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16 de septiembre del 2006 |
Jesús Gómez Gutiérrez
Lo que sabemos de Karl Waldmann cabe en unas pocas líneas: nació en Dresde a finales del siglo XIX y murió en 1958 en un campo de trabajo de la URSS. Se conocen alrededor de ochocientas obras suyas, la mayoría de las cuales son fotomontajes y collages que varían entre lo abstracto y el constructivismo, con una fuerte inclinación dadaísta. Se dice que su oposición a Hitler y a Stalin lo condenó a la inexistencia artística. Se dice que no quiso mostrar su trabajo por motivos puramente personales. Se dice, también, que no existió. Nuestro hombre, camisa clara y gafas con cordel, paso renqueante hacia la entrada del edificio, no tiene ni ha podido encontrar más datos sobre Waldmann, aunque seguirá indagando. Le gusta su obra, mucho, como las de Alexander Rodchenko, John Heartfield (Helmut Herzfelde), Herbert List y tantos otros autores de la época, los años de oro del Siglo de oro de la humanidad. Pero si Waldmann no hubiera existido, se dice, si sólo hubiera sido un montaje del que se hicieron eco unas cuantas publicaciones tras la caída del muro de Berlín y alguna galería como la Pascal Polar de Bruselas, habría dicho «me gusta su obra, mucho» y repetido las mismas palabras en un bucle que no andaría muy lejos de un homenaje. Lo habría dicho porque cree que importa la obra, no el autor. Y porque una nada que escupe un hombre que dice «fui», tal vez «soy», siempre es un acto de justicia. Bien lejos del arte, o de lo que comunmente se entiende por tal, su reflexión sobre Waldmann desaparece ante la necesidad de extraer un número de la máquina que los expide. Es una sala enorme, en un ambulatorio. Se saca un número, en este caso el sesenta y cinco, y aguarda hasta que sale en una de las cuatro pantallas situadas sobre las ventanillas. Hoy toca esperar. No importa. Entre las cosas que debería hacer, no hay ninguna que pueda mejorar nada ni empeorar sustancialmente lo que ya está mal o es susceptible de ir a peor. Una ocasión perfecta. Para leer. Mirar. Deambular por los pasillos. Volver con el autor alemán, descubierto hace poco, e imaginar sus vidas posibles. En el transcurso de una hora y veinte, de pie, brazos cruzados, manos en los bolsillos, repasa lo que ha estado haciendo durante las últimas semanas en salas más pequeñas del mismo edificio. Hubo un tiempo en que la visita al médico era un trámite irritante, una interrupción; pero ahora le ha bastado un cambio de postura y la luz del sol que ilumina parcialmente la escena, para descubrir que le gusta. La pregunta inmediata, por qué, casi es retórica. Han desaparecido los factores del pasado: preocupación, miedo, prisa. Sólo está él, no teme por la suerte de otro. No tiene miedo; no le asustan las pruebas ni el dolor. No hay prisa, por los motivos ya expuestos. En consecuencia, todas aquellas salas, las citas pasadas, las futuras, el tránsito hasta el médico de cabecera y después las derivaciones, se reducirían a un hecho corriente, como dar un paseo para matar el rato, si no fuera porque no hay nada corriente en lo insólito. Ha encontrado una singularidad. Un lugar donde la curvatura del espacio-tiempo alcanza un punto en el que las leyes del sistema dejan de funcionar. Adiós inexistencia, adiós realidad común de hombre en la calle u hombre en la casa pero hombre solo. Allí, ahora, haga lo que haga, acabará ante alguien que le prestará tiempo y atención e intentará solucionar -mundo al revés- sus problemas. Alguien que sabrá su nombre y apellidos. Su nombre y apellidos. De citas anteriores o por el carnet que enseña, es lo mismo. Mientras siga dentro del edificio y tenga los formularios oportunos, no puede no existir. Faltan dos numeros para su turno cuando recuerda que hasta las singularidades tienen sus límitaciones. Si se acerca a la ventanilla y recoge las notas de cita (así se llaman) correspondientes a las hojas de interconsulta (así se llaman), pondrá en marcha un proceso que termina en la ruptura del dique. Le darán fechas y horas, será alguien durante el lapso de las consultas y volverá a la soledad. Así que piensa. No queda tiempo. Está la opción de inventarse una dolencia para volver, pero el orgullo se lo impide; y la posibilidad de dejar que salte el turno y coger otro número: un simple aplazamiento de la pena. Sesenta y cinco. No se mueve. Sesenta y seis. Está hecho. Camina hacia la máquina y tira del papel. Madrid, 15 de septiembre. |
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