ventajas. Y en el trópico éstas son más coloridas, como hemos podido ver.

Pero aparte de su colorido, es imprescindible desarticular los mitos de la izquierda por el lugar que mejor permite partirlos. No sólo el exilio es susceptible de tal operativo. También lo son todos los términos de la ya esclerótica retórica que con lujo de necrofilia invita a la victoria o a la muerte, a la sangre y al sacrificio, etc., mientras en la práctica cunden mecanismos como el centralismo, la intolerancia y el incondicionalismo, en detrimento de la democracia, el diálogo y el disenso. ¿Cómo no van a exponerse los mitos de la izquierda al refrescante sentido del humor? Sólo pasando por la crítica de la práctica de la izquierda pueden sus principios aspirar a tener una continuidad vigente, actuante, renovada. Lo demás es dogma, fanatismo... y, claro, debilidad política, raquitismo ideológico.


Más colorido y más exilio (a petición general)

La más insidiosa patología del exilio es la del sectario culposo. Se trata del pobre individuo que, al haber sentido pasos de animal grande en su país y haber pedido a gritos que lo dejaran huir para salvar su angustiada existencia, ha visto exacerbada su culpabilidad cuando ha constatado que salió antes de tiempo, que la gloria de los que se quedaron en el terruño o debajo de él crece y se multiplica en las conciencias extranjeras como heroísmo forjador de la historia patria, y que los exiliados que van llegando después de él al país anfitrión han protagonizado con valentía los desenlaces de la película que él no se atrevió a presenciar (no digamos a protagonizar) hasta el final. Este individuo se ve torturado por un sentimiento de culpa que puebla y corroe todos sus espacios afectivos y, por lo general, busca una individua que padece la misma patología y juntos comparten la pena enfermiza de no estar muertos, mientras secretamente dan gracias a un Dios asimismo secreto por permitirles disfrutar de la lujuria de la vida. Los exiliados colmilludos se apoderan de estas malas conciencias para sus aviesos fines y los hacen convertir su culpabilidad en feroces actitudes sectarias de gendarmería ideológica; estos son los sabuesos de los exiliados de salón, los que les hacen el trabajo sucio: la administración de las becas, el levantamiento de calumnias sobre otros exiliados que profesan otras lealtades y otros sectarismos, los actos de solidaridad, las hurañas relaciones con los ingenuos del país anfitrión que se prestan para colectar fondos que luego sirven para que, en parte, los colmilludos se diviertan y, en fin, la reproducción -por culpabilidad- del mito según el cual quienes se han quedado peleando son los héroes y quienes salieron al exilio no merecen ni siquiera morder el polvo de sus botas; los colmilludos son los intermediarios entre los desdichados mortales y los dioses (llamados "cuadros estratégicos"), que son quienes les dan línea a los héroes y a los intermediarios: a estos "habilitadores" de las malas conciencias. El sectario culposo se consume como una vela en el exilio y sólo se alimenta del limbo fantasioso en el que su sacrificio expiatorio se equipara ilusoriamente un poco a los sudorosos esfuerzos de los combatientes. Vana ilusión, inútil fantasía que lo sume en la depresión, el alcoholismo y la marihuana, estupefacientes que asume con la misma culpa que ya lo constituye emocionalmente. Y allí vive, en un área residencial; y fuma y languidece y se mantiene pendiente (como el ahorcado) de las noticias de la patria, y las vive y las transforma fantasiosamente y sufre y bebe y grita y llora y se consuela de la mejor forma que le es posible con alguna turista nórdica en busca de un sentido para su existencia.

Otra especie interesante que se reproduce en los ámbitos del exilio es el socialdemócrata radicalizado pero diplomático. Esta especie se subdivide en infinitas variantes. Está por ejemplo el individuo que, luego de pertenecer a partidos de la mencionada tendencia política, ha salido del país y, ante el triunfalismo de la izquierda radical, ha creído que de veras esa gente va a ganar el poder; entonces se une a ellos en calidad de mandadero internacional (e incondicional); en esta especie caben profesionales universitarios que se montaron al carro de la política porque creyeron que el paseo en el exilio sería de uno o dos años y que luego volverían triunfantes a la patria. Al quedarse indefinidamente afuera, se han apoderado de instituciones civiles de solidaridad, becas, denuncia, cultura, etc., y son los exiliados colmilludos que lucran gracias al estado de catástrofe que se vive en su país; es más, sin ese estado, les hubiese ido muy mal en la vida. En esta especie se clasifican también a escritores laureados por componenda, artistas y sociólogos improvisados o no, y a las esposas de especimenes que se dedican a organizar grupos de mujeres "por la paz" o "por la democracia", etc.

Una especie nefasta del exilio es la de los indios ladinizados que con lujo de arrogancia acomplejada (ladina) se hacen fotografiar por la prensa nórdica en afiches enormes o dirigen agrupaciones étnicas a cuyos componentes hacen cantar versos que aluden a la imaginería de los libros precolombinos, aunque en secreto canten las viejas pero buenas de José Alfredo Jiménez. Son insufribles y sufren mucho porque los exiliados ladinos no los hacen sentirse ladinos, y los indios de su tierra ya nos los consideran indios.

¿Que qué piensan los exiliados descritos de quienes se quedaron en casa? Piensan que son exponentes de un bizarro tipo de heroísmo: el del miedo sostenido, el del silencio asumido, el del terror sonriente y desconfiado, el de la estupefacción pasiva y... para qué decir más.

Si hay quien todavía piense que los mitos de la izquierda no deben ser tamizados por el humor y por la crítica, y que, por el contrario, deben seguir siendo solemnizados para beneficio de los exiliados de salón, de plano se trata de alguien que se interesa en que no se devele ni se humanice la política para que su práctica siga siendo un asunto de elites; aunque esas elites se hayan echado encima la menuda tarea de llevar a sus pueblos a la victoria y de cambiar un mundo que, aunque a las masas les guste, está mal hecho y no les conviene porque ellos poseen el tesoro de la ciencia y la virtud del espíritu de sacrificio y saben lo que a los demás les conviene aunque los demás no lo sepan. Ante consignas como "patria libre o heridas leves", se les retuerce el hígado. Y últimamente se han quedado como patriarcas en otoño: solos en el limbo de sus recuerdos. Envejecidos prematuramente por el paso inmisericorde de la historia, se dedican a calumniar, a amenazar y a bloquear la vida de quienes les dicen sus verdades peladas.

Ah, los exiliados... No quise hablar de los que están en los campamentos fronterizos ni de muchos otros que logran mantenerse sanamente alejados de la podredumbre y el usufructo de la condición de exiliado. Sólo quise hablar de los otros, de los coloridos. De los que se merecen que se hable así de ellos, para acabar de una vez por todas con el mito del exiliado sufriente y conmiserado, pues este no es más ni es menos que cualquier otro ser humano con problemas y con alegrías. Mi blanco no es el exilio ni los exiliados como tales, es la mitología del exilio que les sirve a los colmilludos para seguir cosechando dividendos en nombre de principios frente a los cuales no pudieron actuar con consecuencia. Esos que en lugar de argumentar en contra de estas líneas echarán a rodar feroces calumnias, satanizando la crítica y evadiendo cobardemente la autocrítica.


(*) San José (Costa Rica)-Ciudad de Guatemala, 1992.



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